El justo vivirá por su fe
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PROLÓGO
Una de las miserias
mayores de estos tiempos, que como vemos son muchas y muy graves, es haber dado
el mundo en dos extremados errores. El uno y mayor es de los herejes de esta
edad, que contentándose con el nombre de la fe
sola no pasan más adelante a buscar el espíritu y vida de ella, que es
obrar conforme a lo que nos enseña. Cosa cierta es que la fe no solo es luz
clara y fiel, infundida por Dios en nuestras almas, para darnos noticia del
camino seguro para la bienaventuranza y felicidad eterna, sino también una como
oficina general dónde tuviésemos propio
y saludable remedio para curar las llagas causadas en nuestras almas por el pecado. Pero la mala disposición
de los hombres es causa que tomen motivo para pecar de nuevo de lo que Dios
ordenó para destruir el pecado. Y lo que les había de dar mayores espuelas para
la virtud les sea ocasión para vivir más a su gusto y placer, excusándose del
trabajo de las buenas obras con lo que había de ser espuelas para ellas. Y así
es permisión divina se les convierta en ponzoña lo que Dios instituyó para
medicina y remedio, y que por el mal uso de la fe,
contentándose con la superficie y corteza, vengan por divinos juicios a
que justamente sean privados de ella, ya que lo que por su naturaleza les es
luz y verdad, sea en ellos ignorancia y tinieblas.
Pero dejando esta
gente como ciega y falta de conocimiento de la verdad, no es menos de llorar el
otro extremo que hoy vemos en el pueblo cristiano, que teniendo en las manos la
verdadera fe, que no es otra cosa
sino una antorcha de nuestra vida, la tienen muerta, aprovechándose tan mal de
ella, como si este conocimiento no fuese inspirado de Dios, para por medio del
cumplimiento de sus mandamientos conseguir la felicidad eterna. Y lo que es
mayor compasión, es que esta plaga se halla también en su manera en gente
espiritual que trata de ejercicios más altos, cuales son oración y mortificación,
los cuales de ordinario hacen más pie en sus imaginaciones y devociones, que en
el fundamento firme y sólido de la fe.
Y así como gente que levanta edificio sobre arena, son fácilmente
derribados por los contrarios vientos y tentaciones que en esta vida se
ofrecen.
Pues para remedio y
medicina, así de los unos como de los otros, ninguna cosa me pareció más
necesaria que descubrir en un breve tratado la necesidad del buen uso de la fe, y cómo se ha de
avivar, dándole vida, así con nuestra consideración como con nuestras obras,
mostrando juntamente la práctica cómo se ha de usar de ella. Negocio
importantísimo por ser, como adelante veremos, la fe
la sustancia y sustento de la vida cristiana, y la guía cierta para la
eterna. Demás que por este camino viene el hombre, no solo a conocer la
dignidad y excelencia de la fe, sino también a
hallar en ella un provechosísimo y suavísimo pasto y mantenimiento con la viva consideración de
estas verdades, que son las más altas y más divinas que
en esta vida se pueden alcanzar. Y pues en estos tiempos por justos juicios de
Dios y por los pecados del mundo tantos hombres han perdido el camino de su
salud, por contentarse con sola la fe
muerta, ninguna materia viene más apropósito de las necesidades
presentes, que la que sirve para avivar la fe,
cuya vida consiste en las obras, y cumplimiento de la divina voluntad,
el cual propiamente llámala Escritura sustento y manjar del justo: que es lo
que claramente significó el Profeta Habacuc en el cap. II, cuando dijo: El justo vive y se sustenta de la fe.
LIBRO PRIMERO
Donde se declara qué cosa sea fe divina,
cuántas maneras hay de fe
y cómo el justo se sustenta de ella
CAPÍTULO I
Qué cosa sea fe divina
Para que mejor se entienda
este tratado, me pareció primero declarar en el principio de él, qué cosa sea fe divina, y cuántas
maneras y diferencias hay de fe.
Fe divina es una lumbre sobrenatural que el Espíritu Santo nos infunde en
nuestro entendimiento, la cual le inclina eficacísimamente a creer los
artículos de la fe, y todo lo demás
que la Escritura y la Santa Iglesia nos proponen, con mucha más firmeza y
certidumbre que lo que se ve con los ojos, y palpa con las manos. Porque a la
manera que el hábito de la caridad inclina nuestra voluntad a amar a Dios sobre
todas las cosas, puesto caso que no le veamos; así el hábito de la fe inclina nuestro
entendimiento a creer todos los artículos de la fe, aunque no los
comprendamos y apeemos con nuestra razón y discurso. Esto se ve claramente en
la fe de los santos
Mártires, de los cuales muchos eran personas simples y sin letras, como lo eran
las mujeres, las cuales sin saber teología, mediante este hábito de fe, esto es, mediante
esta luz interior del Espíritu Santo, estaban tan certificadas y tan firmes en
el conocimiento de la verdad, que se dejaban asar y despedazar sus carnes por
ella.
Para lo cual es de
saber, que, como dice santo Tomás (2,2, q.
8, art. 2), unas cosas
hay en la Escritura que derechamente pertenecen a la fe, como son el
misterio de la santísima Trinidad, Encarnación y Eucaristía: otras que son de fe indirectamente, como
dicen los teólogos, que no exceden nuestra capacidad, cuales son las demás
cosas que la Escritura nos dice. Estas creémoslas porque la Escritura las dice,
y entendémoslas y comprendámoslas muy bien, como que
nació Cristo en un portal, que padeció, murió y resucitó. Pero los misterios
que derechamente pertenecen a la fe, estos no solo los creemos porque no los vimos, sino que exceden todo
nuestro sentido, y aunque no lo entendamos, creémoslos, porque Dios lo dice.
De dónde vinieron a
distinguir los teólogos dos especies y partes de fe, una que llaman
especulativa, que es la que nos da conocimiento de Dios, de sus perfecciones altísimas
, del secreto de la Trinidad santísima, de la Encarnación y de otros misterios
semejantes. Llámese fe especulativa,
porque solo pretende darnos luz y conocimiento de estos misterios. Otra es
práctica, cuyo oficio es ordenar el conocimiento de Dios y de las cosas divinas
a obrar. Esta, dice san
Jerónimo, es cuando enderezamos las
cosas que la fe nos enseña al provecho de nuestra alma, y san Pablo (Colos. I): Rogamos al Señor que vengáis
a conocer en toda su santa voluntad, para que conociéndola, procuréis darle
gusto en todo, haciendo en todas las ocasiones frutos de buenas obras,
creciendo en todas las virtudes, especialmente en la paciencia y longanimidad.
Esta fe práctica es la que
nos da luz de los mandamientos divinos, de los consejos y de las demás
virtudes, y de los medios diversos para llegarnos más a Dios, y la que nos
inclina al cumplimiento y obediencia de la voluntad divina.
Otras diferencias
hay de fe, conviene a saber, viva y muerta, de que trataremos
más adelante en este libro. Basta saber por ahora, que nuestra intención es
tratar de la fe divina en cuanto
nos inclina y mueve a creer certísimamente todas las cosas que Dios nos propone
por la Escritura Sagrada y la Iglesia,
que es lo que vulgarmente decimos todo lo que es Palabra Divina. Debajo de esta
fe se comprenden así
los misterios sobrenaturales, que exceden toda nuestra capacidad, como son el
de la Trinidad santísima, Encarnación del Hijo de Dios y otros semejantes , como
también las cosas que la Escritura
Sagrada nos propone, las cuales no sobrepujan la facultad de nuestro
entendimiento, cuales son todas las demás cosas que la Escritura Sagrada nos
dice y propone para nuestra enseñanza y doctrina, como que los vicios se han de
aborrecer, y amar las virtudes, y otras semejantes que no exceden nuestra
capacidad. Pues así de las unas como de las otras cosas, que pertenecen a la fe, conviene a saber,
de las que exceden nuestra razón y de las que son conformes a ella, diremos en
esta primera parte, pues de ambas partes de la fe se sustenta el
justo, como adelante veremos.
CAPÍTULO II
Como la fe divina según su principal parte nos inclina a creer cosas que son sobre todo sentido
Hablando con
propiedad y rigor, la principal razón y esencia de la fe es ser un hábito
que nos inclina a creer aquellas cosas que son sobre todo conocimiento y
sentido del hombre. Por sentido entendemos no solamente estos cinco sentidos
exteriores, porque claro está que la fe
es sobre todo lo que acá corporalmente podemos sentir, sino también sobre los cinco sentidos interiores[1]; porque, como dice san Agustín,
y la experiencia misma lo enseña, tiene el alma otros cinco sentidos interiores
con que ejercita espiritualmente otras cinco operaciones proporcionadas a las
de los cinco sentidos exteriores, que son ver, oír, gustar, oler y tocar, de
las cuales se hace mención en la Escritura Sagrada. De la vista: Ve que yo
soy solo el Señor (Deut. XXXIII).
Veis aquí la vista espiritual. Del oído: Oye, hija, y ve (Psalm. XXXIII). Del gusto: Gustad,
dice, y veréis cuan suave es el Señor. Del olfato: Caminaremos, Señor, en pos de la fragancia de
vuestros olores (Cant. I).
Del tacto: La mano del Señor me tocó (Job).
De estos sentidos
interiores habla san Agustín (Lib.
