Instrucción espiritual para los que profesan vida eremítica (ES)


  
PROLOGO
Gran beneficio y misericordia es la que Dios hace a los que llama en nuestra Santa Religión a la vida eremítica, porque es grande indicio y señal de que los quiere adelantar en su servicio, y hacerles grandes favores y mercedes; que este es el principal quo Dios tiene en sacarlos del mundo retirándolos a la soledad, de suerte que no solo no le amen, pero ni aun le vean con los ojos corporales; tanto es lo que el mundo con sola su vista daña. Por eso dijo el sabio: Fascinatio nugacitatis obscurat bona et inconstantia concupiscentiae transvertit sensum sine malitia[1].
Es lo que pasa en el mundo: una mentira y encan­tamiento que parece que ocupa y adormece los senti­dos, aún de los justos; es una sirena que con su dulce canto inficiona y entorpece a los que la ven o la oyen. Y, finalmente, son tantas y tan varias las ocasiones que hay en el mundo, que cuando no llegan a causar cul­pas en los justos, por la providencia que Dios tiene de ellos, por lo menos son impedimentos grandes que, de ordinario, embarazan e impiden a un alma para que no alcance aquella libertad y pureza de espíritu, que es necesaria para amar y contemplar a Dios, hablar y tratar con El; y, por esta causa, queriendo Dios favorecer a una alma y hablarle palabras de desengaño, dice por Oseas: «Ducam eam in solitudinem el loquar ad cor ejus»[2].
                 Bien pudiera Dios hablarle en medio de las ciudades y hacer que el alma le oyese; pero procediendo Dios en sus cosas según su ordinaria providencia y disposición, para tratar con ella de suerte que oiga y entienda sus palabras y le penetren hasta lo íntimo del corazón, determina primero sacarla de Egipto y ponerla en la soledad, donde desocupada de todo y pues­ta en un gran silencio, no puede dejar de oír aquellas palabras divinas, que Dios habla en los corazones de los justos, las cuales apenas se perciben, si no es estando en soledad y silencio.
Con estas hablas interiores enseña Dios al alma en breve tiempo muchas verdades, y la va desengañando y desapegando el corazón de las cosas terrenas, y le­vantándola a la noticia y conocimiento de las cosas divinas y celestiales, como El lo dice por Jeremías: «Sedibit solitaruis et tacebit, quía levavit super se». Yo le pondré en el reposo y silencio de la soledad, que esto quiere decir  « sedebit solitarius et tacebit». Y de aquí se sigue otra gracia que Dios le hace, que es levantarle sobre sí por medio de la contemplación divi­na, haciéndole de hombre ángel y de humano divino.
No hiciéramos fin si hubiéramos de referir las gra­cias y favores que Dios ha hecho y hace en la soledad; diré algunas pocas que de la Sagrada Escritura se co­ligen. David dice : « Ecce elongavi fugiens, et mansi in solitudine, et expectabam eum qui salvum me fecit a pusillanimitate spiritus et tempestate»[3]. Veíase David cercado de enemigos, lleno de trabajos y tribulaciones y, sobre todo, con tanta pusilanimidad que parece le había faltado aquel corazón generoso que antes tenía, y tomó por remedio irse a la soledad, esperando allí que Dios le haría esta gracia de librarle de esta pusilanimidad y tempestades de tribulaciones en que esta­ba puesto.
Añadamos a esto cómo, para ejemplo nuestro, Cris­to Nuestro Redentor salió al desierto a orar, y en aquella soledad venció al demonio. En la soledad del monte Tabor se transfiguró: « Et aspicientes neminem vidberunt, nisi solum Jesum»[4]. Para orar mejor, avulsus est ab eis[5], (3) En la soledad recibió Juan aquel es­píritu de Elías. En la soledad mereció ser el mensaje­ro: «vox clamantis in deserto»[6]. En la soledad vivió Nuestro Padre Elias con los hijos de los profetas y él y Enoc están ahora en la soledad del Paraíso, de quien dice la escritura: Traslatus est Enoch in solitudinem Paradisi[7]. Abraham solo estaba, sub illice Mambre, quando tres vidit et unum adoravit[8]. Agar vio el ángel de la soledad. Jacob vio aquella escala misteriosa, y a Dios en el fin y remate de ella, y en la soledad peleó con el Ángel. Moisés en la soledad vio el misterio de aquella zarza. En  la soledad del monte, in medio caliginis, recibió la Ley. En la soledad, final­mente, los hijos de Israel recibieron el maná, la colum­na de fuego, la nube y otros infinitos milagros.
Otros muchos hace Dios, o, por mejor decir, estos mismos obra espiritualmente cada día en las almas de aquellos que caminan al cielo por el desierto y vida solitaria; porque en la soledad les envía Dios el maná celestial de consolaciones divinas y maravillosa dulce­dumbre y sabor de las cosas celestiales; allí les da Dios en lo más alto del monte, como a otro Moisés, las tablas de la Ley, esto es: enseñanza y cumplimiento de su divina voluntad, escrita no en las tablas de pie­dra, sino en lo íntimo de los corazones; allí les alum­bra y guía la columna de fuego, que es, no solamente el fuego y ardor de la caridad que sube hacia arriba, como columna de fuego, hasta encontrar con Dios, sino también la obediencia de los superiores, que va, como columna, delante alumbrando y enseñándoles los pasos seguros por donde han de caminar para no errar el verdadero camino. La nube es la protección singular con que Dios los defiende del fuego de la concupiscencia y templa sus ardores; y junto con éstas obras maravillosas obra Dios otras muchas, que no las saben sino los que las experimentan y gustan, que son aquellos que fielmente corresponden a su vocación, y caminan fielmente por los ejercicios propios do la vida solitaria, que son los que con el favor divino breve­mente declararemos en este tratado.



CAPITULO I
Cual sea el fin de la vida eremítica

Tres fines puede tener el que va a buscar la sole­dad. El primero, huir las ocasiones de los pecados y evitar los impedimentos, que son grandes los que en la conversación y trato do muchos se hallan, para conse­guir la perfección; y así enseña Santo Tomás (IIa.IIae. q, 24, artículo), que a los nuevos y flacos en la virtud todo el cuidado de Dios es quitarles los contrarios; y es común opinión de los santos, que adormece las pa­siones, y ata los enemigos, y quita las ocasiones de pe­car y los demás impedimentos que, como a flacos en la virtud, los pueden detener o impedir el camino espi­ritual.
El segundo fin es hacer penitencia y llorar pecados; para este fin es propia la vida eremítica, la cual de or­dinario anda acompañada de oración, ayunos, vigilias y de otras asperezas propias para castigar y afligir el cuerpo y satisfacer por los pecados.
El tercer fin es para contemplar q Dios, y unirse y juntarse con El con estrecho vínculo de amor y caridad. Este es el principal fin, al cual, si bien lo consideramos, se ordenan los dos primeros que acabamos de decir. Este fue el principal intento con que los antiguos Pa­dres del desierto dejaron el trato y conversación de los hombres, para buscar en la soledad el trato y comuni­cación con Dios.
Este fin, si bien se entiende, es altísimo, y para que mejor se vea su excelencia y nobleza, lo declararemos brevemente,
Crió Dios al hombre a imagen y semejanza suya, adornada su alma con la justicia original, y sus poten­cias con una gran rectitud y sujeción, conviene a saber: del cuerpo al alma, del sentido y parte inferior a la razón, y, finalmente, de la razón a Dios, con que resplandecía en el hombre maravillosamente, en aquel estado
la imagen y semejanza de Dios. Porque así como Dios
Padre, mirándose clarísimamente a Sí mismo y conociéndose perfectísimamente, concibió y engendró dentro de Sí al Verbo, que es el Hijo; y el Padre y el Hijo mirándose y amándose entre Sí con infinita complacen­cia de amor, producen al Espíritu Santo, que es amor increado con que el Padre ama al Hijo y el Hijo eterno a su Padre, así en aquel feliz estado do la justicia origi­nal, en que estaba resplandeciente y perfecta aquella imagen que Dios había puesto en el hombre, a imita­ción y semejanza de Dios, nuestro entendimiento cono­cía y contemplaba altísimamente a Dios, y por medio de este conocimiento formaba en su alma un concepto y noticia perfecta, cuanto en aquel estado se permi­tía, de Dios; a la cual se seguía en la voluntad un amor ardiente al mismo Dios; y de aquí so seguía un deleite y jocundidad grande en el alma, de manera que, así como Dios se conoce y ama a Sí mismo, así este hom­bre, formado a imagen de Dios, procuraba asemejarse a Dios, conociendo con el entendimiento, amando y gozándose con la voluntad del mismo Dios. Pero des­pués, por envidia del demonio, esta imagen de la Trinidad, que Dios había impreso en nuestra alma, quedó toda deformada y, para decirlo así, toda gastada; por­que luego que el hombre pecó, todas estas ruedas de este interior reloj que estaban tan bien dispuestas y concertadas con aquel orden maravilloso que Dios las había dispuesto, quedaron desconcertadas y, para de­cirlo en una palabra, vueltas al revés y al contrario de lo que antes estaban puestas, porque todas quedaron rebeldes y con universal motín contra la razón y con­tra el mismo Dios; y así se causó en el hombre univer­sal desorden, porque quedó el cuerpo rebelde al áni­ma, el sentido y apetito a la razón, y la razón a Dios.
Será, pues, el fin principal de la vida eremítica pro­curar una semejanza grande con el mismo Dios refor­mando esta imagen suya, reduciéndola al estado en que estaba cuando fue criada de Dios; y así como la imagen de la Trinidad Santísima, consiste en las tres potencias del alma, que son memoria, entendimiento y voluntad, así su reformación consiste en reformar y adornar a estas tres potencias, conviene a saber: el entendimien­to con la contemplación y conocimiento de las cosas divinas, la voluntad con un amor ardiente de Dios, la memoria con la firme estabilidad en el mismo Dios; y el ermitaño que hubiere alcanzado esta reformación , de  sus potencias interiores, tenga por cierto que ha al­canzado una grande semejanza de la vida con que el mismo Dios vive en Si mismo: Haec, igitur, est vera nostra felicitas suma perfectio ac ultimus finís divinae nobis concreatae imaginis reformatio plena atque per­fecta. Porro, quemadmodum in tribus anímae viribus memoria videlicet intelectu et voluntate Trinitatis in no­bis consistit imago,sic in triformi aeque mentís decore contemplatione, scilicet dilectione et stabilitate, haec ipsa divinae imaginis reformatio sita est: etenim hunc reformationis hujus sortitus decorem divinae, scilicet assimilationem vitae adeptus est. Haec igitur deiformis et, sicut Dionisius aít, deificatio nostra, ut sit mens divinorum speculatione intenta, voluntas eorumdem ardore ignita, atque in his memoria stabilita et firma.
Por donde, así como la profesión eremítica es más alta, como Santo Tomás enseña, (II-II, q. 188, art, VIII conclusión) que la vida cenobítica, por ser más ardua y difícil, y tener medios más altos y más breves para conseguir la perfección que otro cualquier instituto, así consiguientemente su fin ha de ser más perfecto; la cual perfección consiste en la semejanza de nuestra alma con la divina mente y vida, que es Dios; y esta mayor y más perfecta semejanza consiste en la más perfecta y más pura contemplación, y más ferviente amor de Dios.
Esto también se prueba con esta razón: cierta cosa es, que de todos los consejos evangélicos y de la vida cristiana, el fin es el perfecto cumplimiento de la ca­ridad y amor divino; conviene a saber, que cuando en esta vida se permite, continuamente, con todo nuestro corazón y fuerzas, actualmente amemos a Dios; lo cual perfectamente no se puede cumplir, si no es que con una continua pura y estable contemplación conozcamos con más perfección a Dios, su infinita bondad y perfecciones inmensas; porque a la más alta contem­plación se sigue el más alto conocimiento de Dios, y al más alto conocimiento nacido del don de sabiduría, cual es el de la contemplación, se sigue amor más intenso, más ardiente y perfecto.
Tratando de este altísimo fin de la vida solitaria, dice Dionisio Cartujano estas palabras:
Este el fin de la vida solitaria; Contemplar pura y constantemente, amar fervientemente y sin desfallecer a Dios; y esta ocupa­ción del solitario tiene como fin dedicarse, unirse, gozarse y abrazar­se perfecta y asiduamente a Dios y así empezar en la tierra la vida angélica y celestial, presintiendo copiosa y experimentalmente la bienaventuranza futura, gustando dulcemente cuán suave es Dios, asimilándose y configurándose perfectamente por gracia a la gloriosa Trinidad, haciéndose una cosa y un ser con ella. (Dion. Cart.).
Todo esto, y mucho más, dijo San Bernardo en bre­ves palabras, escribiendo ad Fratres de Monte Dei, que eran ermitaños de la Cartuja
Vuestra profesión es la más sublime, penetra los cielos, igua­la a los Ángeles asemeja a la pureza de los celestiales espíritus, ya que no solamente habéis prometido ser santos, sino ser santos hasta conseguir los grados más elevados (S. Ber. ad Frates de Monte Dei).
Altísimo parecerá este fin y dificilísimo de alcanzar, pero no hay cosa tan difícil que con la gracia di­vina y nuestro trabajo no se alcance, principalmente no siendo esta tan sublime perfección cosa que de re­pente se ha de alcanzar; es necesario ir subiendo por sus escalones, grados y medios, que adelante diremos.