I Conf., c. 6) por estas Palabras:
¿Qué amo, cuando a Dios amo? no hermosura de cuerpo, no resplandor de luz que
deleita nuestros ojos, no melodía de voces y olores dulcísimos de flores: no maná,
ni miel, ni otras cosas sabrosas al gusto, o deleitables al tacto, ni otra cosa
alguna que esté sujeta a nuestros sentidos. Y añade san Agustín, que en lo interior de su alma veía una luz
sobre toda luz, oía una Palabra eterna, olía un olor diferente del que acá se
siente, y gustaba un manjar que le daba continua hartura, y un abrazo de
continuo amor. Todo esto amo, dice, cuando amo a Dios.
De manera, que en
Dios halla el sentido interior de la vista luz, el oído música, el olfato olor,
el gusto comida, y el lacto abrazo de Dios.
Pues sobre todos
estos sentidos interiores, que son las operaciones comunes de nuestra alma,
está el acto de la fe, y es superior a
todos ellos, y es sobre todo lo que puede percibir el sentido interior : porque
es sobre todo lo que el entendimiento puede ver, y la voluntad tocar, gustar y
experimentar. Porque el objeto principal de la fe
es el mismo Dios como es en sí, el cual no cae
debajo de ningún sentido, sino que por la fe
se conoce este Dios, y así dice san Dionisio, al cual signe santo
Tomás (2, 2, q. 18, art. 5 ad 1): Si alguno viendo a Dios entendió lo que había visto,
este tal no fió a Dios, sino alguna cosa del mismo Dios. Lo mismo dice san Gregorio: Cuando
de Dios entendemos alguna cosa, no es aquello que entendemos el mismo Dios,
sino antes inferior a él; y trae aquella autoridad de Isaías (cap. VI), dónde
dice que vio a Dios sobre un trono levantado, y vio juntamente que todas las
cosas que estaban debajo de Dios eran las que llenaban el templo, conviene a
saber, del alma. Y por esta razón dice santo Tomás, que en esta vida tanto más
perfectamente conocemos a Dios, cuanto más entendemos excede cualquiera cosa
que nosotros podemos comprender con nuestro entendimiento, pues este es el
conocimiento de fe, como allí enseña santo Tomás, conocer que este Dios es sobre todo lo
que podemos entender y experimentar del mismo Dios, y así mediante el acto de
la fe queda el alma en una docta ignorancia de Dios, que es lo mismo que
llaman los teólogos conocimiento por negación[2]. Por dónde si con atención lo miramos, hallaremos que comienza el
acto principal de la fe dónde acaban las operaciones de los demás sentidos interiores. Digamos
un ejemplo. Conoce uno que Dios es bueno, omnipotente, justo, etc., y gusta y
siente muchas cosas de Dios, pues lo que la fe
nos enseña de Dios es, que ese Dios, que así se conoce y se gusta, es
sobre todo lo que el entendimiento conoce y gusta. Porque estos conocimientos
particulares que tenemos de Dios son unas semejanzas limitadas de algunas perfecciones
divinas; porque lo que es Dios, es infinitamente sobre todo eso que se
entiende. Es en su manera como cuando para declarar la esencia del ángel, le
pintan un mancebo hermoso, con a las, etc. Así como no alcanzamos a conocer a
Dios como él es, sacamos de las criaturas lo más perfecto que tienen, y
atribuimos lo a Dios, y por estos atributos, que son como unas semejanzas,
rastreamos algo de lo que es Dios. Pero así como el ángel es sobre todo lo que
nuestra vista corporal ve en la pintura dicha, así Dios es infinitamente más de
lo que entendemos de él, mediante los sentidos interiores. Pues eso, que es más
Dios de lo que nosotros podemos conocer, esto es a lo que se termina el acto
principal de la fe acerca de Dios, que es como si dijéramos, que es sobre todo
conocimiento[3]. Este altísimo modo de conocer a Dios, que es propio acto, y el más
principal de nuestra fe, es lo mismo que conocer aquellas tinieblas divinas de que san Dionisio habla en muchos
lugares de sus obras[4]. De manera, que por
el mismo caso que un misterio es derechamente perteneciente a la fe, por la misma razón
no lo podemos entender ni apear en esta vida, como son el misterio de la
Trinidad, Encarnación y Eucaristía. De los cuales hablando san Basilio (Otra. de vera fide), dice: Cuanto
más aprovechamos en la fe,
tanto mejor conocemos nuestra ignorancia. Y san Agustín (Serm. I de
Trinit.) dice: Creo lo
que no sé ni entiendo, y por eso puedo decir que lo sé, porque sé que no sé, ni
entiendo lo que no entiendo.
Y así en estos misterios de nuestra fe,
aquel sabe más que con la razón natural entiende menos, porque no son
para entender acá mientras vivimos. Aquí es dónde se ha de regalar un alma, y
tomar gran gozo y estima de Dios y de las cosas divinas, que sean tan alias y
maravillosas, que ella no las entienda; y cerrando las puertas al discurso,
tender las velas de la voluntad, y haciéndose como niña cantar con la Esposa (Cant. I): Tus pechos son más
sabrosos que el vino. Donde
la Esposa se hace como niña de leche;
porque así como el niño mama y se apega a
los pechos de la madre, sin discurrir ni escudriñar nada, así apegados a los
dulces pechos de Dios a ciegas, creyendo que es más de lo que podemos entender,
debemos ocuparnos en amar. Y así es grande bobería y grande la soberbia de los que se cansan en
querer con sus razoncillas entender y escudriñar estos misterios; porque
solamente están reservados a la fe,
y aunque quieran, aun no podrán formar concepto de esto, como si (ejemplo es de san Gregorio que trae en el
4.° de los Diálogos en el principio),
como si una mujer preñada pariese en una
cárcel muy oscura, y siendo su hijo de edad, le diese noticia de los cielos,
sol, luna y estrellas; de las aves que vuelan, y de la hermosura de los campos
y ríos que hay en el universo: apenas podría el hijo formar concepto de esto, y
por ventura como aquel que no ha visto
ni experimentado más que tinieblas, dudaría de lo que su madre le dice. Así en
las cosas de la fe, si queremos
recurrir a la razón natural, como nacidos en tinieblas y criados en ellas,
engolfados en las cosas visibles, que se palpan y tocan, si nos dicen lo
invisible, lo que excede a nuestro sentido, en ninguna manera lo entenderemos.
Por donde es necesario recurrir a lo que la fe
nos enseña, y ayudarnos de su luz para conocer misterios tan altos y sin hacer caso de lo que la razón
dice.
CAPÍTULO III
De las causas porque quiso Dios obligarnos a creer misterios tan altos y tan superiores a todo nuestro sentido
Entre otras razones
que se pueden dar, porque Dios nos ha obligado a creer por medio del hábito de
la fe cosas
sobrenaturales, y que totalmente exceden la capacidad de nuestro entendimiento,
diré algunas que se me ofrecen. La primera es, haber querido Dios levantar y
ensalzar la criatura racional, poniéndola en otra región y esfera superior de
luz y conocimiento, comunicándola el mismo conocimiento y luz que Dios tiene de
sí mismo y de las demás cosas criadas, con que el alma crece en dignidad y
quilates da perfecciones; así como el
aire por la luz comunicada del sol, y el hierro por la del fuego, son mucho más
excelentes, que careciendo de estas, y por este medio se purifica y perfecciona
grandemente nuestra alma.
Para lo cual es de
saber, que el fin de la filosofía cristiana es unir y
juntar nuestra alma con Dios, con el modo más alto y sobrenatural que en esta
vida sea posible. Y porque todo lo que hay en nosotros es bajeza y escoria, y
por consiguiente impedimento para este fin, fue necesario que se deshiciese el
hombre de todo su caudal, como enseña nuestro Salvador: El que perdiere su
alma por mí, la ganará.
Y claro está, que
si del hombre y Dios se ha de hacer una cosa, que es lo que pedía Cristo de su
Padre: Ruégale, Señor, que sean una
misma cosa conmigo, que el hombre y no Dios es el que ha de dejar de
ser.
Pues el hombre, sí
bien lo consideramos, tiene cuatro cosas, o por mejor decir, una esencia
natural que es su ser, y tres propiedades a imitación de la Trinidad del cielo,
conviene a saber; poder, querer y entender. Pues todo esto se ha de perder y
dejar de ser en el modo que es posible, para que el hombre se transforme en
Dios. Porque primeramente en los justos el ser natural en cierta manera se
transforma en el sobrenatural de gracia. Porque como por la gracia sea el hombre nueva criatura, la
gracia divina es la que le da el ser sobrenatural, y así
decía san Pablo: Por gracia de Dios soy lo que soy; y por esta causa los justos se
llaman en la Escritura Sagrada reengendrados y nuevas criaturas porque tienen
nuevo ser, que es el sobrenatural y divino. El querer también natural es
necesario que se pierda, y que la voluntad ame con el amor que Dios le infunde,
que es la caridad divina. La caridad de Dios está derramada en nuestros corazones
por medio del Espíritu Santo que se nos da con ella, y porque el poder del hombre para conseguir su último fin y
bienaventuranza es flaquísimo y muy bajo, era también muy conveniente que el
hombre se desnudase de sus fuerzas y poder natural, y se uniese por medio de la
virtud de la esperanza con la omnipotencia divina, y pudiese decir desconfiado
de sí y confiado de Dios, lo que dijo el Apóstol san Pablo: Todo lo puedo en
aquel que me conforta, porque
desnudo de mis fuerzas y poder, estoy unido con el poder de Dios, el cual se me
ha comunicado por medio de la esperanza.
Finalmente era también
necesario para poder mejor entender las cosas divinas y sobrenaturales, que nos
infundiese Dios una nueva luz, y que perdiésemos, o por mejor decir, nos
desnudásemos de todo nuestro modo de entender natural, y de toda la luz que la
sabiduría humana alcanza, por ser toda ignorancia y tinieblas, para conocer las
cosas divinas y sobrenaturales. Por donde así como se nos infunde un ser divino por medio de la
gracia, con que somos hijos reengendrados en Dios; y por la caridad un amor
divino con que nuestra voluntad se levanta al amor de una sustancia nobilísima,
como es el mismo Dios; asimismo fue necesario para venir a gozar de este último
fin, que el mismo nos infundiese sus fuerzas y poder por medio de la virtud de
la esperanza, para que desapropiados de nuestras fueras, y esperando solo en su
ayuda, pongamos los medios necesarios para poseerlo en la gloria. Así también
era necesarísimo, que para que nuestra alma pudiese conocer un objeto tan levantado
y sobrenatural, como es Dios, se deshiciese de todo el caudal natural de su
entendimiento, como cosa muy desproporcionada, y le infundiese Dios una
sabiduría y luz divina y celestial, con que conociese con un modo
sobrenatural y divino al mismo Dios.
Y de la manera que
la gracia no es otra cosa sino una participación del ser de Dios, como dice san
Pedro (II Petr. I): para que
por ella seamos hechos participantes de la divina naturaleza. Y por medio de esta, la esencia de
nuestra alma está transformada en Dios, y muy levantada y ennoblecida; y la
caridad no es otra cosa que la participación del amor con que Dios se ama así
mismo, por medio del cual nuestra voluntad está grandemente levantada, por
estar unida con Dios, según que san Juan dice (I Joan, IV, 16), quien mora en caridad, en Dios mora y Dios en
él, así por medio de la fe nuestro
entendimiento participa un pedazo de la luz y sabiduría divina, que es una comunicación
del conocimiento que Dios tiene de sí, y de otras cosas importantes para
nuestra salud, con que se levanta nuestro entendimiento a mayores, porque queda
unido con el entender divino y sabedor de los secretos que Dios sabe. Y esto
quiso decir David: En tu luz veremos luz. Eso es por medio de la luz tuya, que a nosotros comunicas, cual
es en esta vida la de la fe, y en la
bienaventuranza la lumbre de
gloria, veremos tu hermosura y perfección. Pues ¿qué mayor excelencia de
nuestro entendimiento, que verse levantado
a ser tan privado y amado de Dios, que sea sabedor de sus secretos, y que la
misma luz con que Dios se entiende se comunique a él? Esta luz, como es tan
superior, oscurece la natural, y no la deja lucir, así como la luz del sol
oscurece la de la candela , y junta con la del sol, es fuerza que se pierda;
así pasa en nosotros, que junta nuestra razón y luz natural con la de la fe se pierde aquella y no puede estribar más en
sus principios, por estar junta con otra luz tan superior; y esto no es hacer
agravio a la razón natural, sino antes levantarla de punto todo lo que puede
ser en esta vida, comunicándola Dios conocimientos tan altos y divinos.
Con este ejemplo se
entenderá mejor lo que acabamos de decir. El hierro es un metal terrestre,
negro, oscuro, deforme, frio, duro, y de ninguna actividad; pero puesto en el
fuego es transformado en fuego. Que aunque no pierde su ser, pero al parecer no es otra cosa que fuego. A este le comunica el fuego su luz y
resplandor, con que pierde su negrura y oscuridad: le comunica también su
actividad y calor, con que se desnuda de la frialdad e impotencia, y se hace
todo activo[5] mediante el
calor. Pierde también su dureza, y se hace blando y apto para hacer de él
cualquiera obra aplicada para los usos humanos. ¿Quién dirá que en esta comunicación
el hierro no reciba grande honra y dignidad? pues por la comunicación del fuego,
que es agente[6] superior, se hace participante también de su nobleza y
condiciones. De esta manera habemos de filosofar en la unión que tienen las almas
de los justos con Dios por medio de la gracia, Fe, Esperanza y
Caridad, con que el alma se hace participante de las propiedades de Dios, como habemos
declarado.
De aquí se sigue una excelencia grande de la fe divina, y un efecto
singular y maravilloso, que es purificar nuestra alma, como si dijésemos
acrisolarla, y darla quilates de grande valor y estima. Así lo dice san Pedro, purificando
con la fe sus corazones. Porque esta fe purifica nuestro
entendimiento de la bajeza y rudeza del conocimiento natural, dando una vista
muy pura y muy sobrenatural para que conozca y crea los misterios
sobrenaturales y divinos, en el modo que en esta vida se permite: y esta pureza
es grande excelencia de nuestro entendimiento. De donde se entenderá que fue
grande honra y excelencia de la criatura racional, que Dios la obligase a creer
cosas que exceden su capacidad, así como lo fue obligarla a que amase a Dios como fin sobrenatural, a que según sus fuerzas
naturales era incapaz, porque obligando Dios a creer aquellas cosas, se obligó,
si así se permite decir[7], a comunicarle
su sabiduría por medio del hábito de la fe,
con el cual tuviese noticia más alta y excelente de las cosas divinas,
y juntamente inclinación y propensión a creerlas; y esto fue gran dignidad en
el hombre.
CAPÍTULO IV
Donde se prosigue la misma materia
Hay también otras razones
dignas de considerar, las cuales nos obligan a creer cosas que exceden nuestra
capacidad: la primera es, que así como Dios es incomprensible, necesariamente sus
cosas y sus misterios han de ser proporcionados con él, para que sean dignos
del mismo Dios: y así queriendo Dios dar a los hombres más alta noticia y
conocimiento de sí, de lo que ellos alcanzan por razón natural, necesariamente había
de ser un conocimiento que excediese la capacidad de la razón natural; así como
el mismo Dios excede infinitamente
nuestra capacidad. Donde dijo muy bien san Agustín, si yo entendiera los
juicios profundos y secretos de Dios, no fuera Dios el que es. De manera que es
como necesaria consecuencia, que habiendo de dar Dios a los hombres noticia de
quién es, y de sus obras, descubra misterios sobre todo nuestro entendimiento y
capacidad. Este pensamiento tiene fundamento en la misma razón natural, y es
cosa que por ella se puede alcanzar. Porque si con la razón natural conocemos
que hay Dios, y que es infijamente sabio, poderoso, incomprensible, etc.,
necesariamente habemos de confesar, que el conocimiento del mismo, y muchas de
sus obras han de ser maravillosas, y exceder toda nuestra capacidad. Y así
considerando la bajeza de nuestra condición, sacaremos que es grandísimo
desatino querer medir por ella a Dios y las obras divinas por las humanas.
Porque la grandeza de las cosas divinas es tan admirable, que no solo excede
todo lo que el hombre puede hacer, sino todo lo que puede entender.
Mas, ¡qué bajo
seria Dios si le pudiésemos comprender con nuestro entendimiento; y qué
limitadas serían sus obras, si no pudiera hacer más de lo que nosotros podemos
entender; y qué corta su sabiduría, si no supiera más de lo que nosotros
podemos apear! Pues como
dijo el Apóstol (I Cor. I): Lo
que en Dios parece necedad, es sabiduría incomprensible para los hombres; y lo
que en él parece flaqueza, es una fortaleza increíble para los mismos hombres. En Dios no hay cosa que se pueda
llamar necia ni flaca; llámala empero el Apóstol necedad y flaqueza por
respecto de aquello que los hombres juzgan por disparate y por flaqueza de los
misterios de nuestra fe, como fue el
misterio de la cruz. Eso, pues, que parece necedad a los ojos humanos, es tan
profunda sabiduría, que los hombres no lo pueden apear, y eso que parece flaqueza en Cristo, eso es
la misma fortaleza, y lo que excede toda la fortaleza criada. Y así exclama muy
bien Tertuliano: La curiosidad se rinde a la fe, y la gloria de la
humana sabiduría a la salud.
Por donde
necesariamente habemos de confesar, que así como hay infinita distancia del ser
divino al ser de las criaturas, así también la ha de haber de las unas obras a
las otras: pues está claro, que cual es la manera del ser, tal es también la
del obrar. Muy sabio era Salomón, y con todo eso dice, que de ninguna de las
obras de Dios, y habla de las naturales, puede dar el hombre entera razón, por pequeña que sea. Pues, ¿cómo la dará de las
obras sobrenaturales que sin ninguna comparación son mayores? Por tanto la suma
discreción es, que teniendo delante nuestra pequeñez, reconozcamos la divina
omnipotencia e infinita sabiduría de nuestro Dios, y tomemos humilmente aquel
consejo del Eclesiástico, que dice: No quieras inquirir las cosas más altas
que tú, ni escudriñar lo que excede tu capacidad, sino piensa en lo que Dios te
mandó hacer, y no seas curioso en querer escudriñar sus obras, pues ves que
muchas de ellas exceden nuestro saber;
aconsejándonos en esto que para mirar los misterios divinos se ha de
abrir solamente el ojo de la fe, y cerrar el del discurso.
La segunda razón de creer lo que excede a nuestra
inteligencia, es para mostrar Dios más su grandeza, poder y
sabiduría. Porque quién viendo que nuestra fe
por una parte propone misterios que exceden tanto a la capacidad de
nuestro entendimiento, y por otra que nos manda cosas todas contrarias a
nuestros apetitos, y que con un Jesucristo desnudo y puesto en la cruz, por
medio de unos pobrecillos y viles pescadores, ignorantes y rudos, haya derribado los cetros y las coronas, y rendido los
mayores encendimientos del mundo al yugo del santo Evangelio, derribado la
idolatría, obrado la conversión del mundo, y la mudanza de las costumbres.