CAPITULO II
Cuáles serán los medios principales para conseguir este altísimo fin de la vida solitaria

Muchos medios establecieron los Santos Padres para conseguir la perfección de la vida solitaria, como consta de Casiano, de San Juan Clímaco, de la regla de San Pacomio, y San Bruno, instituidor de la Car­tuja. Pero en este tratado brevemente diremos de al­gunos, que principalmente pueden ayudar a la perfecta observancia de esta vida.
El primero y principal es quitar impedimentos que impiden y retardan al alma para que no llegue a la perfecta unión con Dios. Para que esto mejor se en­tienda es de saber, que una alma que camina a la per­fección, no solamente tiene en este camino contrarios como son los pecados mortales y veniales, sino también tiene otros impedimentos, que muchas veces ha­cen más daño  y detienen y embarazan más que los pe­cados veniales, porque estos fácilmente se borran y perdonan por medio de la contrición y displicencia de ellos, pero los impedimentos no se quitan por actos de contrición, ni se remedian con lágrimas y suspiros, sino es con quitarlos. Digamos ahora: la posesión de las riquezas impide y embaraza en el camino espiri­tual, porque traen consigo la solicitud y cuidado; y lo que más es, el apagamiento del corazón a ellas. Por esto Cristo Nuestro Señor las comparó a las espinas. El matrimonio, como dice San Pablo, divide y parte el corazón, porque el amor se ha de repartir entre Dios y entre los hijos y mujer. Hay también otros impedi­mentos semejantes en las almas, como son el propio juicio, la propia voluntad y otros afectos, que nos lle­van e inclinan a cosas que, si no son pecado, impiden grandemente el caminar a la perfección, que son como unos grillos, o cadenas, que nos tienen atados; y algu­nas veces cosas muy pequeñas causan impedimentos grandes, porque no son ellas las que hacen este efecto, sino el afecto intenso y desordenado con que se aman, ¿Qué cosa más pequeña que un pececillo llamado ré­mora, o tarda-naves, el cual, algunas veces, navegando un navío grande a velas tendidas, le detiene e impide la navegación? ¡Cuántas almas hay que navegarían con grande presteza y facilidad a la perfección, si no fue­ran detenidas o impedidas con el afecto de cosas pe­queñas! Para que un gavilán no vuele basta atarle una ala con un hilo delgado; esto lo hace perder la fuerza para no poder con su vuelo levantarse en alto.
Para quitar estos impedimentos se ordena, si bien le miramos, toda la vida monástica, y así, con razón podíamos decir que entre la vida monástica y la vida común de los demás cristianos, no hay diferencia en el fin, que es la caridad; porque la una y la otra se or­denan al amor de Dios, según aquello de San Pablo: Finis legis dileclio est[9].  Y así, la diferencia que se halla es que la profesión religiosa, por medio de los tres votos, fundados en los consejos evangélicos, se ordena a quitar impedimentos, como medio muy pro­porcionado, para la unión con Dios por amor. Porque, ¿qué otra cosa es el voto de la pobreza, sino una re­nunciación total de las riquezas, las cuales, ocupando el corazón del que las posee, lo agravan e impiden pa­ra que no se levante a la contemplación y amor de Dios? ¿Qué otra cosa profesamos en la castidad, sino una abrenunciación de todos los deleites carnales, aún de los lícitos cuales son los del matrimonio, los cuáles tiran para sí toda el alma? Finalmente, ¿qué otra cosa es el voto de la obediencia, sino una negación perfecta de nuestro propio juicio y voluntad, que es la fuente y manantial de nuestros yerros? Estos son los impedimentos que abaten y apegan el alma a las cosas terre­nas y la hacen pesada para las celestiales y divinas las cuáles cosas quieren un alma pura, limpia, libre y desembarazada de todo.
De donde se infiere que a la profesión religiosa no contradicen tanto los pecados mortales ni veniales, porque estos son derechamente contrarios a la vida cristiana, cuanto los impedimentos que la embarazan para no amar y conocer a Dios perfectamente; que es decir, que a un religioso, en cuanto religioso, hablan­do formalmente, no son tan contrarios los pecados, como habemos dicho, cuanto los impedimentos.
Pero a un religioso como cristiano, así pecados como impedimentos son contrarios; por donde el ver­dadero religioso, cuya profesión es más alta que la da común de los cristianos, ha de tener por oficio no solamente huir pecados, sino principalmente quitar impedimentos.
Pues como la vida eremítica y solitaria, como consta del capítulo antecedente, sea más perfecta y noble que la cenobítica y monástica, así más perfectamente quita del medio todos los impedimentos que pueden impe­dir la altísima contemplación y el ardiente amor de Dios; porque propio es de esta vida el quitar el trato y conversación de los hombres, huir los rumores nue­vos y vanos, y, finalmente apartar la vista de todos aquellos objetos que, por los sentidos, hacen guerra al alma, pintándola con las especies y fantasmas de las criaturas, con que el alma se hace más pura y más apta para la divina contemplación.
Trae también consigo la vida solitaria otros ejercicios muy proporcionados para venir alcanzar una altísima perfección; y porque estos son muchos, diremos brevemente algunos que son los más principales en que se ha de ejercitar un ermitaño que desea cum­plir con las obligaciones de su vocación. Reduciremos estos ejercicios, para mayor claridad, a tres jornadas, las cuales corresponderán a los tres días de camino que pidió Moisés a Faraón, para ofrecer a Dios sacri­ficio en el desierto; porque cada día era una jornada con que el pueblo de Dios había de ir saliendo de Egipto y entrar más en lo interior del desierto, temien­do no ser impedidos de los egipcios. En la primera jor­nada trataremos de aquellos que primeramente vienen al desierto. En la segunda, de otros más nobles y es­pirituales, en que se han de ejercitar después de algu­nos meses que han entrado en el desierto. En la ter­cera, con el favor divino, se tratará de otros ejercicios más altos y más propincuos e inmediatos al fin de la vida eremítica. Pero, ante todas cosas, diremos pri­mero de las partes y calidades que han de tener los que en nuestra Religión pretenden ir a los Desiertos y profesar la vida eremítica.


CAPITULO III
Del espíritu y cualidades que han de tener los que van a los Desiertos de Nuestra Sagrada Religión a pro­fesar la vida eremítica

         Fue antiguamente común doctrina de los Padres que ninguno había de salir de los monasterios a pro­fesar la vida eremítica y solitaria, sin que primero fuese ejercitado algunos años en la vida común de los monasterios y fuese perfecto así en la obediencia como en las demás virtudes. Así lo dice San Benito en su Regla y el gran Casiano en sus colaciones, y esto mis­mo sintió Santo Tomás (II.II. q. 188, a VIII in corp. circa fin), siguiendo a San Jerónimo, por estas pala­bras:
         La soledad es propia de los que ya son perfectos, que por eso San Jerónimo escribe al Monje Rústico: ¿Reprobamos la vida so­litaria? de ningún modo, antes muchísimas veces la hemos alabado, pero deseamos que de los campamentos de los monasterios salgan tales soldados que, no los amedrenten las asperidades del desierto por encontrarse ya bien curtidos en la práctica de sus ejercicios.
Y así concluye Santo Tomás, que solamente convie­ne esta profesión tan alta; A los que tienen ejercitadas sus potencias en conocer el bien y el mal: pero que cuantos sin este ejercicio previo abrazan esta vida se exponen a un gravísimo peligro (II.II. q. 188, a, VIII in fin corp.)
         Y así advierte muy bien Cayetano, en aquel mismo artículo, que se examinen bien a sí mismos los que pretenden la vida solitaria, conviene a saber: si lo hacen por alguna pasión y pusilanimidad de ánimo, o verdaderamente por parecerles que tienen ya perfec­ción de vida y de virtudes, de tal manera que sean ya pacientes, benignos, mansos, y finalmente, que se se­pan contentar con pan y agua, como escribe San Agus­tín, hablando de los ermitaños de su tiempo:
Los que moran en los desiertos gozan de los divinos coloquios de Dios a quien se entregaron con pureza de alma, deben ayu­nar buenas temporadas a pan y agua. (De Morib. Ecclcs. c. 31, tanto a princ).
     Pero esta doctrina, que de suyo es verdadera y cierta, se entiende, no de la vida eremítica que en nuestra Religión se profesa, que es mixta de cenobítica y obediencia de los superiores, sino de aquella vida eremítica y solitaria que antiguamente |profesaban aquellos anacoretas de Egipto y Palestina, la cual de suyo e peligrosa para personas no ejercitadas en la perfección, según aquello: Vae soli, quia cum ceciderit non habet sublevantem se[10]. (1)
Pero cuando la vida eremítica se profesa debajo de la obediencia, entonces es segurísima del uno y del otro modo.
De la vida eremítica San Jerónimo escribe así: In solitudine cito subrepit superbia, dormit quando voluerit, facit quod voluerit[11]; cosas que son muy peligro­sas. Y, al contrario, hablando de loa que viven debajo de la obediencia, alabándolos dice: Non faciens quod vis, comedas quod juberis, habeas quantum accepperis, praepositum monasterii timeas ut Deumm diligas ut parentem[12].
Todo esto y otros muchos bienes se hallan en la vida eremítica mixta, que actualmente se profesa en la Religión; porque en ella se hallan todos los frutos de la obediencia y arrimo del Superior, el ejemplo de los otros ermitaños, que con su fervor enciendan a los­ otros a ejercicios de oración y virtudes.
Hállanse juntamente todos los bienes que trae la vida eremítica y solitaria consigo, porque aquí se ba­ila el retiramiento y abstracción de toda conversación humana, el perpetuo silencio, la aspereza y penitencia y la continua oración, que es el principal instituto de esta vida; de suerte que, si bien le consideramos, en este modo de vida ha juntado la religión las flores de la vida eremítica y las de la vida común y cenobítica, sin las espinas de la una y de la otra vida; porque en la vida eremítica, como hemos visto, hay espinas agu­das y peligrosas, que es el vivir de un hombre solo expuesto a muchas tentaciones y tribulaciones, a la acidia y a la pereza, y por consiguiente, a muy peli­grosas caídas, sin tener quien le dé la mano para levantarse de ellas.
No faltan otras semejantes espinas en la vida común, que se profesa ordinariamente en los conventos y monasterios. Espinas son el trato con los seglares, el afecto a los amigos y parientes; espinas son las imá­genes de las cosas que entre día se tratan, así con los de afuera como con los de adentro, las cuales al tiem­po de la oración punzan e inquietan al alma; y, final­mente, espinas son las murmuraciones, las contradicciones y repugnancias, las divisiones de ánimos y opi­niones que suele haber en las comunidades más refor­madas. Dejo otros impedimentos y afectos, que ocu­pan y manchan al alma de suerte que apenas puede llegar a conseguir aquella pureza de corazón que se requiere para contemplar y ver a Dios cuanto en esta vida se permite.
Pues dejadas todas estas espinas, este modo de vida es un ramillete de flores, cogiendo de la una y de la otra vida las flores más fragantes y olorosas que hay en la una y en la otra, conviene a saber: la seguridad y provechos de la vida común, y de la eremítica, la abstracción y retiramiento y los demás ejercicios de oración y contemplación. De donde claramente se in­fiere, que para este modo de vida eremítica que en Nuestra Religión se profesa, cualquier religioso es bueno, como esté mediocremente ejercitado en la vida común y ejercicios de ella, y tenga un ferviente deseo de aprovechar en espíritu y oración.
Diremos aquí brevemente de las otras cualidades que han de tener los que vienen a este santo instituto. La primera es una gran resolución y determinación de entregarse a Dios de veras y renovarse todo su inte­rior. Haga cuenta que viene a una nueva región, donde sentirá diferente luz, diferente amor y diferentes sen­timientos de Dios; región verdaderamente de gente que vive con vida espiritual y divina. Piense que viene a una nueva escuela, donde el maestro principal es el Espíritu Santo, el cual en gran silencio habla al cora­zón de los solitarios; o por mejor decir, considere que pasa de escuelas menores a escuelas mayores, donde se aprende otra ciencia más alta; haga cuenta que es un nuevo noviciado para gente provecta y desengañada. El primer noviciado que tuvo en la Religión fue de niños, a donde le dio Dios pan sin cortesa y su san­gre convertida en leche y miel, como dice San Pablo; Tamqnam parvulis vobis lac dedi[13], y que este segundo noviciado es de hombres ya hechos, a quienes se les dá, no leche como a niños, sino sólido y sustancial mantenimiento como a varones: Quorum est solidus cibus[14], como dice San Pablo.
Para salir aprovechado de esta escuela divina, será necesario que estudie y trabaje de veras en aprender la ciencia que en ella se enseña, y piense que si el proverbio dice que la letra con sangre entra, esto es, con trabajo y sudor, mucho más ha de costar el gran­jear y adquirir nuevo espíritu. Escribe San Doroteo que era entre los Padres del desierto muy común este dicho:   « Da sanguinem et accipe spiritum». De suerte que una onza de espíritu ha de costar muchas de san­gre y sudor. Y quien no se persuadiere de esta verdad, poco o ningún fruto sacará de la vida eremítica.
Los que solamente vienen a esta santa vida por un año, consideren que este tiempo es precioso y que se acabará presto, y así procuren aprovecharse de este tiempo que Dios les dá. Séneca, queriendo ponderar cuan precioso es el tiempo y cómo nos habemos de aprovechar de él, lo significa por esta comparación: «Tamquam ex torrente non semper cassuro», etc.; como si hubiese en una ciudad una fuente de lindas aguas, y se supiese que no había de durar sino por dos días, ¡con cuánta diligencia los vecinos de ella procurarían llenar los vasos de aquella agua tan excelente y que sabían tan poco había de durar! Y aunque es verdad que es breve el tiempo de un año, no lo es tanto que, sí con diligencia y cuidado trabaja un ermitaño, no pueda adquirir gran perfección; por lo menos arrai­garse y fundarse en las más esenciales virtudes de la vida religiosa y, lo que es más principal, salir de veras aprovechado en ejercicio de oración y presencia de Dios.
Habiendo Casiano en el libro VII «De Inslitutis renuntiantium», puesto un grado altísimo de la perfec­ción de la castidad, al cual no parece posible poder llegar sin grande perfección en las demás virtudes, porque todas, como la buena teología enseña, están encadenadas entre sí, finalmente dice que en menos de un año puede un hombre arribar a tan alto grado de perfección.
Suponga el que viene al desierto, por muy sabio y ejercitado que sea, que viene a aprender, y que es ne­cesario que se haga como niño espiritual. Tome las co­sas como las halla y confórmese con lo que viere, sin pretender que se mude nada, y considere que él no viene a ser juez de lo que allí se profesa, y que no hará poco si cumple exactamente con los ejercicios e ins­tituto de aquella vida.
Ponga algunas veces delante de sus ojos cuán gran­de gracia y beneficio es el que Dios le ha hecho en traerle a este santo lugar, y considere que a medida de este favor y beneficio será estrecha la cuenta que Dios le pedirá, si no corresponde de su parte a un fa­vor tan extraordinario de Dios, y acuérdese de lo que dice el Apóstol: Videte ne in vacuum gratiam Dei recípiatis[15]. Y si de cualquiera gracia recibida sin pago nos pedirá Dios tan estrecha cuenta, ¿qué será de tan singular gracia y beneficio?