¿Quién habrá que a
todo esto no diga, verdaderamente este era Hijo de Dios? ¿Qué nombre hubiera, que fundado sólo
en razón humana, queriendo ser legislador de los hombres, y traerlos a su
seguimiento y obediencia, los pretendiese mover primeramente con cosas que
ellos no entendiesen, y les obligase a abrazar todo aquello que era contrario a
su gusto y natural inclinación, y que para esto escogiese por maestros la gente
más ruda y baja del mundo? sin duda ningún hombre jamás tal cosa se atreviera a
pensar, ni es pensamiento este que pudiera caer en humano corazón: y cuando lo
fuera, la ejecución y cumplimiento de sus deseos parara todo en risa, disparate
y locura[8].
Porque ¿qué fuerzas humanas bastaran para conseguir fines tan grandes, tan
altos y tan universales, por medios tan bajos, tan flacos y tan contrarios? Solo
la sabiduría y fuerza divina pudieran ser suficientes para pensar tales medios,
y mucho más para ejecutarlos, y salir con fines tan gloriosos, para que clara y
evidentemente se mostrase que esta obra no es humana, sino divina toda, y que
trae consigo pendientes los sellos del infinito poder y saber de Dios. Si Dios
para la conversión del mundo hubiera escogido los sabios de Grecia, y se
hubiera aprovechado de las armas y ejército de Alejandro, hubiéramoslo
atribuido a las armas de los unos y a las letras e industria de los otros, y
por eso escoge la flaqueza y escoria del mundo en el ser, en el saber y en el poder, para mostrar en todo su
inmensidad y grandeza.
Por la tercera razón podemos decir, que quiso Dios obligarnos a creer
cosas que exceden nuestra capacidad, para mayor merecimiento nuestro; porque
rindiendo y sujetando más el entendimiento, sea mayor el premio. Y es así que
mediante la virtud de la fe hacemos más en
rendir el entendimiento a Dios, reconociéndole por nuestro Dios y Señor, y
dando firme consentimiento a todo lo que nos dice, que no con la virtud de la
esperanza esperando en él, o con la de la caridad amándole. Porque toda la
dificultad está en conocer a Dios por Dios. Y aquí está la cortesía de la fe, porque después de creído
esto, sabiendo que Dios es infinitamente poderoso, infinitamente bueno, ¿qué mucho
se hace en esperar en él y amarle? A esto aludió el Apóstol cuando se queja de aquellos que habiéndole conocido por Dios
no le honraron como a tal. Y se declara esto muy bien con un ejemplo. Si
viniese un rey disfrazado y de noche a una fortaleza suya, toda la dificultad y
buen acierto del alcaide está en reconocer a su rey, que después de reconocido,
no hace mucho en darle las llaves del castillo, y en esperar de él mercedes, y
amarle como a su rey y señor.
La cuarta razón
sea, que no es mucho nos obligue Dios a cosas tan altas, pues nos ha dado la
lumbre de la fe, que levanta e
inclina nuestro entendimiento, y le hace capaz del conocimiento de ellas. En lo
cual resplandece singularmente el cuidado de la divina Providencia y porque
obligando a cosas tan altas y tan sobrenaturales, que exceden la capacidad de
nuestro entendimiento, viendo que el hombre era criatura racional, que
fácilmente cree y abraza lo que alcanza su razón, y siente mucha dificultad en
creer lo que no alcanza por ella, juzgando por imposible lo que él no puede
entender: y de esta dificultad han nacido cuantas herejías ha habido y hay hoy
en el mundo; porque los hombres, mayormente los que se tienen por sabios,
estiman en mucho la lumbre de la razón: tanto, que no queriéndose humillar a
creer lo que ellos no podían entender, se vinieron a quedar obstinados y ciegos
en sus errores. Pues viendo la divina Providencia esta dificultad que la razón
siente en creer cosas sobrenaturales, nos proveyó de una luz sobrenatural, que
es esta lumbre y hábito de la fe
que se nos infunde en el Bautismo, el cual, como habemos dicho,
inclina nuestros entendimientos a creer con gran firmeza y entereza todas las
cosas de la fe, y poniéndonos en
el camino cierto y seguro, nos libra de errores, dudas y opiniones, y nos hace
constantes en la verdad, como lo
declaramos con el ejemplo de los Mártires.
La última razón
sea, que en esta vida no podemos vivir sin alguna manera de fe, y que no hay
secta ni religión ninguna que no crea muchas cosas sin haberlas visto, ni
sabido, ni entendido la razón de ellas[9].
Sino, preguntemos a un filósofo gentil, aun moro, o a un judío si creen muchas
cosas que no las pueden comprender por su entendimiento. Porque todos estos
confiesan que hay un Dios, y que este es inmenso, eterno y sin principio. Pues
preguntadles más adelante, ¿cómo este Dios es eterno y cómo fue su principio?
Es cierto que no lo sabrán decir ni entender. San Agustín, viendo que ninguno
podía vivir en esta vida sin alguna luz de fe,
comenzó poco a poco a inclinarse a la fe
y religión cristiana, como él
lo escribe en el libro sexto de sus Confesiones,
declarando el estado miserable en que su anima estaba antes que recibiese la fe, por estas Palabras:
Así como el que cayó en manos de algún
mal médico, no se osa fiar ni aun del bueno; así mi ánima, que tantos malos
médicos y maestros había experimentado, no se osaba
entregar al bueno, que mediante la fe la había de sanar. Más
tú, Señor, con tu mano mansísima y clementísima poco a poco comenzaste a tratar
y componer mi corazón, haciéndome que considerase cuantas cosas creía que no había
visto, ni hallándome presente cuando se hacían. Como son muchas cosas que
hallamos escritas en las historias de los gentiles, y muchas de los lugares y
ciudades que yo no había visto, y muchas otras en las cuales daba crédito a los
amigos, y a los médicos, y a unos y a otros hombres: las cuales cosas si no
fuesen creídas, no se podría gobernar la vida humana. Y sobre todo esto por
cuán cierto tenia quién eran los padres que me engendraron: lo cual no podía yo
saber sino oyéndolo a otros. Con estas cosas, Señor, me persuadiste no
solamente que diese crédito a las Santas Escrituras, las cuales fundaste con
tanta autoridad en todas las gentes: más También
que tuviese por muy culpados a los que no las creyesen; y por tanto, como
yo fuese insuficiente y flaco para
hallar la verdad con manifiesta razón, y por esta causa tuviese necesidad de la
autoridad y testimonio de las Letras
sagradas, comencé luego a creer, que no era posible que tú dieses tan grande
dignidad a estas Letras en el mundo, sino porque mediante ellas querías ser creído,
y por ellas buscado. Hasta aquí son Palabras de san Agustín.
Supuesto, pues, que
no se puede pasar en esta vida sin alguna manera de fe, y que casi no hay
secta ninguna que no crea algunas cosas que no se pueden entender, es cierto
que los cristianos, que creemos estos misterios sobre toda razón, no los
creemos livianamente y de balde, como dicen; antes bien sobre muy buenas
prendas y testimonios que nos hacen evidentemente creíbles las cosas que
creemos. Porque muy bien se compadece ser ellas sobre razón, y ser muy conforme
a la razón el creerlas, principalmente cuando vemos la verdad de ellas confirmada
con evidentes milagros. Porque los que creyeron en Cristo nuestro Señor cuando
le vieron resucitar a Lázaro, justísima causa tuvieron para creer. Y la misma
tuvo Nicodemo viendo los milagros que el Salvador hacía. Porque como los
milagros sean obra de solo Dios, cuando se hacen en testimonio de alguna
verdad, Dios es el testigo de ella y
su testimonio es infalible. Pues la fe
y religión cristiana está aprobada y confirmada con tan grande lluvia
de milagros, y lo que más es, con la verificación y cumplimiento de tan claras
y evidentes profecías, y con otros testimonios, así de innumerables Mártires, como
de doctísimos y santísimos varones, que pudo con mucha razón decir Ricardo de San
Víctor: Pluguiese a Dios que mirasen los
judíos y los paganos con cuánta seguridad podemos los cristianos presentarnos
en el juicio divino. ¿No os parece que podríamos confiadamente decir: Señor, si
es engaño lo que creemos, Vos sois la causa de él? Porque por tales señales y
prodigios fueron testificadas y probadas las cosas que creemos, que era
imposible ser hechas sino por Vos. Así que por estas causas no se puede
decir que ligera o livianamente creemos: sino con gravísimos fundamentos. Por
lo cual dicen muy bien los teólogos, que la verdad enseñada en los misterios de
nuestra fe no es clara y
evidente[10],
pues la fe es de las cosas que
no se ven, más es cosa clara y evidente que deben ser creídos.
CAPÍTULO V
Como fue conveniente y necesario que nuestra fe fuese certísima e infalible
Fue providencia
divina que osta fe fuese certísima, y
no como quiera, sino que tuviese toda la certidumbre que es posible tener.
Porque toda esta certeza y firmeza que la fe
tiene, le proviene de estribar y fundarse en la autoridad divina, que
es decir, que por eso son ciertas estas verdades, porque Dios las dice. Y así
todo lo que la Escritura dice, es doctrina enseñada y revelada por el Espíritu
Santo a la Iglesia. Por eso dice
san Agustín (Lib. de Utilitate
credentium), lo que entendemos debemos a la razón; pero lo que creemos, a
la autoridad, como si dijera a la Escritura. Y así san Pablo: Yo
predico, dice, el Evangelio,
el cual no aprendí en las escuelas de la tierra, sino por revelación divina
venida del cielo. Y a los
de Tesalónica: Cuando oísteis el Evangelio que yo os predicaba, lo oísteis no
como Palabra mía, sino verdaderamente como Palabra de Dios. De dónde vienen ser las verdades
tan infalibles y tan ciertas como el mismo Dios. Y convenía que esto fuese así,
porque siendo la fe el fundamento de
toda la vida cristiana, convenía que fuese certísima, firmísima y de infalible
verdad: y tal verdad necesariamente ha de proceder de un principio infalible, y
primera verdad, que es Dios, en quien no puede caber error. Y por esta causa
san Pablo (Hebr. XI) dice, que la
fe es un argumento fortísimo
y de lo que no se ve, con el que nuestro
entendimiento se convence , y atado con la lumbre de la fe de pies y de manos,
como con una fortísima cadena, se
entrega cautivo y preso a Dios. Y fue misericordia admirable de Dios proveernos
de una luz tan infalible y cierta en esta navegación incierta de la vida.
Porque como el entendimiento humano,
oscurecido con las tinieblas del pecado, no puede en las cosas sobrenaturales
conocer cosa que sea de infalible verdad, como se ve por experiencia por la infinidad de
tantas y abominables sectas, y falsas religiones é idolatrías como hubo en el mundo antes que amaneciese la luz
del Evangelio; y asimismo la variedad y contrariedad de opiniones y errores
acerca del último fin del hombre, pertenecía a la divina Providencia proveernos
de una luz certísima y firmísima, cual es la doctrina de la fe, que en medio de
tantas tinieblas nos diese luz de lo que habíamos de creer y obrar, y de lo que
habíamos de abrazar y huir, y de qué manera le habíamos de honrar y servir.
De esta
infalibilidad y certidumbre grande de la fe
proviene el asentir y dar crédito a las cosas que nos propone con más
firmeza que si las viéramos con los ojos. Y así san Pedro (I Petr. I), después de haber visto y
tratado a Cristo nuestro Redentor en la Transfiguración, viene a decirnos, yo he visto y
tratado, y si así se puede decir, palpado con las manos estas cosas que os
predico; pero más crédito debemos dar a lo que las Escrituras de los Profetas
nos tienen revelado.
Dando a entender que se ha de dar más fe y crédito a lo que
la Escritura y la fe dice, que a lo que
se ve y palpa con los sentidos. Pedía licencia el rico avariento para volver a
este mundo, pava con la vista de los tormentos que padecía dar aviso a sus
hermanos de lo que habían de hacer: y le dan por respuesta, tienen a Moisés
y a los Profetas, y si a las verdades que ellos enseñan no creen, tampoco les
bastará ver un hombre que vuelva del infierno. Mirad si vieseis resucitar aquí un hermano o amigo vuestro
ardiendo en llamas, dando quejidos grandes y clamores, y os dijese con obras y
con Palabras lo que allá pasa: sin duda era un grande argumento para mudar la
vida. Pues dice Dios, más que esto es lo que dice la Sagrada Escritura: y así
si esto no creen vivamente, de suerte que se enmienden, tampoco se enmendarán
por ver un hombre resucitado. Veis como se ha de creer con más certidumbre lo
que dice la fu acerca del
infierno, que si vos vieseis con vuestros ojos arder las almas en aquellas llamas
eternas. En esta infalibilidad se funda la viveza y firmeza de este hábito de fe, y el ejercicio de
la fe práctica de que
habemos de tratar, y así conviene hacer todo nuestro fundamento en esta
infalibilidad y firmeza da nuestra fe,
con la cual viene el hombre a alcanzar tan alto conocimiento de las
cosas divinas y del mismo Dios, como el
que tiene Dios de sí[11]
y de todas ellas ; pues esta luz no es otra cosa sino una comunicación y
enseñanza comunicada al alma de la misma ciencia y conocimiento que Dios tiene
de sí y de las demás cosas. De manera, que lo que yo sé de Dios y de la santísima
Trinidad por fe, lo que sé de la
bienaventuranza de los justos, de la Encarnación, etc., es lo mismo que sabe
Dios: y así con razón llama san Pablo (I Cor.
II) a la fe sabiduría de Dios.
Y por consiguiente el juicio que Dios tiene de la vanidad de la honra, del
peligro de las riquezas, de la ponzoña de los deleites de esta vida; el aprecio
que é! tiene del desprecio, de los trabajos, y de la caridad, etc., ese tiene
el que tiene fe, salvo que en Dios
no cabe fe, porque en Dios no puede
haber oscuridad: y así sabe y entiende esto con una luz clarísima y con una penetración
inmensa que excede infinitamente al modo de entender de las criaturas. Pero en
la certidumbre que Dios y el hombre tienen, no hay diferencia ninguna, porque
toda se funda en el mismo Dios, y así con los mismos ojos que Dios ve las
cosas, en cuanto a la certeza,
con el mismo juicio que las juzga, con el mismo peso que las pesa, con ese
mismo las conoce, juzga y pesa la verdad de la fe,
que aunque tiene los ojos vendados, tan derechos y ciertos los tiene, que en ninguna manera se
pueden engañar.
De aquí viene que
esta luz de fe levanta al hombre,
y le pone en otra región diferente, porque le enseña a conocer, sentir y obrar
muy de otra manera que la luz natural. Y asimismo porque recibiendo esta lumbre
del Espíritu Santo, ya tiene dentro de sí una cosa más que humana, y comienza a
entrar en otra región diferente de la que acá se vive según los nortes de los
sentidos y razón humana. Porque es una región celestial dónde los justos viven
con otros aires, con otro sol, y con otra luna y con otras estrellas
diferentes. En fin, es región de vida y vida de Dios, y vida, que si por el
hombre no queda le encamina y guía a la eterna.
Pero aquí habemos
de advertir, que en este libro tratamos de la fe en toda su latitud,
en cuanto comprende no solo
aquellos misterios que son sobre toda razón , sino también todo aquello que la Escritura
Sagrada y la Iglesia nos proponen. Y así fe
no es otra cosa sino la Palabra Divina revelada por Dios por medio de la Escritura o de
la Santa Iglesia, y así trataremos de aquí adelante de la fe en este sentido.
CAPÍTULO VI
Como la fe es llamada en la Sagrada Escritura sustancia, por ser el sustento y vida del justo
San Pablo hablando
de la fe divina dijo de esta
manera: La fe es la sustancia y
fundamento de las cosas que esperamos, y la que convence a nuestro
entendimiento para que crea las cosas sobrenaturales, aunque no las vea. Llama el Apóstol a la fe
sustancia de las cosas que esperamos; porque como dicen los teólogos,
la fe es el fundamento de
las cosas que esperamos ver en la gloria. Porque si no hubiera fe que nos diera
noticia de Dios, de sus misterios, de los bienes eternos que Dios nos promete, sería
imposible esperarlos, como dice muy bien san Bernardo (Serm. X m Psalm.
Qui habitat, etc.): Tan imposible es pintar en el vado, como
esperar en lo que no se cree. Otros
entienden por sustancia lo mismo que certidumbre; porque la fe nos da certidumbre
y noticia de las cosas que esperamos. Y así la traslación siríaca tradujo las Palabras
dichas de san Pablo en esta manera: La fe
nos da una certidumbre de las cosas que esperamos tan grande, como si
realmente fuesen presentes a nosotros. No faltan teólogos que digan que aquella palabra sustancia significa
posesiones y riquezas, en el mismo sentido que hablando el hijo pródigo con su
padre, le dijo: Dame la parte de sustancia que me toca: y no parece esta interpretación
ajena de la verdad, porque la fe
es un gran tesoro, abundante de muchas riquezas y bienes.
San Agustín (Epist.
CXII ad Paulinum et alibi), donde nosotros leemos, Fides est
substantia sperandarum rerum, lee,
fides est substantia expectantium:
como si dijera, el sustento de los que esperan la vida eterna. Y en este
sentido declara san Agustín aquel lugar de Habacuc (cap. II), el justo se
sustenta y vice de la fe. De suerte, que la fe no solamente es el
fundamento en que se fundan las esperanzas del justo, sino que también es la
sustancia, esto es, las riquezas que le enriquecen y el sustento con que vive.
Entendemos aquí por fe no solo el hábito
de la fe, con que creemos los
misterios sobrenaturales, sino también todo lo que es doctrina revelada,
conviene a saber, todo lo que es Palabra Divina y Sagrada Escritura. Y por esta
causa Cristo en su Evangelio la llama semilla.
Porque así como en la semilla está en virtud todo cuanto hay en la
planta o yerba que puede servir de hermosura o de sustento al hombre; así todo
cuanto bien espiritual se produce en el alma, todo está en virtud[12]
en la Palabra de Dios. Tomad una pepita de naranja o de otra planta, y quitad
aquella cascarilla, decidme, ¿qué hallaréis allí de lo que hay en el naranjo? ¿Dónde
están allí las raíces, el tronco, la flor, el fruto, la hoja, el buen parecer
de la hoja, el olor del azahar, la belleza de la naranja; dónde está toda esta
hermosura y variedad en aquella pepita chica y fea? Está en virtud, aunque no
parece, ni la percibe el sentido. Así en la fe
o Palabra Divina no están
en sí la caridad del justo, la
humildad, la obediencia, la hermosura de la gloria, pero están en virtud y
escondidas. De esta semilla y virtud, que en ella está encerrada, el justo se
sustenta, sembrándola primero en la tierra de su corazón cultivándola con
obras, y vivificándola con el calor de la caridad con que viene a fructificar
maravillosamente, como adelante explicaremos.