CAPITULO IV
De los ejercicios que son propios de la primera jornada, esto es, de los primeros meses de la vida eremítica


Después que uno ha venido al santo desierto y puesto los pies en esta tierra santa de promisión, no piense que está hecho todo con haber entrado en el desierto, porque aquí no se trata de la leche y miel que Dios tenía prometido a los hijos de Israel que entrasen en aquella tierra, si primero no hacen lo que a ellos mandó Dios; conviene a saber: que peleasen contra aquellas siete naciones que estaban enseñoreadas de aquella fertilísima tierra, que espiritualmente hablando quiere decir, que no piense nadie que ha de gozar de la dulzura espiritual que Dios suele dará a los solitarios, ni poseer en paz la tierra de su reino, si primero no vencen todas sus pasiones, afecciones y hábitos viciosos y entran por la puerta siguiendo los pasos que brevemente diremos.
Para aprovechar de veras en el camino de perfec­ción en esta santa vida, conviene saber primero cómo habemos de comenzar, porque el que bien comienza tiene andado la mitad del camino, según aquel prover­bio: Dimidium facti qui bene coepit habet[16].
Comience, pues, en nombre de Dios sus ejercicios; y el primer paso sea, conociendo su fragilidad y fla­queza, según la mucha experiencia que tiene de sus caídas y poca estabilidad, confesando de todo corazón que de sí no tiene otra cosa sino faltas y pecados; y con esto conciba una gran desconfianza de sí mismo y, por el contrario, una viva esperanza en Dios, pidiendo con mucha fe su gracia y favor para sacar fruto de este ejercicio de la vida eremítica, para gloria suya y bien de su alma, y diga a Dios con el Profeta: In Deo salutare meum et gloria mea; Deus auxilii mei, et spes mea in Deo est[17].
Los primeros dos meses se ocupe en el conocimiento propio y, juntamente, en la continua compun­ción y contrición de sus pecados. Considere profunda­mente el estado en que se halla su alma; lo poco que ha aprovechado después que fue llamado de Dios a la Religión, y la mala cuenta que ha dado a Dios de las gracias y beneficios que ha recibido de su liberal ma­no. Considere las culpas y defectos que ha cometido contra Dios después y antes que fuese religioso, y con grande dolor y contrición póstrese a los pies de Cristo Nuestro Redentor con la Magdalena, y pida perdón de todas esas culpas, y con muchas lágrimas procure al­canzar de Dios le perdone y dé gracia para no ofen­derle jamás.
Considere justamente cuán mal ha correspondido a las inspiraciones y auxilios que Dios le ha dado des­pués que entró en esta Santa Religión, cuántas horas de oración ha perdido por su culpa, de cuántos bue­nos ejemplos no se ha aprovechado y cuan mal ha usado de tantas otras comodidades y medios, que hay en nuestra Santa Religión, para caminar a la  perfección.
Recorra en su memoria los muchos defectos que ha cometido en la observancia de sus votos, cuán im­perfecta ha sido su obediencia, contentándose con sólo la corteza exterior, repugnando en lo interior, y cuán pocas veces ha cautivado con simplicidad el propio juicio en obsequio de la obediencia; cuán poco resig­nado ha sido para lo que Dios y la obediencia han querido de él, cuán viva tiene su propia voluntad y propio juicio, y cómo, después de haber hecho sacrificio de ella y de sí mismo a Dios, se la ha vuelto a to­mar, arrepintiéndose de lo que le había dado. Item, cuán poco espíritu de pobreza ha tenido, deseando, por ventura con el afecto, más comodidades tempora­les de aquellas que la Religión le permite; cuán pega­do ha estado a las cosas que tenía a uso, y cuan po­cas veces ha sabido sufrir con paciencia alguna fal­ta, no de las cosas necesarias, sino de otras que no lo eran, quejándose de la comida o de otras cosas seme­jantes.
Piense también los defectos que ha cometido en sus Reglas y Constituciones, particularmente en la continua oración y meditación de la Ley del Señor, que es el principal artículo de nuestro Instituto. Con­sidere también la muchedumbre de beneficios que de Dios ha recibido, conviene a saber; los generales que son comunes a todos, como son de la creación, con­servación, redención y sangre de Jesucristo; y los par­ticulares, cuales son la vocación a tan santa y perfecta Religión, la particular providencia que Dios ha tenido de su alma, y otros de que cada uno será testigo, y pondere, muy en particular, este último que ha reci­bido, de haberle traído a una escuela de tan santa profesión como es la vida eremítica, y junte con esta consideración cuánta ha sido la ingratitud de su parte para con Dios, cuan poco reconocimiento, ponderación y hacimiento de gracias ha sido el que ha tenido a tan grandes y singulares beneficios.
Considerando estas y otras cosas, hallará fácilmen­te que toda su vida no ha sido más que una tela tejida de varias culpas. Pondere bien y exagere cómo, ha­biendo venido a la Religión, que es escuela de virtu­des y mortificación, ha aprendido tan poco de esto, y cuán poca penitencia ha hecho de los pecados todos de la vida pasada; cuán lleno está de su propio amor, cuan olvidado de aquello a que fue llamado de Dios y que él vino a buscar; y considerando profundamente estas cosas, llore y gima amargamente, y con senti­miento duélase de los pecados de la vida pasada y de las culpas de la presente. Pondere una y muchas veces cuán infinita sea la malicia del pecado y quién es el que así ha ofendido a la Divina Majestad, quién es Dios, a quien así ha ofendido y provocado a ira, el castigo y pena que ha merecido por el pecado. Duélase y avergüéncese de haber cometido tantos y tales pecados. Admírese cómo la tierra y las demás criatu­ras le han sufrido y conviértase a Dios con gran do­lor de haberle ofendido. Conciba grande odio de sí mismo y de las ofensas cometidas. Despréciese y báta­se a sí mismo. Dé gracias a Dios que le quiere salvar y que le ha traído a este puerto seguro, donde le dá tiempo para hacer penitencia de sus pecados, y pida a Dios, con grande confianza, misericordia y perdón de todos ellos, y, como otro David, clame diciendo: Amplius lava me ab íniquitate mea, et a peccato meo munda me; quoniam iniquitatem meam ego cognosco et peccatum meum contra me est semper[18]. Derrame muchas lágrimas pidiendo a Dios esta gracia y perdón, porque estas son las que lavan y limpian las manchas del alma, ablandan la dureza del corazón, y son como un baño, en el cual el alma se renueva, y todo el hom­bre interior en este espiritual bautismo se limpia y poco a poco se va reduciendo a la inocencia bautismal. Procure hacer una confesión general, de toda su vida, o, por lo menos, del tiempo que ha sido religio­so, y puesto a los pies de su confesor, con mucho do­lor se acusará de las ofensas que ha cometido contra la ley de Dios, contra los preceptos de la Iglesia, contra los votos, contra sus Leyes, Constituciones e Instituto, al cuál fue llamado de Dios; asimismo las culpas que ha cometido en el abuso de los sacramentos, de los dones de Dios, la mala correspondencia a las inspiraciones divinas y la ingratitud grande a los beneficios recibidos y las demás misericordias que Dios ha usado con él. Desta confesión saque aquí un conocimiento profundo de sus pecados y propia vileza, y un aborrecimiento grande de sí mismo, y un propósito firme de hacer penitencia nueva de sus pecados, para aplacar y satisfacer a Nuestro Señor por tantas culpas y tan grandes.