Esto parece que
quiso significar el Apóstol cuando llamó a la Palabra de Dios virtud de Dios, que da salud
a todos los que la creen (Rom. I). Llama al Evangelio virtud de
Dios, como llamamos acá virtud de una piedra, o yerba, aquello en que por artificio se
resuelve, que vulgarmente se llama
esencia, porque en breve cantidad contiene toda la sustancia de un
cuerpo grande destilado. Así eso poco, que el Evangelio parece, o lo que la Escritura
Sagrada enseña, encierra en sí todo lo que es Dios y su virtud, con que se da
vida y sustento espiritual a las almas. Porque, si así se permite decir,
destilado Dios con el fuego de su amor, no pudo dar de sí virtud que en más
provecho nos entrase que su Palabra; porque esta Palabra todas las cosas obra y
puede como el mismo Dios, pues es instrumento suyo. Y así con mucha razón se le
atribuyen en su manera todos los efectos de la causa principal. Porque la Palabra
de Dios resucita los muertos, reengendra los vivos y cura los enfermos,
conserva los sanos, alumbra los ciegos, enciende los tibios, harta los
hambrientos, esfuerza los flacos y anima los desconfiados. Ella es aquel maná
celestial que tenía los sabores de todos los manjares: porque no hay gusto ni
afecto, que una ánima desee tener, que no le halle en la Palabra Divina. Con
ella se consuela el triste, y se enciende el indevoto, y se alegra el
atribulado, y se mueve a penitencia el duro, y se derrite más el que está
blando. Muchos de estos efectos explicó en pocas Palabras el Profeta, cuando
dijo (Psalm. XVIII): La ley del Señor es limpia y
sin mácula, y convierte las ánimas. El testimonio del Señor es fiel y
verdadero, el cual da sabiduría a los pequeñuelos. Las justicias del Señor son
derechas, las cuales alegran los corazones. El mandamiento del Señor es claro y
resplandeciente, y alumbra los ojos del ánima. El temor del Señor permanece
santo en los siglos de los siglos, y los juicios de Dios, que son los secretos
de sus leyes, son verdaderos y justificados en sí misinos. Son más para desear
que el oro y las piedras preciosas, y más dulces que el panal y la miel. En las cuales Palabras el Profeta
explicó muchos efectos y virtudes de la ley y de las Palabras de Dios, y juntamente
declaró no solo el precio y dignidad de ellas, sino también la grande suavidad
que el ánima religiosa y pura recibe con ellas. De que dice en otro salmo (CXVIII):
¡Cuan dulces son, Señor, para el paladar de mi alma vuestras Palabras! más
dulces son para mí que la miel. Y
no contento con estas alabanzas, declara también el estudio, la luz y sabiduría
que alcanzan los que en esta divina lección se ejercitan, diciendo así: ¡Cuán
enamorado estoy, Señor, de vuestra ley y todo el día sí me pasa en meditar en
ella! Ella me hizo más prudente que todos mis enemigos, lula me hizo más sabio
que todos mis maestros, por estar yo siempre ocupado en el estudio y consideración
de ella. Ella me hizo más discreto que los viejos experimentados, por estar yo
ocupado en guardarla. Y por
ser tan grandes las utilidades de la Sagrada Escritura, aconsejan tanto los
Santos a la lección y estudio de ella, y particularmente muchos sagrados
patriarcas instituidores de las Religiones encargan en sus Reglas a sus
religiosos la lección y meditación de los Libros sagrados. Particularmente nuestra
Regla nos pone este por particular precepto y fin, diciendo: perseveren los religiosos de día y de noche meditando
en la ley del Señor. Y porque esta meditación no fuese seca y especulativa,
añade: y juntamente velando en oración. De
manera que ha de ser nuestra ocupación continua, la meditación de la Sagrada
Escritura acompañada de oración. Y para que la meditación de la Sagrada
Escritura sea provechosa, es necesario que se ejercite con esta viveza de fe que vamos diciendo,
porque de esta manera gustarán las almas los frutos que habemos referido, que nacen
do la lección de la Sagrada Escritura. Y este consejo no solo es para
religiosos, sino para todo género de gente[13].
CAPÍTULO VII
Que la fe y Palabra Divina en la Escritura es llamada mesa, pan, vino, leche, etc., denotando ser sustento y vida del justo
Dos mesas puso Dios
en su Iglesia para regalo y sustento de los suyos. La primera es de su cuerpo
santísimo y de los demás Sacramentos. La otra es de su Palabra, que está
encerrada en la Divina Escritura, y de todo lo demás que la fe enseña. Por dónde
así como el Cuerpo de Cristo es mantenimiento y refección espiritual del alma,
porque con él, como adelante diremos más
largamente, se restaura y repara lo que se ha gastado de ella con los ardores
continuos de los apetitos, y además este
divino manjar da gusto y sabor al que le come, y matando la hambre, da satisfacción
y hartura espiritual al que dignamente le recibe; así proporcionalmente
hablando, la Palabra Divina causa los mismos efectos en el alma; porque es su sustento, deleite y hartura. Puso
Dios estas dos mesas en su Iglesia, para que con entrambas el ánima del justo
se sustentase y creyese en la perfección evangélica: porque la Palabra es
semilla en el alma, de la cual nacen los piadosos afectos, las obras justas y
rectas, como dijimos en el capítulo pasado; pero los Sacramentos son los que
hacen fecunda a la Palabra y le dan vida.
De la una y de la
otra mesa habló, aunque debajo de figura, el Espíritu Santo en los Proverbios (cap. IX), donde dice así: La
sabiduría edificó su casa, labró siete columnas, ofreció sus víctimas y
sacrificios, echó agua al vino, y luego puso su mesa, envió sus criadas para
que llamasen a todos a que subiesen a los alcázares y muros de la ciudad: si
alguno es pequeñuelo venga a mí; venid y comed mi pan, y
bebed del vino que he mezclado para vosotros. Estas Palabras hablan de Cristo
sabiduría encarnada, el cual pone estas dos mesas a las almas, porque él es el que
edificó para sí una casa, conviene a saber, la Iglesia, la cual, como dice el Apóstol,
es casa de Dios. Y labró siete columnas, que son los siete Sacramentos, en los
cuales como en columnas firmísimas estriba todo el edificio de su casa: que
ofreció sacrificio, conviene a saber, su alma y su cuerpo en su pasión: que
mezcló su vino, esto es, su doctrina, la cual nos comunicó, no con aquella luz
y pureza que ella tiene, sino mezclada y envuelta en la oscuridad de la fe, y templada según
nuestra capacidad, con semejanzas y figuras corpóreas. Dice más, que envió sus
criados, para que llamasen y convidasen a los pequeñuelos ignorantes a que
entrasen en la ciudad y subiesen a sus alcázares. Estos criados son sus predicadores enviados por lodo el mundo a convidar a todas las gentes a venir a la ciudad santa de la
Iglesia, y a los alcázares de ella que es Cristo. Y finalmente dice, que la
Sabiduría convida a mesa puesta con estas dulces Palabras a los pequeñuelos y
errados: Venid y comed mi
pan, y bebed el vino que he templado para vosotros.
Por esta mesa y
convite de pan y de vino entiende el divino Dionisio la doctrina y verdad de la
Escritura Sagrada, el cual en una carta que escribe a Tito dice, que la
Sabiduría convida a esta mesa con dos géneros de alimentos, uno es fuerte y
sólido, que es el pan; otro es líquido y ligero, que es el vino. El fuerte y sólido,
dice él, es para los varones que son ya perfectos; el blando y delicado, para
los que no tienen estómago para digerir manjares recios. Y por ser la Palabra
Divina a cómo dada para el sustento de los pequeños, en muchas partes la
compara la Sagrada Escritura al rocío y al agua, por la virtud que tienen de hacer
germinar; a la leche por la
virtud que tiene de aumentar; al vino por la que tiene de reparar; y a la miel
por la virtud que tiene de purificar, y juntamente de conservar. Porque la Palabra Divina da, sin
que jamás falle, sustento abundantísimo a todos los que a ella se llegan. Todo
esto es sentencia de san Dionisio, y aunque quien dice mesa, dice todo género
de comida, pero para especificar más el sustento que se halla en la Palabra
Divina en particular, la compara la Escritura en otras muchas partes al pan. Y
así dice hablando del justo (Cant. IV):
Le alimentó el Señor con pan de vida y de inteligencia; al vino, comed, amigos, y bebed, y embriagaos, carísimos; a la leche (Cant. I), mejores son tus pechos
que el vino. Y el Apóstol a
los pequeñuelos que enseñaba, les decía (II Cor, III): como a niños os he dado leche; al agua, agua de sabiduría le dio a beber (Eccli. XV).
Todos estos y otros
nombres que suenan comida, sustento y regalo, atribuye la Escritura Sagrada a
la Palabra Divina, para significar los varios efectos y provechos que hace en
el alma del justo. Primero la llama mesa, para significar la necesidad que de
ella tenemos, y la abundancia de refección y sustento, y variedad de manjares acomodados
para el gusto y necesidad de cada uno. Llámale pan, porque así como el pan
corporal es sustento del cuerpo, es este pan refección del espíritu: vino,
porque conforta nuestra flaqueza para caminar por los senderos ásperos y
estrechos de esta vida, y porque con ella se embriagan las almas puras con la
esperanza de los bienes eternos que promete: leche, porque es nutrimento no
solo de grandes sino de pequeños; agua, porque lava nuestros pecados, y sirve para regar las plantas de la Iglesia,
y de refrigerio en los trabajos y aflicciones de esta vida. Casi todos estos
apellidos de la Palabra Divina, y de
las varias refecciones que en ella halla nuestro espíritu, cifró el Profeta
Isaías en breves Palabras (cap. LV):
Todos los que tenéis sed, dice, venid
a las aguas; los que no tenéis oro ni
plata daos priesa, comprad y comed, venid y compraréis de balde vino y leche. ¿Por
qué gastáis vuestro dinero y no le empleáis en pan? y ¿para qué trabajáis en
cosas que no os han de dar hartura? Como si más claramente dijera, ¿por qué sois tan locos, que empleáis
todo el caudal que Dios os ha dado en vanidades y cosas que no pueden
satisfacer al alma? Venid, venid a las aguas vivas, de lo que la fe enseña en la
Escritura, que aquí hallaréis una mesa puesta, dónde comeréis y beberéis de balde hasta hartar vino y
leche. Por estas Palabras la Sagrada Escritura entiende todo género de sustento
y regalo: porque la Palabra Divina es una mesa regaladísima y abundantísima de
todo sustento y comida, acomodada a todos los gustos y necesidades de grandes y
pequeños, fuertes y flacos, sanos y enfermos, principiantes y aprovechados,
perfectos y no perfectos.
Con ninguna cosa se
pudo mejor declarar la necesidad, los provechos, los deleites y hartura de la Palabra
Divina que comparándola al pan, al vino, a la leche y a la mesa, que significa refección
y sustento cumplido. Porque así como el manjar corporal es necesarísimo,
provechosísimo y de gran deleite para el cuerpo, así lo es la Palabra Divina
para el alma.
Con otros nombres,
que la Sagrada Escritura atribuye a la Palabra de Dios, se denotan varios
efectos que esta luz divina produce en el corazón del justo, todos ordenados a vida,
a sustento y medicina suya. Pero porque no es nuestro intento tratar de esta
materia de propósito, solo resumiremos los principales efectos que causa esta Palabra
leída u oída con viva fe, para que con esto
nos animemos a acudir a esta fuente de nuestro remedio así en las prosperidades
como en» las adversidades.
Muchos y varios son los provechos que la Palabra Divina
engendra en nuestros corazones; reunió
los principales san Jerónimo en el proemio sobre los Salmos, en breves,
pero sentenciosas Palabras. ¿Qué cosa habrá, dice, que sea de edificación y
provecho para cualquier estado y condición de gente, que no se halle en la Sagrada
Escritura?
«Aquí hallará el niño el pecho en que mame, el mancebo lo que ha de corregir, varón lo que ha de
seguir, y el viejo cómo ha de orar. Aquí aprende la mujer castidad, los pupilos
hallan misericordia, las viudas juez,
los pobres amparo, y los extranjeros quien vuelva por ellos. Aquí tienen los reyes que aprender, los jueces que
temer: esta consuela al triste, templa al que está alegre, mitiga al airado, al
pobre recrea, reprende al rico para que se conozca, y a todos los que la reciben
da medicinas saludables; ni al pecador le desprecia, sino que le da remedio en la penitencia. Además
de esto confiesa al Dios
verdadero, menosprecia los ídolos, ensalza la fe y
reprueba la infidelidad; alaba la justicia, prohíbe la maldad, encomienda la
misericordia, condena la crueldad , busca la verdad,
reprende la mentira, acusa al engaño, predica la penitencia, y lo que más es,
se alaban los Sacramentos de Cristo». Esto es de san
Jerónimo.
Con este lugar de
san Jerónimo juntaré otro de san Gregorio papa (Lib. XXIII Mor.), muy a este propósito, el
cual declarando aquellas Palabras de Job (cap.
XVIII), Dios habla de una vez y no repite segunda vez lo que ha dicho; dice así: «Dios no tiene necesidad de responder al corazón de cada uno en particular,
porque de tal manera dispuso sus Palabras, que con ellas satisface a lo que
cada uno puede dudar: porque en las Palabras de la Sagrada Escritura se
responde a todo lo que podemos preguntar, y con una respuesta general se
responde a la necesidad particular de todos; porque allí la vida de los que han
pasado sirve de ejemplo y de molde para los que se siguen, y con Palabras que Dios
habló con nuestros padres sabiamente nos enseña a nosotros. Por donde ahora no
responde Dios a cada paso por ángeles ni Profetas a los pensamientos o tentaciones
de cada uno, porque todo lo que puede suceder a cualquiera en particular está comprendido en la doctrina general de la Sagrada
Escritura». Hasta aquí son Palabras de san
Gregorio, y el mismo Santo en otra parte (Hom.
IX in Ezech.): « La Divina Escritura, dice, se entiende por
nombre de cielo, porque en ella está el sol de la sabiduría, la luna de la
ciencia y las estrellas de los ejemplos de los santos Padres».
De esta doctrina se colige cuán poca necesidad tienen de revelaciones
ni de visiones ni de otros sentimientos los que tienen viva fe, pues en todas sus dudas hallan en la Sagrada Escritura respuesta, y en
todos sus trabajos consolación, y en las prosperidades freno, y en las
adversidades confianza y fortaleza. Porque con la virtud de esta fe hacen suyas todas
las revelaciones y doctrina de la Sagrada Escritura, y acomodan los ejemplos y
doctrina de ella, como si para sí fuera revelada. Y así es la Sagrada Escritura
ahora lo que fue en otro tiempo, aquel tabernáculo y aquel propiciatorio de dónde
Dios hablaba con Moisés, y él respondía a los hijos de Israel, o como dice san
Agustín (Cancione II in Psalm. XC): Del cielo nos ha
enviado Dios por escrito todo lo que tenemos necesidad para bien vivir. Y por esta causa san Gregorio (IV Reg. LXXXIV) con mucho
acuerdo dijo: ¿Qué es la Sagrada Escritura sino una carta de Dios enviada
desde el cielo a sus criaturas, donde les dice y manda lo que han
de hacer?
Supuesto esto, ¿qué
necesidad hay de buscar revelaciones, ni qué ocasión se podrá jamás ofrecer, en
que uno no halle en lo que la fe
nos propone y en la Sagrada
Escritura lo que más dice con su propósito? Por dónde si con viva fe entra en este vergel,
hallará flores suavísimas, fuentes amenísimas, frutas regaladísimas y una como
hartura universal para toda su alma. Porque como quiera que Dios ordenase la fe y Sagrada Escritura
para ese fin, que fuese una botica universal para nuestro provecho, no habrá
confección ninguna que en ella no se halle acomodadísima para nuestro bien y
provecho. Pero quien quisiere ver más en particular cómo habemos de sacar
provecho y fruto de la Palabra Divina, lea a san Gregorio (Homil. XV in Ezech.) donde con grande erudición va
probando cómo el alma halla en la Palabra Divina todo género de munición y
presidio para contra las asechanzas y tentaciones del demonio, y desciende muy
en particular a los casos y ejemplos que la Sagrada Escritura nos pone delante,
aplicándolos a las particulares necesidades de cada uno. Pero los que no
supieren o no pudieren leer en la Sagrada Escritura, aprovéchense del trabajo
de su confesor, y pídanle, que según sus necesidades les dé algunos lugares de
la Palabra Divina, para que con ellos ayudados de la lumbre de fe viva, caminen
ligeramente y con fortaleza, hasta llegar al puerto de la eternidad.
CAPÍTULO VIII
Que no basta la fe muerta para sustento del justo, sino que es necesaria la fe viva, donde se comienza a declarar qué cosa sea avivar la fe
Viendo y tocando
con la experiencia que todos los cristianos tienen fe, y no todos
despiertan del sueño en que duermen, ni salen de los engaños ni de los errados juicios y estimación
de las cosas del mundo, antes (lo que no se puede decir sin sentimiento y
dolor) la mayor parte de ellos viven tan engolfados en sus vicios y pasiones como
si no tuviesen luz de fe y conocimiento de
la verdad; considerando esto no habrá quien no eche de ver claramente, que no basta
tener el hábito de la fe ni la Palabra
Divina revelada para vivir bien, sino que es necesario que esta fe se ponga en uso y
ejercicio, y se aplique para bien obrar y no esté ociosa, no venga a ser de
ella lo que se suele decir del caballo, que se vicia en la caballeriza, y del hierro que si no se usa, se cubre
de orín, y él mismo se consume : por dónde viene a ser muchas veces, que por la
culpa que cometemos en no aprovecharnos de esta lumbre del cielo, ni querer
granjear con este talento que el Señor nos entregó, permita él que vengamos a
caer en alguna ceguera con que perdamos este gran beneficio.
Puede, pues, haber
tres maneras de fe. Una es, cuando la fe está acompañada con
caridad, y llámese entonces fe formada[14]
o fe viva; porque la caridad, como
dicen los teólogos, es el alma y vida de todas las virtudes, y es como el ánima
de la fe. Otra fe se llama muerta,
que es cuando la fe está sin caridad,
cual es la que tienen de ordinario los pecadores. Dícese muerta, no porque no
sea verdadera fe, sino porque le
falta el lustre y la vida que le da la caridad, y principalmente porque no
obra: como solemos llamar aguas muertas a las estancadas en las lagunas que no
se menean, y por el contrario comparamos la fe
viva al agua viva que da saltos hacia
la vida eterna, porque mueve siempre a obrar: que así como por el movimiento
colegimos la vida en el animal, así por las obras la viveza de nuestra fe.