CAPITULO V
De los ejercicios de oración, mortificación y penitencia

El primer ejercicio será el de la oración mental, el cual maravillosamente ayuda y, (para decirlo así) da vida a los demás ejercicios. La materia más ordinaria será el meditar los grandes tormentos y dolores, oprobios y afrentas que Cristo nuestro Bien ha padecido por nosotros. Mírele cuán pobre y desamparado está de todos, cuán despreciado y cuán afligido en la cruz y procure sacar afecto de compasión y, juntamente, conocimiento de la gravedad de sus pecados, pues fueron suficientes para poner a Cristo en la cruz. Esta meditación será suficiente para causar aborrecimiento y ponderación grande de la malicia de sus pecados y, principalmente, considerando el mucho amor que Jesucristo le tiene, pues tanto ha padecido por él. Confíe mucho en la sangre de Jesucristo, y tenga viva espe­ranza de que por su misericordia le ha de perdonar sus pecados, y así caminará entro la justicia y misericordia de Dios, que es decir, entre temor y esperanza. El temor de, la justicia será por haberle ofendido tan gravemente; la esperanza será fundada en la sangre y en el amor que Jesucristo nos tiene.
Ejercítese, también, en el amor de Jesucristo Nuestro Señor, y después de haber conocido cuanta sea para con él su misericordia, cuántos los beneficios que de su mano ha recibido, y cuán grande sea el amor que le ha mostrado en lo que ha hecho y padecido por él, con todo su corazón y con todas sus fuerzas pro­cure pagar con amor esta deuda que a Cristo debe, y haga propósito de morir mil muertes antes que ofender a esta Divina Majestad que tanto bien ha hecho.
Pues para excitar en si este afecto de amor y contrición de sus culpas, usará de aspiraciones y oraciones jaculatorias, diciendo de esta u otra manera: ¡Oh, Señor! ¡Quien diera a mis ojos una fuente de lágrimas para llorar continuamente las agrandes ofensas que contra Vos he cometido! ¡Oh, Padre amantísimo! yo soy el que he pecado contra el cielo y delante los ojos de Vuestra Divina Majestad, y así, no soy digno de llamarme vuestro hijo! ¡Habed misericordia de mí, Señor! Apiádate de mí, Señor, apiádate de mí, pues en ti tengo mi esperanza y fiado en tu protección confío verme libre de mi maldad. Confieso una y mil veces, Señor, que soy indigno de tu misericordia; no obstante espero alcanzarla de Ti, porque tú eres mi Dios, y supiera tu misericordia a mi maldad. Lávame y purifícame en tu preciosa sangre! oh Jesús! Límpiame de mis maldades y purifícame progresivamente de mis pccados! oh dulcísimo Jesús! Me avergüenzo de haber pecado; detesto con toda mi alma mis pecados y, ojalá hubiera muerto mil veces antes de haberlos cometido.
     Con estas y otras semejantes aspiraciones, dichas con espíritu y sentimiento interior, irá poco a poco, purgándose cada día más y más y encendiéndose más en el amor divino.
Aprovechará, también, en estos principios, considerar algunos ratos en el infierno y las penas qué tiene merecidas por sus pecados; el terrible juicio y cuenta que ha de dar de ellos; y acuérdese que algún día ha de llegar, en que por ventura el juez le dirá: Serve nequam, redde ralionem villacationis tuae[19]. Y piense que al que más ha recibido se le pedirá más estrecha cuenta. Otros ratos considere la muerte, y por ventura que antes que salga del desierto le llegará esta hora. Píense cuán presto pasan todas las cosas y contentos de esta vida.
      Este es el modo ordinario y más propio para, los principiantes, pero no se entiende que todos han de entrar por este camino de oración, porque, algunos habrá a quien Dios dará modo de oración más alta, cuales son, aquellos que vienen de los conventos más aprovechados en la oración; pero, regularmente hablando, así los unos como los otros, en estos primeros meses, será bien se ejerciten en los afectos que habemos dicho de contrición y dolor, reconocimiento y ponderación de las culpas que en el siglo y en la Religión han cometido, y en odio de sí mismos, el cual nace del propio conocimiento; y este santo odio es el fundamento de la mortificación y negación total de sí mismo.
Dos ejercicios casi continuos de oración hay en el Santo Desierto. El uno es la oración mental, de la cual ya brevemente hemos dicho; el otro de la oración vocal y oficio divino, que es otro medio singular para aprovechar, así en la oración mental, a Ta cual se ordena la vocal, como en los demás ejercicios de virtudes. Asistiendo en él cómo se debe; así como, por el contrario, el estar en el coro sin la debida reverencia y devoción es ofensa no pequeña en los ojos de Dios. San Bernardo declaró bien a sus monjes el modo que se ha de tener en decir el Oficio Divino por estas palabras: Os ruego, carísimos, que asistáis al rezo del Oficio divino con diligencia y rectitud de corazón. Con diligencia, de modo que recéis con tanta alegría como fervor, sin pereza, no dormitando, no bostezando, no guardándose la voz, no cortando las palabras por la mitad, no saltándose otras enteras, no con voz afeminada y débil co­mo voz de tartamuda mujerzuela que habla de nariz, sino con acento y voz viriles haciendo al tiempo una ofrenda completa al Espíritu Santo en la ofrenda del afecto y de la voz. Rezad con rectitud de corazón de modo que no estéis pensando en otra cosa mientras estáis rezando, rechazad no solamente los pensamientos ociosos y vanos sino también los que podrían ocurrírseos de ocupaciones de obedien­cias. Más aún, creo que debéis rechazar hasta los originados de la lectura de algún libro de piedad hecha con anterioridad al rezo, y que embarazan la inteligencia, pues aun cuando sean buenos en orden a la salvación, al ser consentidos en ese tiempo pierden esa bondad. Porque es muy cierto que no recibe el Espíritu Santo el don que se le ofrece sí es distinto de el que se le debe. (S. Bern. Serm. 47 super Cant,).  
         El mismo San Bernardo, para ponderarnos la reverencia con que habemos de estar en el Oficio, dice así: Oh, cómo, cualquiera, que tenga ojos verá con qué cuidado y gozo y regocijo asisten los Ángeles a los que cantan salmos, y cuidan de los que meditan, y presiden a los que los ordenan. Verdaderamente que tienen a estos por conciudadanos, y se congratulan con los que trabajan per conseguir la herencia de salvación, y les confortan y los instruyen, y los atienden en todas las necesidades. Por eso cuando vayáis a rezar o cantar salmos pensad en estos Ángeles. Tened presente que ellos son mensajeros de vuestra devoción a Dios, y que del trono de la Divina Majestad os traen gracias a vos­otros. Y sabed finalmente que nada hay en la Iglesia militante que tan bien represente a la triunfante como el acordado y devoto coro de los que cantan salmos. (Ibid.)
         Cuán dulce sea el coro para los que con atención y devoción cantan, lo dijo maravillosamente San Basilio por estas palabras: Hijo mío cuando rezares procura hacerlo con perfección canta con toda diligencia los cantos espirituales en la presencia de Dios, para que puedas con una mayor facilidad conseguir las virtudes que en ellos pides. Procura ablandar tu dureza de corazón con la suavidad de los salmos, y así cantarás con dulzura y gozo: «Tus palabras, Señor, son a raí paladar más gratas que el panal de miel cuando se le mastica. Pero ten en cuenta que no se podrá sentir esta dulzura sino cantando con grandísimo cuidado y perfección, pues a modo que las papilas de la boca gusten los alimentos, así las potencias de alma gustan las palabras, ya que de una manera semejante a como se nutre el cuerpo con los alimentos materiales se nutre y alimenta el hombre interior con el lenguaje divino. (S. Basil. in admonitine ad filium spirit).
   Por el contrario, contra aquellos que por su negligencia y tibieza no asisten con la atención y devoción que deben a las alabanzas divinas, escribo San Lorenzo Justiniano las palabras siguientes, que por mucho de notar las he querido referir aquí: Oh, cuántas aves de rapiña asisten a nuestros actos de alabanza a Dios para macularlos con vanas ilusiones, y, nosotros como bobalicones no solo no tratamos de libramos de ellas sino que como personas sin juicio nos dejamos sugestionar por sus ficciones. Los diablos ponen mil tropiezos por ver si logran arrancar del corazón de quien reza en el coro la debida atención. Atacan unas veces con representaciones voluptuosas y obscenas, por ver si logran corromper el suave ambiente de la salmodia con su pestilencial hedor. Otras veces se convierten en ladronzuelos de palabras o se dedican a hacer interrumpir los versículos avivando el sueño. Cuando, cau­san una pereza tan grande que parece se apodera de todos los miembros. Ya, ingiriendo negocios terrenos o asuntos mundanos, o impulsando la imaginación por escabrosos derroteros logra, disipar el valor de nuestra alabanza. Pero lo más digno de llorarse es que son tan astutos que apenas si habrá una persona que conozca estos en gaños y salga triunfante de ellos. Oh, muchísimas veces los que deben alabar a Dios, solo lo hacen con el cuerpo y como loros profieren las palabras sin saber lo que dicen. De estos ya había dicho Dios anunciándonoslo «este pueblo me honra de palabra pero tiene el corazón alejado de mi». Oh, cuántas veces dominado el ánimo por el aburrimiento, pasa, ayuno de todo gusto, los himnos sagrados, y habla sin saber con quién, vocea sin entenderse a sí mismo, más aún atrae sobre sí las iras de Dios como en una total demencia y enagenamiento. Pues qué, ¿acaso se puede honrar a Dios con tales sacrificios? ¿Acaso se ensalza la Majestad divina con oración irreverente? El omnipotente Dios nos pide el corazón, lo espiritual no lo material! la devoción, no el griterío de nuestras voces; los afectos, del alma, no la palabra inútil.
Particularmente en los Maitines, que es el tiempo más quieto y acomodado para alabar a Dios, ha de procurar el ermitaño con más atención y fervor levantar su espíritu a Dios y, como dice Dionisio Cartujano: levantémonos con prontitud a los Maitines, comencémoslos con santos afectos y poniendo a contribución todas nuestras fuerzas prosigámoslos con briosos ánimos, brille en nuestra alma la luz inte­rior, cuando el cuerpo se queda a oscuras de la luz del día el fervoroso religioso eleve a Dios sus manos ponga en Dios su corazón y ahinque en él su alma. Y más abajo: Después sin tener ninguna confianza en sí propio, esperando de Cristo Jesús toda fuerza, comience por llamar al portero de su boca diciéndole: Señor, abriréis mis la­bios. Y añadirá a continuación con el fin de que se le atienda mejor e insinuando el fruto de esta apertura: y mi boca pregonará tu ala­banza. A seguida comenzará un himno a la beatísima Trinidad, di­ciendo: Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Después invi­tándose a sí y a todas sus cosas a alabar, bendecir y ensalzar a Dios dirá: Venid y cantemos al Señor. Desde el principio pues del Oficio habrá de dirigirse el espíritu al Criador según las enseñanzas del Sabio que aconseja: prepárate antes de la oración. No debemos, pues, comenzar con flojera y distracción sino más bien imbuida nues­tra alma por el fervor divino, debemos procurar permanecer en aquel santo pensamiento, al cual debemos refugiarnos al presentarse la distracción.

Tentación es conocida de algunos que viven en el desierto, los cuales, no haciendo ponderación de los sustanciales ejercicios de esta vida tan alta, cuales son de oración mental y vocal y de otras virtudes sólidas, sólo se contentan con la exterior observancia del coro y vida común, que es la corteza y lo material, por decirlo así, de esta santa vida, quedándose en lo interior vacíos de la médula y espíritu de estos ejercicios; y lo que es más de sentir es que algunos de estos, sobre algún punto de Ordinario o de otras ceremonias, se inquietan si no se observa al modo que ellos imaginan, y turbándose a sí turban también a otros. No tratan de otra cosa en el capítulo de culpas, sino si se deja o no deja esta o la otra ceremonia, y parece que solo vinieron al desierto a aprender ceremonias y perfeccionarse en ellas y dar a entender a otros que las saben. Estos tales ni para sí ni para otros son de provecho, y toda su falta es porque no advierten que la profesión religiosa, como dice San Buenaventura, es como un árbol, el cual tiene tronco, ramas, fruto, flores y hoja y las ceremonias, aunque son santas y buenas, no son más que hojas, y así, aunque no se han de dejar, de observar, pero no se han de aceptar y poner en ellas el principal cuidado, sino antes en las cosas más sustanciales e importantes, acordándonos de lo que dijo Cristo Nuestro Redentor: Haec oportet facere et illa non omittere[20].


CAPITULO VI
De otros ejercicios, así interiores como exteriores, de la vida eremítica

Primeramente, para cumplir con nuestra Regla, que manda que cada uno esté en su celda de día y de noche, procure el ermitaño con gran cuidado el encerramiento en su propia celda, procurando evitar, cuanto fuere posible, el salir de ella, si no fuere con mucha necesidad; porque las evagaciones y discursos son ocasiones de muchos daños y peligros espirituales.
Cuántos sean los provechos y utilidades del encerramiento en la celda y perseverancia en ella, declaramos en los Comentarios de nuestra Regla con muchas autoridades de Santos. De todas ellas diré aquí una sola de San Bernardo:
Por eso consecuentes con vuestros, anhelos, viviendo más bien que en las celdas en los cielos, despojándoos de todas las pre­ocupaciones mundanas os habéis cerrado en ellas con Dios. Y más abajo. La celda es lugar de todo bien y estando en ella se adquiere la perseverancia. Y habiendo dicho otras cosas Regule, la regla de la santa obediencia la buena voluntad y ella influirá en el cuerpo y hará que no ande de acá para allá  que le agrade la celda y la santa e íntima soledad. Porque parece imposible que estabilice un hombre su atención en una cosa, si antes no ha asentado su cuerpo en un lugar, Y por fin más abajo: Tienes dos celdas, la inferior y la exterior; la exterior es la casa que habitáis tu alma y tu cuerpo; la interior, es tu conciencia la cual debe habitar Dios con todas sus intimidades: amarás, pues, las dos celdas, la interior y la exterior presta la debida atención a cada una. Y por último más abajo: La Celda es la tierra santa y el lugar santo donde el Señor y su siervo hablan frecuentemente como dos amigos, el alma se une al Verbo de Dios, la esposa a su esposo, las cosas de este mundo a las de el cielo, las humanas a las divinas, puesto que es como un templo santo de Dios, que no otra cosa es la celda del siervo del Señor. En el templo y en la celda se tratan las cosas de Dios, pero con más frecuencia en la celda. Y después de haber mezclado algunas otras cosas añade: no es tiempo perdido vacar a Dios, sino más bien este es el negocio de los negocios, y tal que quien no lo resuelve con ventajas en la celda, cualquier cosa que haga fuera de esta -servir a Dios - es - tiempo perdido (S.Ber. ad Fratres de Monte Dei).
A estas palabras de San Bernardo añadiremos otra autoridad de Dionisio Cartujano, el cual, hablando de los  provechos de la celda y del modo con que se ha de salir de ella, dijo de esta manera: En verdad que la celda es para el contemplativo la morada de salvación, el trono de la paz interior, el consistorio de la contem­plación sobrenatural, morada celestial, lugar aromatizado, suelo de abundosos consuelos, más aún el paraíso terreno de delicias. Con cuánta razón dijo aquel abanderado de solitarios que se llamó Antonio: del modo que es necesaria al pez el agua, así al monje la celda y cuando sin motivo se retarda fuera de ella se causa la muerte como el pez que se queda en seco. De aquí que es como otro vivifi­cante panal de miel, y la fuente de todo bien al monje, la constante permanencia en la celda. Porque el verdadero habitador de la celda se adiestra en el trato con Dios, y habiendo probado el fruto de la vida solitaria y su dulzura tiene miedo de salir de ella; por eso Cuan­do se ve forzado a salir, se arma con la oración, se signa con la cruz, ora al salir como quien sale del refugio y fortaleza que le ponía a seguro de sus enemigos, como quien abandona el campamento donde recibía esfuerzo para unirse con Dios haciéndolo más hábil para aprovechar espiritualmente. (Dionis. Car. in lib. de Laude vitae solitariae).
Los ejercicios principales en que se ha de ocupar en la celda, dice nuestra Regla claramente que son la oración y meditación de la Ley de Dios, a la cual se reducen el estudio de las Sagradas Letras, la lección espiritual o el escribir cosas piadosas que le puedan ayudar al provecho espiritual. A esto también se re­duce el ejercicio de compunción de lágrimas y gemi­dos por sus pecados. Entre todos estos ejercicios tengo por más provechoso la lección espiritual, rumiada y digerida con la meditación de lo que se lee. Hay tam­bién otros ejercicios más rudos, como son el trabajo de manos, para el cual el tiempo más oportuno es después de comer, porque entonces la lección o medi­tación, u otros ejercicios espirituales se prohíben porque son dañosos a la salud. Pero advierta que no se engolfe mucho, no por mucho tiempo, en estos tra­bajos corporales, porque suelen distraer el espíritu si no se toman como medio para la remisión del ánimo, con lo cual puede volver mejor a los ejercicios interiores, a los cuales se ordenan todos los exteriores como muy bien declaró San Buenaventura:
Cuando la obediencia, necesidad, urbanidad o la recreación te mueva a obras exteriores las harás con perfección y sin apegarte a ellas tanto que luego te sirvan de impedimento para la oración. Que, por eso, S. Bernardo escribía a los monjes de Monte Dei: Se debe hacer alguna obra manual, y así se suele mandar pero, no se ha de hacer de modo que sirva de disipación, sino más bien como medio de nutrir y conservar el espiritual gusto por las cosas interiores, como medio, en una palabra no como fin. Por eso de tal modo se hará que cuando se haya de suspender se deje con tal libertad que no se quede en aquellas cosas nuestro querer, gusto o memoria. Te­niendo muy en cuenta aquello de que, no se hizo el hombre para la mujer sino la mujer para el hombre, y así tampoco los ejercicios espirituales se han hecho para supeditarlos a los corporales sino al contrario: los corporales se han puesto al servicio de los espirituales (S. Buenaventura, 5,6, S. Bernar. ad Fratres de Monte Dei).
El modo que uno ha de tener en este trabajo de manos Jo declara exactamente el sobredicho Dionisio Cartujano con las palabras siguientes:
Al dedicarse a trabajos manuales ha de hacerse, sabiduría y orden para no darse con exceso, ni poner demasiado afecto en ellos, no sea que se olvide de elevar el corazón a Dios con oraciones, con meditaciones, con jaculatorias.
Como norma ordinaria de conducía sígase esta: ordenar todas las obras exteriores y corporales a las interiores y espirituales como se ordenan los medios al fin: Por tanto, si alguna vez nos. diéramos a esas obras con tal ahinco, o nos demoráramos en ellas, o de tal modo nos atrajeran que fueran obstáculo al aumento de las virtudes, o a la intensidad de la devoción, o a la tranquilidad interior, o a la guarda del corazón, o a la pureza de la contemplación, no cabe la menor duda que serán perjudiciales y que seremos responsables de este daño. Y hasta os advierto de otro peligro que hay en esta especie de ocupaciones; sobre todo cuando se trata de cosas muy elegantes o superfluas, es un peligro idéntico al que hay en la comida.
Las señales que uno puede tener para conocer si el trabajo de^ manos que hace va con el modo que debe, son: La primera, si oyendo la campana que toca al Oficio Divino o a otro acto de obediencia, deja luego el trabajo de manos. La segunda, cuando estando en la oración o en el Coro, está con gran deseo de que se acabe presto, para volver al trabajo de manos. La ter­cera, si acabado de decir la Misa, cuando vuelve a su celda, luego se ocupa y derrama en el trabajo de ma­nos, habiendo en este tiempo de ocuparse en otros ejercicios espirituales, como son orar, meditar, y si la cabeza y disposición corporal no sufre esto, ocúpese en estudiar o escribir, levantando de rato en rato el corazón a Dios. La última, si cuando del trabajo de manos va a la oración y oficio divino le distrae y ocu­pa la mente lo que ha trabajado o piensa trabajar, en­tonces es señal que no se trabaja con la moderación que se debe.


CAPITULO VII
De cómo uno de los medios de aprovechar en la vida eremítica es andar con fidelidad y verdad con sus superiores

Primeramente, el que anda con Dios en verdad, andará también con su Superior, Andar en verdad con su superior es andar mirándole con ojos do viva fe, porque andar en fe y verdad es lo mismo, y, como dice nuestra Regla, mirándole como al mismo Cristo: Christum potius existimantes... [21]
Todo el bien del ermitaño es andar mirando a su prelado como si fuera Cristo, con estos ojos de fe; de aquí nacen innumerables bienes en nuestras almas, por el honrar y estimar a nuestro prelado como a aquel que representa a Cristo.
Segundo, el amarle íntimamente, con que echará de sí las murmuraciones y repugnancias interiores que se le pueden ofrecer.
Tercero, el andar con fidelidad; descubriendo todas las necesidades y llagas de su alma, para que él, como módico, las cure, pues Dios le tiene dado este oficio; corno padre lo, consuele y se compadezca de él y le encomiende a Dios, y como prelado y pastor le go­bierne y encamine a la perfección.
Todo él bien de un ermitaño consiste en andar con esta fidelidad y verdad a su prelado: Effundite coram illo corda vestra[22] y no es mucho, pues hace las veces de Dios.
Entre los Padres antiguos del yermo, la cosa más practicada y enseñada a los que se ejercitaban en esta vida, era dar cuenta a los prelados del interior de su alma, conviene a saber, no solo de sus pecados, sino también de sus tentaciones, sus pasiones y raíces de ellas, sus afecciones, imaginaciones y, principalmente, el progreso de la oración y de todos los demás ejercicios espirituales, y, finalmente, en todas sus acciones, así interiores como exteriores, el gobernarse por su consejo y parecer. Esto confirma Casiano con dos ejemplos maravillosos; el uno de Herón, ermitaño de tan grande penitencia que pocos había en el desierto que le pudiesen imitar, el cual, por haber querido go­bernarse por el propio juicio y parecer, vino a ser engañado del demonio y echarse en un pozo.
El segundo es lo que le acaeció al abad Serapión siendo mancebo, el cual, como por sugestión del demonio fuse persuadido a hurtar cada día a su maestro la mitad del pan que tenía para su Sustento, sin poder vencer jamás esta tentación, resolviose a declararla a su maestro. No había aún bien declarado su tentación. cuando salió de su seno el demonio en figura de una llama de fuego, con un hedor tan grande que apenas podían estar el maestro y el discípulo en la celda.
Y en caso que no haya prelado, debe siempre gobernarse por su confesor o por varón prudente y espiritual, como eruditamente dice Ricardo: Anda por buen camino el que todo lo hace con consejo, el que explica en la confesión no sólo sus pecados sino hasta los primeros movimientos de su corazón. Y, es que no podrá errar el que vive siempre aconsejado, así como tampoco podrá ser engañado y: sorprendido por el enemigo quien descubre y conoce sus modos de atacar. (Ricard in Cant. c. 39). 
Esto brevemente confirma Casiano: No hay vicio por medio del cual el diablo arrastre con tanta rapidez y facilidad un religioso a la muerta eterna, como con el desprecio de los consejos de los más antiguos, para guiarse por el propio juicio y determinación. (Cas. col. 2, c. I).
Por donde, quien quisiere aprovechar en la vida eremítica, es necesario que entre por esta puerta, porque este es el orden jerárquico que Dios ha puesto en su Iglesia: Pues El quiere que el hombre se gobierne por otro hombre, no quiere gobernarlo El inmediatamente.
La razón de esto es para nuestra humildad; y los ángeles inferiores son iluminados y purgados por los ángeles superiores, como cuando se saca agua con una rueda de un río, que el primer arcaduz que coge agua la vacía en otro, y aquel en otro, etc.
Y no basta que uno sea sabio y prudente, y que, por ventura, sepa más medicinas para sus llagas que su prelado: porque la ciencia propia no es la que cura las llagas, sino la humildad y fe con que a nuestro su­perior las descubrimos, que por ese medio tiene Dios librada nuestra cura, Demás de esto, ninguno puede tener seguridad de la medicina que él aplica a sus llagas por su voluntad y propio juicio, porque Dios no tiene prometida su asistencia a lo que hace el súbdito para remedio de sus pasiones y enfermedades, y así, ninguno puede estar cierto que aquella medicina es la más conveniente, ni menos lo puede estar que sea vo­luntad divina que aplique ésta y no otra. Pero puede estar seguro cuando el prelado se la ordena, de suerte que es menester, para que aproveche esta, medicina, que sea recetada por el prelado, a quien Dios tiene prometido su concurso y asistencia, según lo que está escrito; Quien a vosotros obedece a mi obedece. (Luc, X, 16).
Muchas aguas había en Siria y, por ventura, mejores que las de Jerusalén, para curar la lepra de Naamán. Pero la eficacia de la medicina con que fue curado, no consistía tanto en los baños de las aguas del Jordán, cuanto en haber sido aplicados por él profeta Eliseo, cuando le dijo: Ve y lávate siete veces en el Jordán. (II Reg. V, 10).
Muchos remedios, por ventura, se hallarán para ayudar a un alma, que de su naturaleza sean mejores y más proporcionados para este fin que los que el prelado dará. Pero a quien con humildad se sujeta a pedir consejo a su superior, esté cierto que lo que él dijere le aprovechará mucho más, aunque parezca menos, porque en la boca del prelado el agua será medicina, aunque parezca remedio bajo y desproporcionado.
Finalmente, para concluir esta primera jornada, el último aviso que podemos dar al ermitaño es, que para sacar fruto de la vida eremítica, procure hacer todos los ejercicios que en ella se profesan con espí­ritu y fervor, porque así como el espíritu les da vida a las cosas que se hacen, por pequeñas que sean, así el hacerlas tibiamente, por vía de costumbre y sin espíritu, se la quitan. Grande indiscreciones de aquel que pudiendo, con un poco más de trabajo hacer las cosas con espirita y diligencia, las hace sin él, trabajando día día y de noche sin fruto y sin gusto interior. De este tal se puede decir que está en el Desierto de valde, y que allí vive con el cuerpo, pero no con el espíritu, y que habiendo venido a este santo lugar para mortificar pasiones y desarraigar vicios, se quedará más inmortificado que antes. Hablando Eusebio Emiseno de semejantes solitarios, dice así:
¿De qué nos vale vivir en soledad, si reina con despotismo en nosotros la malicia y nos. domina la ira, si nos movemos a obrar más por temor de las miradas de los hombres que porque Dios conoce la intimidad de nuestras obras, si creyendo que estamos fuera del mundo, si jactándonos de haber dejado el mundo, resulta que tenemos ese mundo en nuestro interior muy metido, como lo demuestra la condescendencia con diversas pasiones, con vanas fantasías, con inútiles pensamientos? ¿Qué vale gozar de un lugar pacífico únicamente en el orden corporal, si se tiene en el alma guerra c inquietud? ¿Qué puede aprovechar, digo, el tener silencio y quietud en la habitación, si en los que allí moran hay tumulto de vicios y guerrear de pasiones; si embellece la superficie de nuestro exterior la hermosura de la paz, y nuestro interior se halla afeado por le conturbación de más horrible tempestad? Y más abajo: Sepamos que muy poco o nada nos aprovecharía que mortificáramos nuestro cuerpo con ayunos, abstinencias, vigilias, disciplinas, hábito rudo, cama dura, y no purificáramos nuestras almas de los vicios, de la agitación de las pasiones, de la soberbia, de la ira, de la impaciencia. ¿Qué puede aprovechar la penitencia corporal, si la detración regala con su molicie el alma? ¿No se anulará todo nuestro trabajo? Oh, y qué peligroso es ocupar inútilmente la celda en que podría vivir otro con gran provecho de su alma y ayudando con sus obras de virtud y con sus oraciones al fundador de la misma celda, a los bienhechores y a otras muchas almas, (Euseb.Emis.)



CAPITULO VIII
De la segunda jornada de los ejercios de la vída eremítica


Después que el ermitaño se ha ejercitado por dos meses, poco más o menos, en los ejercicios que arriba habernos referido, será conveniente que pase a otros ejercicios más altos y más nobles, en los, cuales se habrá de detener por más tiempo que en los pasados.
El fin de los ejercicios de esta segunda jornada es procurar con gran diligencia una reformación del hombre interior, refrenando y mortificando toda las pasiones con el ejercicio de las virtudes, y aspirar a iluminar el entendimiento, haciéndole capaz, con. el: estudio de la oración y contemplación, para que se levante a más alto conocimiento de las cosas divinas y celestiales, con que el hombre se hace más semejan­te a Dios y más próximo a la transformación y unión con El, como diremos en la tercera jornada. Este camino contiene dos principales ejercicios: el uno de mortificar pasiones y el otro de adquirir virtudes.
El blanco o fin de esta segunda jornada es adquirir la pureza de corazón, la cual se granjea por dos vías. La una es la mortificación de las pasiones y adquisición de las virtudes, ayudándose en esto de la imitación de la vida de Jesucristo.
La otra es el conocimiento de Dios por meditación o contemplacíón; y así, para andar perfectamente esta jornada, ninguna cosa más nos puede ayudar que la consideración e imitación de la vida "y pasión de Cris­to Nuestro Redentor; porque ninguna cosa más nos descubre quien es Dios y sus perfecciones y atributos, que Cristo, en el cual resplandece, maravillosamente la omnipotencia, grandeza, sabiduría, bondad, misericordia y justicia divina; y así mismo, ningún dechado podemos tener delante de los ojos, ni tan perfecto, ni que así mueva y enseñe las obras y ejercicios de todas las virtudes, como es la vida de Cristo; y, por tanto, toda esta segunda jornada principalmente consiste en conocer e imitar a Jesucristo, como único y principal medio para venir a alcanzar un altísimo y perfectísimo conocimiento de Dios y perfectas virtudes, que son el medio para el perfecto amor y unión con Dios. Porque, si Jesucristo es la puerta para el Padre, el que no entrare por esta puerta se despida de alcanzar perfecta oración.
Es la meditación e imitación de Cristo provechossima, segurísima y de gran merecimiento, y el camino muy breve y el más alto de todos, y así, mientras vi­viéremos, no conviene dejar este camino; de lo cual pudiéramos decir mucho si la brevedad de este tratado nos diera lugar, en el cual sólo pondremos tres ejercicios, que son los más propios de esta jornada.

PRIMER EJERCICIO

El primer ejercicio de esta segunda jornada es la mortificación y abnegación de las pasiones del alma, procurando el hombre hacer guerra a sus pasiones, a sus gustos, comodidades, descanso, sentidos, propio juicio, propia voluntad, honra, provechos, consuelos y todos los demás desórdenes de la razón. Y porque en esta moderación de pasiones consiste la esencia de Ias virtudes morales, por esto, ejercitándose esta mortificación juntamente se van ejercitando e jntroduciendo las virtudes en el alma; y así, toda la dificultad de este negocio está en esta mortificación y negación de sí mismo; por lo cual dijo bien Casiano que era doblado más trabajo el mortificar y desarraigar pasiones, que el alcanzar virtudes.
En el mortificar pasiones ha de procurar cada uno comenzar, (como aconseja el mismo Casiano), por aquellas que hacen más guerra y son más poderosas, las cuales son de ordinario las que capitanean a las demás, y asi, vencida la principal, desfallecen las otras.
Lo mismo que habernos dicho de las pasiones, se ha de entender en el ejercicio de las virtudes. Principalmente ha de procurar ejercitar entre las morales la humildad, paciencia y obediencia; y así en las virtudes como en las pasiones, no se debe alguno asegu­rar que tiene vencidas las unas y alcanzadas las otras por sentir en sí grandes deseos y hacer interiormente muchos actos, hasta que se prueben con sus contra­rios, porque la ocasión es el perfecto crisol de lo que cada uno es, y no basta una o dos ocasiones, sino mu­chas y de mucho tiempo; y aquella es la más fin prueba, cuando el hombre se halla en ella sin devoción sensible, sino antes con tedio y sequedad, porque si tiene hábito de virtud, obrará conforme a él, y sí entonces falta en hacer lo que debe, echará de ver que no le tiene.
Esto es lo que pertenece al primer ejercicio de que caminan por esta segunda jornada, que es de pur­gación de pasiones mediante el ejercicio de las virtudes y abnegación total de sí mismo, porque esto es la que el hombre ha de fijar en su alma si quiere apro­vechar, y a esto se ha de dedicar con todas sus fuer­zas, y determinarse a no buscarse a sí en cosa alguna, y a no tener elección ni gusto en cosa criada, sino abrazarse con el beneplácito y voluntad divina, y con fuerte ánimo tomar la cruz de la mortificación, trabajos y tribulaciones, y seguir a Cristo.



SEGUNDO EJERCICIO

El segundo ejercicio es de conocimiento de Jesucristo Nuestro Señor, y este ha de ser el principal y, para decirlo asi, el pan cotidiano de esta segunda jornada. Este conocimiento puede ser en dos maneras: o conociendo a Cristo en sí mismo, según por la fe y contemplación en esta vida se alcanza, o conociéndole en orden a nosotros, en cuanto es autor de todo nuestro bien. Aquí entra el conocimiento del beneficio de nuestra creación, conservación, redención, vocación y otros particulares.
El primer conocimiento es más alto y perfecto; pero el segundo, a los que van por este camino, más prove­choso, más propio y más acomodado para encender el alma en amor de Dios, cuya leña suelen ser los beneficios; y así, en esta segunda jornada comienza el alma a alzar los ojos a conocer el principio de su ser natural y al conservador de él, y a mirar cómo en todas estas criaturas hay unas como escaleras para conocer el poder, saber y bondad de Dios, y cómo las tiene Dios or­denadas al servicio del hombre, para que conozca y ame más a Dios. Pero entre todas las obras de Dios, la más excelente y Ja que más aficiona al hombre es el beneficio de la Redención, y el habernos dado Dios a su Unigénito Hijo para Maestro y Hermano nuestro y para que no sólo sea nuestra Redención y salud, sino un medio principalísimo para conocer a Dios; y así,ha de echar el hombre el resto de la consideración en contemplar o meditar la vida de Cristo, procurando rastrear por aquí el grande amor que Dios nos tuvo, la gran misericordia que usó con nsotros y, por el consiguiente, la gran bondad que habrá en este Dios, la sabiduría y prudencia en haber hallado un medio tan proporcionado para nuestro remedio y su gloria, y, principalmente, acerca de Cristo debe ponderar cuánto nos ha estimado y amado, cuánto ha heoho y padecido por nosotros y cuántos beneficios nos han venido de su mano.
Para esto debe meditar principalmente estas cinco cosas; La primera, quién es el que padece; segunda, qué padece; tercera, qué grandes son los dolores que padece; cuarta, por quién los padece; quinta, el amor con que los padece. Porque todas estas, son centellas que encienden y abrasan el alma.
Asimismo ha de mirar las virtudes de Cristo, mirando el modo que guardó en su vida y en su pasión, conviene a saber: la obediencia en que vivió y murió, Ja resignación, la humildad y paciencia con que padeció, procurando cuanto le fuere posible imitar éstas y las demás, virtudes; y hase de ejercitar continuamente en estas santas meditaciones, hasta tanto que venga a hacer un hábito y granjear una presencia de Cristo tan ordinaria que siempre tenga a Cristo Crucificado delante de los ojos interiores y esté como transformado en su imagen y virtudes.
Para ayudar a esta consideración ha de leer los libros más devotos que tratan de las consideraciones y meditaciones de la vida de Cristo, y ha de procurar que su oración sea siempre en la humanidad de Cristo, sacando de elIa luz de conocimiento de Dios, y agradecimiento de los beneficios recibidos de su mano, y un gran deseo de imitar sus virtudes y, en particular, un grande afecto acerca de Jesucristo.

TERCER EJERCICIO

Este tercer ejercicio se ordena propiamente al ejercicio del amor o vía afectiva, enderezando este amor a Cnisto nuestro Bien, procurando que nazca de uno de tres principios: o de la consideración de los beneficiofs recibidos de su mano; o del amor con que Cristo tánto nos amó, el cual nos obliga, según el Apóstol, a pagarle con amor; Ckariias Christi urj/et nos, ut qui vivuntjam non sibi vivante sed ei qui pro ipsis maríuus est; (1) La caridad de Cristo nos constriñe... para que los que viven no vivan ya para si, si no para aquel que por ellos murió, (II Cor. V. 4). o, finalmente, este amor ha de nacer de una complacencia amorosa de que Cristo sea quien es, conviene a saber: hombre y Dios con infinita plenitud de perfecciones y gracias, y procure tener, si posible fuera, una inmensa complacencia de que Cristo sea Hijo de Dios y Dios por naturaleza, y repita aquestas palabras: Este es mi Hijo muy amado en quien tengo mis complacencias. (Mat. III, 17). También se ha de ejercitar en aspiraciones de amor, diciendo de esta o semejante manera: «¿Cuándo, Señor, seré agradecido de tanto amor y tantos beneficios? ¿Cuándo pagaré con obras y con amor tanto amor? ¡Oh, Señor; quién se entregase todo a Vos y, ya que no puede pagar lo que debe, pagase lo que puede!
Finalmente, ha de ir, cuándo estuviere bien ejercitado en este ejercicio, procurando sacar de todas las cosas-amor, como lo enseña San Buenaventura, levantando en cada ocasión la voluntad con actos anagógicos a Dios. Pongamos ejemplo en esta palabra: «Padre Nuestro que estás en los cielos, etc.» « iOh, Padre de amor y misericordia! ¡oh, quién fuese fiel hijo y os amase como debe! Que estáis en los cielos, donde sois amado, Señor mío, de los bienaventurados con tanto exceso de gloria. !Oh, quién os amase, Señor, en este destierro sobre todas las cosas! Y lo mismo ha de procurar en cualquiera criatura que el hombre ve, o en cualquiera acción que hace; asi, cuando va a comer, levante el corazón y diga: «¿Cuándo comeré yo, Señor, aquel Pan de hartura, aquel Pan de los ángeles?». O si bebe ¿Cuándo beberé yo aquella agua viva, aquel amor que apaga el amor de todas las cosas de la tierra?».




CAPITULO IX
Del fin de los ejercicios de la segumda jornada, que es la pureza de corazón

El fin a que se ordenan todos estos ejercicios es la pureza de corazón, porque para contemplar a Dios y gastarle espiritualmente, es necesario que primero el corazón esté puro y límpío, según ensenó Cristo Nuestro Redentor por aquellas palabras: Bienaventurados los limpios de corazón (Mat V, 9). Esta pureza de corazón se alcanza primeramente por la continua compunción, por Ja mortificación de las pasiones, de la propia voluntad, propio juicio y propio sentido, y, finalmente, de cualquiera otra cosa en que el hombre se busque a sí. Por donde, hasta que muera el hombre a los deseos y gustos de todas las cosas criadas, no alcanzará perfectamente esta pureza. Para lo cual también es necesario el abstenerse de todas las cosas que no le tocan ni están a su cargo, de los cuidados y solicitud de la demasiada familiaridad y convorcación, y de cualquier ocupación inútil y superflua, y, finalmente, de todas aquellas cosas que distraen y enlazan el corazón, o le pintan y ocupan con sus representaciones e imágenes, principalmente cuando en las tales cosas no se busca la gloria de Dios, o no son encargadas por la santa obediencia.
Por tanto, ha de procurar el alma una santa igual­dad y paz entre las cosas tristes y alegres, prósperas y adversas, y estar con grande libertad, sin apegarse a criatura alguna, sin rendirse a ningún deseo, ni admitir ningunas imágenes ni representaciones de cosas que no sean Dios o encamidadas a El, procurando que su conversación y trato sea solamente con Dios. Y porque esta pureza de corazón es de tanta importancia para la vida espiritual, pondré aqui las palabras que dice un Doctor hablando de ella de esta mañera: «Para alzanzar, dice, la pureza y perfección del corazón, en breves palabras diré muchas cosas. Elige una vida abstraída y solitaria, cuanto tu estado lo permitiere, de toda conversación humana; demás de esto, no solamente de los hombres, sino también de las ocupaciones, de los cuidados del alma, de las pláticas no necesarias y de todos los negocios del mundo te debes abstraer y enajenar, para que así puedas mejor vacar a mí con silencio y humildad de corazón. Deja todos los deleites y gustos de los sentidos, si no fuere en caso de necesidad o enfermedad. Aspira siempre a esta pureza de corazón, y, para que mejor la alcances, pon todos tus sentidos debajo de la disciplina de la mortificación; ten cerrada con gran vigilancia la puerta de tu corazón, y no permitas que entre en él cosa que le inficione, que le perturbe, que le ensucie o que le fatigue. Así mismo has de procurar grandemente tener el entendimiento desnudo y desocupado de las formas e imágenes de las cosas criadas, y el afecto de toda viciosa inclinación y libre de toda criatura, para que así todo tu espíritu junto y adunado se oonvierta a mi y toda el alma se junte conmigo, toda descanse en mí y, trascendiendo toda criatura, a Mi solo y continuamentey sin cesar me mire y me ame, y busque, olvidada de sí, a Mí solo; esto es: mi beneplácito en todas las cosas, tomando y aceptando de mi mano cualquier cosa que yo ordenare de tí, con plenísima abnegación y mortificación de tí mismo, con perfectisima humildad, paciencia y hacimiento de gracias.
Esta pureza de corazón se conserva procurando algún santo ejercicio, con el cual el corazón ocupacdo no dé lugar ni entrada a ningún pensamiento que pueda da manchar esta pureza. Estos ejercici os han de ser, o de santas meditaciones, o contemplación de la vida de Chisto Nuestro Redentor, o de su divinidad, o de continuas aspiraciones.
El corazón humano se ha de purificar y purgar todas estas cosas: Primeramente, del amor de todas las cosas temporales. Segundo, de todo género de intención que no sea recta. Tercero, de cualquiera delectación mundana: Cuarto, del deseo desordenado de agradar a los hombres. Quinto, dé todo pensamiento no solamente malo, sino inútil y ocioso. Sexto, de todo cuidado superfluo. Séptimo, de toda amargura de corazón. Octavo, de toda vana complacencia. Nono, de cualquiera consolación de criaturas. Décimo, de toda inquietud e impaciencia. Undécimo, de cualquier asimiento a la propia voluntad. Duodécimo, de todo propio juicio.
Estos son los ejercicios que propiamente pertenecen a esta segunda jornada, la cual es más larga que la primera, porque los ejercicios de ella, que son mortificar pasiones y granjear virtudes, juntamente crecer más la luz y conocimiento de las cosas divinas, piden más tiempo. Pero hase de advertir que, aunque en esta segunda jornada el pan cotidiano sean los ejercicios que ahora acabamos de decir, pero no por eso se han de dejar los ejercicios de la primera jornada, principalmente la continua compunción y contrición de los pecados; de la cual se sacan dos grandes frutos para el alma. El primero es que por aquí se alcanza más brevemente la pureza de corazón que por otro medio ninguno. El segundo, que el tilma cada día más se va fundando en el propio conocimiento, en el temor de Dios, en él odio y aborrecimiento de sí mismo, que son las piedras fundamentales del edificio espiritual; y así, estos ejercicios nunca sé han de perder dé vista, por muy aprovechada que esté un alma.
Cuánto tiempo hayan de durar los ejercicios de esta segunda jornada, difícilmente se podría dar regla, porque no todos igualmente ni con igual estudio tratan destos ejercicios. Regularmente podríamos decir que el tiempo de seis, u ocho meses sería suficiente para aprovechar medianamente en semejantes ejercicios y pasar a los de la tercera jornada, que son más espirituales y más nobles; aunque así como en la se­gunda jornada no se han de dejar los ejercicios de te primera, así en la tercera no se han de dejar estos que son propios de la segunda, especialmente que siempre hay que arrancar raices de pasiones y perfeccionarse en el ejercicio de las virtudes hasta que estas se hagan cosa amada del alma y se ejerciten no sólo con faci­lidad, sino también oon suavidad y gusto.


CAPITULO X
De la tercera jornada

Ya es tiempo que el verdadero solitario, después de haber ejercitado sus sentidos interiores y exteriores, y dándoles pasto, según los ejercicios dichos en la primera y segunda jornada, como otro Moisés, Pastoree el rebaño hacia la soledad; esto es, que encamine todas sus potencias a lo más interior del desierto, que son a los ejercicios más interiores, más altos y más espirituales que hasta aquí, y que comience ya a tratar de una íntima unión y transformación de su alma en Dios.
Los ejercicios más propios para llegar a esta unión con Dios son en dos maneras: unos los que pertenecen a la voluntad, y consisten en unos vivos y encendidos deseos de unirse y transformarse con Dios. Los se­gundos son propios del entendimiento, y estos consisten en el conocimiento y contemplación de Dios, de sus divinos atributos y perfecciones. De estos tratare­mos brevemente, y después diremos de los primeros.
Cuando Dios mira un alma purgada y adornada con la pureza del corazón y las demás virtudes que la acompañan, como son humildad, paciencia, mansedumbre, castidad y justicia, entonces, como Padre de misericordia y bondad, le infunde un rayo de particular luz e inteligencia, para que más alta y profundamente le pueda conocer y contemplar, como elegantemente escribe el Cartujano:
Cuando Dios encuentra un alma purificada por la hamildad, paciencia, mansedumbre, castidad, justicia, etc., y adornada de todas las otras virtudes morales, anhelante de verdad, ansiosa de refrige­rarse en la fuente de la sabiduría, de modo que pueda penetrar con más agudeza las cosas de la y sus razones para que pueda cantar con alegría aquello del salmo 15: «Bendeciré al Señor que me ha con­cedido la inteligencia». Cuan grato y digno de ser deseado, lo dice el Profeta. Ps. 93. «Dichoso el hombre a quien tu enseñares, Señor y a quien adoctrinares en tu ley». Por lo que el Apóstol San Juan es­cribe de estos que ya están purgados; La unción del Señor les ense­ñará todas las cosas-. (Carth. De Fonte lucis, c VIII).
Diremos brevemente cuál haya de ser la materia de contemplación de esta tercera jornada, dejando aparte otras muchas cosas que más largamente dijimos en el libro cuarto «De Contemplat. Div.» Ahora, para mayor brevedad y claridad, distinguiremos la materia o, por mejor decir, los grados de contemplación en que se deben ejercitar los que caminan por esta terce­ra jornada.
El primer grado consiste en la contemplación de nuestra alma, que como es imagen de Dios, fácilmente por ella se levanta nuestro entendimiento al conoci­miento del mismo Dios. El principal espejo quo hay en esta vida para ver a Dios es el alma racional, y si, como dice el Apóstol: « Lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, se alcan­zan a conocer por las criaturas» (Rom. I, 20) en ninguna criatura hallaremos más expresas pisadas de lo quo es Dios; y así, el que quisiere ver y conocer a Dios, limpie y purifique el espejo de su alma, y comenzará por aqui, mediante un rayo de la divina luz, a conocer a Dios.
Por esto decia David: Sobre manera admirable es para mi tanta ciencia (Ps 148, 6).Y el glorioso Padre S. Agustín, que fué muy versado en este ejercicio de conocer a Dios por nuestra alma, dice de esta manera: Pues ¿qué amo yo cuando amo a mi Dios? ¿Quién es aquel sobre la cabeza de mi alma? Por mi alma subiré a El. Excederé mi fuerza propia, con la cual estoy sujeto a mi cuerpo y por la que le doy vida. Y más abajo (c. 27). Tarde te amé belleza tan antigua y tan nueva: tarde te amé y tú eres intima a mi, y yo te buscaba fuera de mí, y yo me afeaba con la belleza de las criaturas: estabas conmigo y yo me iba de contigo, me detenian alejado de tí las cosas que sin tí nunca habrían existido.
Y porque más largamente tratamos de este género de contemplación y del modo como prácticamente ha­bernos de subir del conocimiento de nuestra alma al de Dios, en el libro cuarto «De Contemplat. Div.»,c. II, et III, aquí no diremos más.
Aquí, en este estado, ha de procurar ejorcitarse muy de ordinario en la contemplación de la Pasión y vida de Cristo Nuestro Redentor, con un modo más alto y más intelectual que los que caminan por la se­gunda o primera jornada, contemplando las infinitas perfecciones de Dios como resplandecen en la Santí­sima Humanidad de Cristo, y, juntamente, los inmen­sos beneficios que por medio de Cristo habemos reci­bido de Dios; finalmente, las maravillosas virtudes que en Cristo florecieron, procurando imitarlas con toda diligencia y cuidado.
Puede también en este estado ocuparse en la con­templación de las perfecciones divinas, poniendo in­mediatamente los ojos, mediante la divina gracia, sin subir por las escaleras de las criaturas, en Dios, La materia de esta contemplación la declaró brevemente Dionisio Cartujano poniendo todas las cosas que po­demos contemplar en Dios:
Cómo, dice, Dios sea bondad pura, verdad sempiterna, uni­dad simplicisima, acto puro, omnipotente virtud, santidad ejemplar, sabiduría eternal, causa y razón ideal de todas las cosas. Norma pri­mera de toda rectitud, justicia verdad y virtud.
Ser en quien existe toda nobleza, toda belleza, toda justicia, la más sublime caridad, la más absoluta libertad, toda perfección sin medida y fin, pero unida a la mayor simplicidad, de tal modo que todas estas cosas se identifican en Dios, viniendo a formar una uni­dad, la misma unidad de Dios, o sea, su simplícísimo y riquísimo ser, tan infinita e incomprensiblemente perfecto, que comprenda todas estas cosas en un grado eminentísimo, todo lo cual puede contemplarlo aqui. (De fonte lucis c 11).
No es ajena de este eátado la contemplación pro funda de la Santísima Trinidad, la cual a pocos es co­nocida, sino es a almas purísimas y muy ejercitadas en la divina contemplación. La materia de esta con­templación es también altísima, como lo es el objeto, la cual brevemente declaramos en nuestro lib. III «De Orat. Div»., por estas palabras:
 A esta clase de contemplación pertenece considerar de qué manera se verifique en Dios, ser simplícísimo, el concepto de gene­ración, cual es la emanación del Verbo Eterno del Padre, quien cono­ciéndose y contemplándose en un acto infinito, forma en si y profiere al Verbo Eterno. Pues bien, lo que de sí y en sí conoce y ve, esto ha­bla ad intra y produce y, como en un único acto conoce perfcctísimamente a si mismo y a todas las cosas; por eso con una palabra inter­na—a saber, la generación mental—se expresa a sí mismo y a todas las cosas ad intra y engendra a el único Verbo, que es su perfecta y natu­ral imagen, su resplandor, su Hijo, el ejemplar, de todas las cosas, por tanto la razón e idea arquetipa de todo el mundo, de quien dice San Agustín: quien negare el mundo negará también su arquetipo y al Hijo de Dios. De aquí es que el Verbo Eterno tiene la misma natu­raleza que el Padre, y tiene revertida toda su majestad y perfección; que por eso afirma San Agustín en el lib. V de Trin.:
«El Padre, como diciéndose en una palabra, engendra al Verbo igual a sí mismo». Pero no para aquí, sino que también pertenece a esta clase de contemplación considerar  de qué manera el Hijo y el Pa­dre, mirándose mutuamente, amándose incomprensible y suavísimamente, producen y aspiran ad intra al increado, pleno e infinito amor, proporcionado a su facultad infinita que es amor unión de entram­bos. Pues bien, al modo que es el Verbo la emanación del entendi­miento, así es el amor la emanación de la voluntad. Por fin pertenece a esta clase de contemplación considerar cuan verdaderamente feliz y dichosísima sea la vida de esta Beatísima Trinidad, de qué manera estas tres venerabilísimas, sublimísimas, santísimas  personas mutua­mente se contemplen y comprendan, de qué manera se amen mutualmente con ardentísimo inmenso amor, de qué manera se complazcan mutua y perfecíísimamente y se gocen felicísimamente, y qué comu­nicación tan plena exista entre ellas, y qué gloriosísima coexistencia eterna. (lib. III de Orat div. c. XV, 3)
Otros objetos hay, los cuales, en la contémplación de la Santísima Trinidad, inflaman nuestra voluntad y aumentan la devoción, y que, supuesta la voluntad de nuestra fe, más fácilmente se entienden y con más fruto se contemplan y con más suavidad se gustan y, lo que más importa, ayudan para que nuestra alma esté más fija y encendida en el amor de Dios, de los cuales tra­tamos más largamente en el lib. 4 «De Contempl. capítulo XVII».



CAPITULO XI
Del modo de caminar a la unión con Dios por la vía afectiva

Habemos tratado de los ejercicios más nobles del entendimiento, que son los de la contemplación de las cosas divinas, como de un medio principal para venir al perfecto amor de Dios, porque es cierto que al más perfecto conocimiento de Dios se sigue más perfecto amor del mismo Dios. Ahora resta que tratemos de otro camino de la voluntad, el cual es más breve para llegar no solamente a la pureza del corazón, sino tam­bién a la más perfecta unión con Dios, el cual propia­mente consiste en oraciones jaculatorias, o actos anagógicos, que son los principales ejercicios de la parte afectiva.
Pero, es desadvertir que a estos ejercicios afectuo­sos puede preceder no solamente el conocimiento al­canzado por contemplación, sino también el que se tiene por fe, la cual nos enseña que Dios es infinita­mente amabilísimo, dulcísimo, y algunas veces, sin conocimiento alguno particular de lo que es Dios, solo con una noticia general y confusa de El, sin tener co­nocimiento particular de las perfecciones o atributos divinos, el alma se ejercita más vivamente en actos anagógicos, aspiraciones y vivos deseos de unirse y juntarse con Dios, habiéndose en este camino como el ciego que se asienta a la mesa a comer, que no trata tanto de ver los manjares cuanto de gustarlos y co­merlos. Así el alma que camina por este camino, asen­tada una vez en esta verdad que la fe nos enseña, que en esta vida no podemos conocer a Dios como El es, por ser inefable e incomprensible, y nuestro entendímiento muy corto y desproporcionado para conocerle, y que, juntamente. Dios es infinitamente digno de ser alabado y amado, con este conocimiento general de Dios hase de levantar, sin acordarse más de conoci miento alguno particular, con aspiraciones y encendi­dos deseos de Dios, deseando hacerse una misma cosa, una misma voluntad y un mismo espíritu con El. Pero se ha de advertir mucho que, aunque el princíp ejercicio de esta tercera jornada sea el que habemos dicho, no por eso so excluyen otros ejercicios de particulares conocimientos de Dios y de Cristo Nuestro Redentor, y de los actos de las virtudes; y así, cuando se sintiere tibio, debe procurar inflamarse y levant el corazón mediante cualquiera noticia y conocimiento que más a su propósito le haga para encender este fuego en el corazón. Pero, después de encendido, de dejar estas noticias particulares y entrar en ejercicio de los actos anagógicos, porque poco a poco y en breve tiempo irá experimentando en una sed y hambre de Dios, y de estos actos sueltos e interrum­pidos subirá en breve a un acto continuo de amor y a una pura contemplación, hasta tanto quo llegue a la perfecta unión con Dios.




CAPITULO XII
Donde se ponen algunas inspiraciones propias destos que caminan por esta tercera jornada

Para qne más fácilmente pueda estar versado en este feliz ejercicio de las divinas aspiraciones, pondre­mos aquí algunas, que serán como forma y ejemplo, para que cada uno halle otras semejantes a ellas, se­gún que el amor divino le inflamare:
Oh, cuando moriré a mí mismo de un modo perfecto para verme libre de todas las criaturas. Oh, ojalá que fuera verdadera­mente manso y humilde de corazón, y 'verdadero pobre de espíritu. Dame, Señor, que mediante una perfecta renuncia a mi mismo, por la total mortificación de todos los vicios, logre conseguir un perfecto amor de Tí. Tu mandaste que te amase, pues dame lo que me mandas y mándame lo que quieras; concédeme que te ame con todas las fuer­zas de mi corazón. Dígnate reparar mis fuerzas con las tuyas. Lim­pia mi inteligencia y púrgala de toda imagen de cosa vana y caduca. Otórgame que sepa vivir en mi intimidad con Dios. Concédeme que mediante la estabilidad de mi pensamiento, y claridad de juicio, y fervor de amor pueda siempre correr en tí. Oh buen Jesús, oh espe­ranza mía, oh refugio mío, oh amado, oh amado, oh amado, oh el más amable de cuantos son amables, oh mi único amor, oh esposo florido, oh esposo dulcísimo, oh dulzura de mi corazón, oh vida de mi alma, oh esencia de mi ser, oh feliz descanso de mi espíritu, oh mi deseado consuelo y sincero gozo, oh encantador día de lo eternidad y serena luz de mis intimidades, oh mi llave esplendorosa y apacible heredad, oh amable principio mío y suficiencia mía. Dios mío. ¿Qué puedo desear si no eres tú? Tú eres mi verdadero y eterno bien. Pues arrebátame en pos de tí, para que siga constantemente tus huellas atraído por tus vivificantes perfumes
Prepara amado mío, prepárate una amena y grata morada en mí para que vengas a mí y puedas establecer tu habitación. Mortifica y aleja de mí cuanto te desagrada. Apártame de todas las cosas más bajas que tu. Hazme un hombre según tu corazón, hazme conforme a tu sagrada Humanidad. Hiere las intimidades de mi corazón con los dardos de tu amor. Embriaga mi espíritu con el vino de tu perfecto amor, unidme a vos y transformadme en vos para que podáis tener vuestro regalo conmigo.

Grande es el fruto que se sigue en el alma con la frecuencia y continuación de estas aspiraciones, por­que, como habemos significado más arriba, no hay medio más eficaz para conseguir perfectamente el amor divino. Con este ejercicio enciende el Espíritu Santo un fuego en nuestra alma con que nuestros pe­cados son purgados, enfrenadas nuestras pasiones y todas las tentaciones vencidas con un modo maravi­lloso, porque entrándonos en Dios por estos saltos de amor, fácilmente huimos los golpes del enemigo, y nuestra carne queda tan debilitada en sus operaciones y gustos que nadie lo creerá sino quien lo experimente. Y para decir en una palabra todas las utilidades destas divinas aspiraciones, bastará decir que con este ejercicio, por ser de caridad y de amor, trae consigo el ejercicio y afecto de todas las virtudes; con éste el alma se ptirifica, se ilumina, se inflama y casi toda está transformada en Dios.



CAPITULO XIII
De otros avisos necesarios para los que caminan por estos ejercicios

El primer aviso sea, que aunque estas aspiraciones sean tan provechosas como habernos dicho, pero es necesario que use con prudencia y discreción de este ejercicio. Lo uno, porque con violencia debilitan mu­cho las fuerzas y cabeza. Lo otro, porque no le acaez­ca que, olvidado del ejercicio de las virtudes morales, se halle cuando menos se piense sin ellas y sin lo que pretende; y así, ha de ejercitarse y salir destos actos, con que se entra en Dios, al ejercicio de las vir­tudes y actos de ellas, en particular de la humildad, de la resignacióh, del agradecimiento, y a mirar la vi­da de Cristo y, particularmente, el grande amor que nos tuvo, que es la materia más propia de la vía uniti­va, porque habiendo esto, sin duda, cuando vuelva a entrarse en Dies con el ejercicio del amor unitivo, estará mucho más dispuesto y más asemejado a Dios, y, por
el consiguiente, más dispuesto a la unión y transformación del alma; por donde los  no salen a este ejercicio de virtudes, suelen parar a un fals ocio y quietud natural, y asi les parece que está su alma con descanso y sosiego y muy cerca de Dios como quiera que no lo está sino de sí mismo, y muy lejos de las verdaderas virtudes; y así, es necesario que se vayan renovando en el alma alternative estos dos ejercicios, conviene a saber, el amor unitivo y el ejercicio de las virtudes y de la mortificación de si  mismo, mirando para esto por dechado la vida de Cristo Nuestro Redentor.
El segundo aviso sea, que en este camino procu mirar de ordinario a Dios con una simple vista, sii otros discursos, como a una fuente y abismo de toda perfección y de todo amor criado, y como un ente y sustancia incomprensible, y que infinitamente exce­de a todo aquello que nosotros podemos entender del mismo Dios; y deléitese y tenga una complacencia casi inclusa de que su Dios sea infinitamente amado y dig no de infinita gloria y honra.
Haga también actos de amor, holgándose de todas las perfecciones divinas, descendiendo particularmente a alguna dellas, como son de que sea infinitamente bueno, sabio, poderoso, etc.; y desee que sea adorado y glorificado de todas las criaturas del cielo y de la tierra, y que todos los Santos del cielo y todas las criaturas del mundo le conozcan, le honren, le adoren y amen.
Duélase de los pecados y ofensas que se han cometido y cometen contra un Dios tan bueno, y particularmente de los suyos, y ofrézcase en sacrificio de amor, resignándose en las manos de este gran Dios, para que haga en él su santísima voluntad en el tiempo y en la eternidad.
Finalmente, el principal ejercicio desta jornada consiste en dos cosas, las cuales parece que incluyen a todos los demás ejercicios que son: la primera, una aversión de todo lo temporal y sensible por medio de la contrición, mortificación y abstracción de todas las cosas, en las cuales cosas diremos que consiste la pu­reza del corazón, y esta aversión se ejercita dando un hombre pie a todas las criaturas y como volviéndolas las espaldas, renunciando a todas ellas, diciendo aque­llas palabras de David: Y rehusaba mi alma todo consuelo (Ps. LXX, 3)- o aquellas Volaría a un lugar de reposo, huiría lejos y moraría en el desierto (Ps. LV-8; Vulg. LIV),o las de Job: Por eso prefería la muerte a estos tormentos (Job., VII, 5).  etc., con las cuales parece que un hombre se despide, da el último adiós a todos los gustos, contentos, tratos y familiaridad de las cosas de la tierra.
La segunda es una fuerte conversión a Dios me­diante las aspiraciones y ejercicios que habemos dicho. Estos son los dos nortes entre los cuales de ordinario se ha de caminar en esta tercera jornada. Pero, para que mejor se alcance esta unión, ayuda también, como habemos dicho, el ejercicio de las virtudes y el tener siempre los ojos en la vida de Cristo Nuestro Reden­tor y en sus perfecciones santísimas.




CAPITULO XIV
Donde se ponen unas advertencias para los que acabando el año del desierto se vuelven a sus conventos

Ya se supone que los que van al santo Desierto por un año, al fin de él han de volver a sus propios conventos, o al que el Superior le señalare. Pero se presume que han de volver mejorados, renovados y ricos de virtudes y dones, porque esta es la intención de la Religión, la cual por este tiempo se priva del emolumento y servicio que podía tener de sus hijos, para recuperarlos después con logro y ganancia espi­ritual de la misma Religión; porque en lugar de un hijo, por ventura imperfecto y de poca virtud de que se priva, recibe después un hijo aventajado, perfecto en las virtudes y ejercitado en la obediencia y puntual observancia de su Instituto, de quien puede esperar que con su ejemplo y fervor ayudará a todos los de­más de aquel convento, que, como por experiencia se ve, un buen religioso y de veras observante basta para promover a otros muchos a esto mismo; y asi, per­suádase el ermitaño que si no sale del desierto tan aprovechado que pueda ayudar a otros con su ejem­plo, que no ha hecho ni cumplido con el intento y fin que la Religión tuvo en enviarle al desierto. Demás, que podrá ser, cuando faltare en esto, que haga más daño a otros que otro cualquiera religioso de la co­munidad, porque uno que viene del Santo Desierto remiso y tibio y tan inmortificado como se fué, arguye o que ha sido muy flojo y negligente, o que la vida del Desierto no es suficiente para perfeccionar a los que la profesan, con que se les quita la gana a otros ­de ir al Desierto; por donde, así lo uno como lo otro hace daño en la comunidad.
La primera cosa que han de procurarlos ermitaños mientras están en el desierto, ha de ser ejercitarse de tal manera en la oración mental que no salgan de esta escuela sin que aprenda primero, por práctica y teoría, qué cosa sea oración y el modo con que sé ha de ejercitar en ella, porque el que saliere fundado en este ejercicio de oración, ese tal durará en los ejercicios de la vida espiritual. Porque la oración es la vida que nos sustenta y la que nos da fuerza y vigor para per­severar en el cumplimiento de nuestras obligaciones; y, por el contrario, el que saliere sin oración del De­sierto téngase por perdido o, a lo menos, por inútil para la Religión.
Segundo, antes de salir del Desierto considere pro­fundamente sus inclinaciones y pasiones, en cuáles cosas solía faltar antes de venir al Santo Desierto, en cuáles experimentaba más flaqueza, y ármese, habién­dose encomendado a Dios una y muchas veces, con firmes propósitos y resolución de no hacer semejantes cosas, o ponerse en ocasión de faltar en sus propósi­tos, y consejo de su Superior; haga algunos votos pe­nales antes de salir del Santo Desierto, porque este suele ser un grande freno para no faltar en nuestras obligaciones, y vaya renovando de tiempo en tiempo estos votos y propósitos.
Tercero; cuándo entrare en los conventos no parezca que viene, a reformar a los otros, ni en sus pala­bras muestre que es más, o entiende más que los otros, antes debe estimarse en menos, si tiene verdadera humildad. En lo exterior acomódese con los demás, guardando siempre su modestia, sin soltarse con más libertad de lo que la modestia religiosa pide; y persuádase que, si ha de hacer algún fruto, ha de ser más con el ejemplo, conviene a saber, en ser continuo y el primero en los actos de comunidad, en ser humilde y obediente a su Superior, en el ayudar siempre en las cosas que son de más perfección, que con muchas pa­labras y razones, que de estas hartas oyen cada día los religiosos. Obras, obras son las que hacen al caso, juntas con un celo moderado y prudente de las cosas de la Religión, que al fin, el que es hijo fiel de la Religión no puede dejar de celar y sentir las culpas que en ella se cometen y las relajaciones que se introdu­cen, y así, es necesario que en las ocasiones, sin temor del qué dirán, proponga con humildad y modestia lo que siente, y, si ve que no aprovecha, escríbalo al Su perior.
Finalmente, considere que ha de ser un dechado y espejo de los demás y, como tal le han de mirar todos, y viva siempre en ese cuidado, con que hará provecho a otros, y, lo principal, glorificará a Dios, al cual sea la gloria y honra. Amén, amén.

LAUS DEO




[1] Porque la fascinación del vicio corrompe el bien, el vértigo de la pasión pervierte la mente sana. (Sab. IV, 12).
[2] Así la atraeré y la llevaré al desierto, y la hablaré al corazón, (Os. XI, 16),
[3] Volaría a un lugar de reposo, huiría lejos y moraría en el desierto. Apresuraríame a salvarme del viento impetuoso de la tem­pestad. (Ps. LV, 8-9; Vulg: LIV)
[4] Y alzando ellos los ojos no vieron a nadie, sino sólo a Jesús. (Mat. XVll, 8).
[5] Se separó de ellos. (Luc. XXII, 41).
[6] Voz del que clama en el desierto. (Mat. III, 3),
[7] Enoc fué trasladado a la soledad del Paraíso.
[8] Bajo el árbol de encinar estaba Abrahan cuando, vio tres y adoró a uno. De este texto hay que notar: 1° que no existe tal como lo trae el P. Tomás. 2.° que sí existen elementos para formarlo (Gen. XVIII, 1 y siguientes). 3,° que el «Tres vidit unum adoravit» es comentario de la Liturgia Romana, (Brev. Rom. Dom. quincuag. resp. 2).
[9] El fin de la ley es el amor. Rom. XIU, 10. El verdadero texto de San Pablo es:  Plenitudo ergo legis est dilectio; El amor es el  cumplimiento de la ley.
[10]  Ay del solo, que si cae, no tiene quien le levante ( Eccles. IV, 5)
[11] En el desierto muy fácilmente nace la soberbia por la libertad que existe en obrar según el propio parecer. (Ad Rusticum Monachum ante med. epist. 4).
[12] No podrán hacer lo que quieran sino lo que se les ordene, habrán de tener únicamente lo que se les concediere a uso, deberán respetar al Superior del monasterio y asi conseguirán servir y amara Dios con filial amor (loc. cit).
[13] Como a niños en Cristo os di a beber leche. (1. Cor. lll, 1)
[14] El manjar sólido es para los perfectos, (Hbr. V, 4)
[15] No recibáis en vano la gracia de Dios. (II Cor. VI, 1).
[16]  Tiene hecha la mitad de la obra el que la he comenzado.
[17] De Dios viene mi protección y mi gloria. Dios es mi fuerte roca, mi auxilio. (Ps. LXIl, 8 Vulg. LXl).
[18] Lávame de mi iniquidad y limpíame de mi pecado pues co­nozco mis culpas, y mi pecado está siempre ante mi. (Ps. LI, 4-5; Vulg. L).
[19] Falso administrador, dá cuenta de tu administración  (Luc. XVI,2).
[20] Debían hacerse estas cosas más sin que nos olvidáramos de las otras. (Mat. XXIII, 23).
[21] Viendo en él a Cristo que lo ha hecho superior (Reg. Exhortatio fratrum ut Priorem suum honorent).
[22] Manifestadle sus secretos (Ps. LXII, 9; Vulg. LXl)

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