Pero porque muchos justos no se aprovechan de este hábito de la fe como pudieran,
usando de ella en todas sus acciones, no obra en sus corazones los efectos
grandes que podría obrar, cuales son los que habemos
dicho en el capítulo pasado, y es necesario avivarla : así como dicen los
médicos, que para que las medicinas aprovechen, es menester que primero sean actuadas[15] y digeridas con el calor natural; así también para que la fe obre, conviene que
sea actuada con nuestra consideración , y no la tengamos como en un rincón del
arca, como espada en la vaina, o como medicina
en la botica. Por tanto hay otra manera de fe
fuera de las que hemos dicho, que es cuando la fe se ejercita
actualmente en los casos y ocasiones que se ofrecen. Y esto llamamos avivar o actuar
la fe, o fe actuada o practicada, que es un grado más de lo que suena la fe viva. Porque bien puede uno obrar bien teniendo fe viva (esto es, acompañada la fe
con la caridad) sin aprovecharse ni acordarse de la luz de la fe; pero cuando al
tiempo de cualquiera ejercicio santo o buena obra toma en la mano la luz de la fe, y por medio de ella
dando crédito a lo que dice, se mueve a obrar bien, entonces se dice actuar o avivar
la fe, como cuando se atiza y aviva la lumbre, que aunque esté ella viva, si se sopla y
quita la ceniza de encima, queda más viva
y encendida. Pues esta fe
actuada y practicada, que es lo que con propiedad pudiéramos llamar fe avivada, no es otra
cosa sino una actual advertencia y ponderación de la verdad de la fe, con que nos movemos
a bien obrar según la ocasión que se ofrece. Este modo de fe actuada se
distingue de lo que comúnmente la teología llama fe viva, porque en todos los justos se halla esta fe viva; pero no todos usan de ordinario de la luz de la fe actuándola y
aplicándola en sus obras. Además de esto en muchos pecadores puede haber esta fe actuada o avivada,
si se aprovechan de la luz de la fe
para obrar bien o para salir de pecado, y conseguir la gracia y justificación,
como afirma el concilio Tridentino (ses.
VII); y así esta práctica de la fe
es común a justos y a pecadores que desean obrar bien y salir de
pecado, los cuales aunque no tengan fe
viva, porque les falta la vida de la caridad, pero tienen la fe actuada , y si así
se sufre decir, avivada para bien obrar y salir de pecado. Y ésta absolutamente
no se puede llamar fe muerta, porque, como
dice Santiago, la fe sin obras es
muerta; y esta fe aunque está en un
pecador no es muerta, pues le incita a obrar bien, y es principio y raíz de la
justificación y vida, como declararemos más adelante[16].
Pues lo que importa
más aun cristiano en esta vida, es aplicar a todas sus obras y acciones esta
regla infalible de la fe, y moverse con las
verdades que enseña para obrar y vivir conforme a lo que ella dice; porque de
otra manera la fe será ociosa y
muerta, o mortecina: así como la regla cuando no se aplica por el artífice no
sirve de nada, y el fuego está en el pedernal ocioso y muerto, cuando no se da
golpes con el eslabón, para que salgan las centellas : así también mientras no se aplica por
medio de la consideración, la luz y regla de la fe
no sirve de nada. Por esta causa hablando Cristo nuestro Señor de la fe
(Mat. XVI), la comparó al grano
de mostaza, cuando dijo: Si tuvierais
tanta fe como un grano de mostaza, etc., porque la
mostaza mientras está entera, y no se muele y deshace , no se manifiesta su
virtud; pero deshecha y molida, es notable la fuerza y acrimonia que tiene y
los efectos grandes que deja. De esta
manera se puede muy bien filosofar en la fe
y Palabra Divina, que para que se nos comunique su maravillosa salud y
eficacia, es necesario que se deshaga y muela con los dientes de la consideración,
que es lo que aquí llamamos avivar la fe.
Este ejercicio de
avivar la fe y Palabra Divina es
el medio más eficaz que puede haber para mover la voluntad a obrar bien; y por
esta causa el Apóstol dice (Hebr. IV), que la Palabra de Dios es viva y eficaz, y más
poderosa para penetrar nuestra alma, que el cuchillo agudo de dos filos nuestra
carne. Donde es de
advertir, que no dijo, la Palabra de Dios es eficaz, sino que primero dijo: Viva es la Palabra de. Dios;
porque, si no es teniendo vida, no tiene eficacia; y esta vida no la tiene la Palabra de Dios, en cuanto solamente está escrita en
los Libros sagrados, ni sabida habitualmente[17] por los cristianos, sino en cuanto está actuada y viva en nuestra alma,
mediante la consideración y ejercicio de la fe,
y de esta manera es poderosísima para mover la voluntad, más que
cuantas razones y consideraciones puede hacer nuestro entendimiento: porque como
todas estas se ordenan a hacer ponderación de la verdad, para que con esta ponderación
y peso mueva y traiga la voluntad a que abrace y siga lo que el entendimiento
persuade, cuanto fuere mayor la certidumbre de la verdad que el entendimiento
propone, tanto ha de ser necesariamente mayor la fuerza y peso para rendir a la
voluntad y levantarla arriba. Pues veamos ahora qué tiene que ver lo que
nuestras razoncillas y discursos alcanzan de verdad, o qué comparación tiene lo
que a fuerza de brazos va sacando la razón de principio en principio, y de conclusión
en conclusión, con las verdades que la fe
llana y sencillamente nos propone. ¿Qué tiene que ver la fuerza de la
verdad nacida de la razón, con la verdad nacida de Dios? ¿Qué tiene que ver el
proponer a la voluntad una cosa como verdad natural, a proponerla como verdad
sobrenatural e infalible? Finalmente, ¿qué tiene que ver una razón muerta con
una fe viva? Verdaderamente hay tanta distancia de uno a otro, y mucha más que la
que hay para moverse un hombre del oír una cosa al verla[18].
La principal causa
de esta ventaja que hace la fe a las razones que
nosotros podemos formar, es porque Dios ordenó esta luz y la proporcionó y dio
eficacia sobrenatural y divina, para excitar y mover nuestra voluntad a esperar,
y a poner todo nuestro amor en este gran Dios que la fe nos descubre. Y supuesto esto, viene a ser la fe
la canal principal por dónde Dios tiene encaminada el agua de su
gracia, y auxilios para mover y encender la voluntad. Por donde viene a ser la fe como una centella
de fuego, que no solo alumbra, sino que enciende, quema y abrasa. Y por esta
causa el Profeta Habacuc dice (cap. II), que el justo vive de la fe, porque de ordinario
por medio de esta viva fe le comunica Dios sus riquezas y tesoros de su gracia, que es la vida,
y vida eterna. Y así el que va fundado en fe,
es como el edificio fundado sobre piedra firme, que los vientos, las
tribulaciones y trabajos no son poderosos para derribarle. Pero el que hace pie
en solas razones, es como el que edifica sobre la arena, que cualquier
vientecillo de contradicción le vence y derriba. Además de esto, si bien lo
consideramos, hallaremos que Cristo nuestro Redentor no vino tanto a enseñar razones,
cuanto fe viva, con la cual abrazásemos su Evangelio y doctrina. Y así vemos, que a
cuantos trataba Cristo, les ponía en este camino de fe, y cuando a este
Señor le preguntaban algo, luego respondía con lugares y testimonios de la
Escritura; como cuando llegó el letrado de la ley a preguntarle, ¿qué haría
para alcanzar el reino de Dios? responde
el Salvador: ¿Qué es lo que está
escrito en la ley? ¿Qué es lo
que os enseña vuestra fe? pues haz esto y vivirás. Y en otra parte dijo a sus discípulos: Revolved y mirad lo que
dicen las Escrituras, que
son la fuente clara y viva de la fe.
CAPÍTULO IX
Donde se declara más en particular el ejercicio de avivar la fe
Este ejercicio tan
importante de avivar la fe de que el justo se
sustenta, consiste principalmente en dos puntos. El primero, que cuando se nos
ofrece alguna dificultad en hacer alguna obra, o en otras ocasiones, aunque no
haya dificultad, miremos lo que la fe
nos dice acerca de aquel caso tan vivamente y con tanta certidumbre, como
si le viésemos presente con los ojos del cuerpo, y mucho más; y de ahí, que es
el segundo punto, nos inclinemos a obrar. De esta fe
habla san Cirilo Jerosolimitano (Cath.
5), cuando dice: El que tiene esta fe,
así cree el juicio final como si le viera, y así considera, el premio
de la gloria que esperamos, como si tuviera delante de los ojos aquella
bienaventuranza y felicidad inmensa que los bienaventurados gozan. Este penetrar y ponderar las cosas de nuestra fe con esta actual
certidumbre, llamamos viveza de fe, como se podrá más
claramente ver por los ejemplos que ahora pondremos: Manda el prelado al
súbdito que haga una cosa; el avivar y actuar la fe,
es aplicar luego a este acto particular de obediencia lo que la fe enseña, conviene a saber,
que el prelado está en lugar de Dios, el que a vosotros oye y obedece, a mí
oye; y con esta luz, no
mirar al prelado como hombre, sino como Dios, y obedecerle como al mismo Dios. Como
lo hacía aquel santo P. Javier de la Compañía de Jesús, que cuando escribía
alguna carta a su prelado, pareciéndole que hablaba con el mismo Dios, le escribía
puesto de rodillas. Con esta viveza de fe
aconseja san Gregorio (Hom.
XXIII in Evang.) que recibamos
al peregrino, como a Cristo disfrazado en traje de peregrino. Pues
el mismo Señor dijo (Mat. XXV),
huésped era y me recogisteis.
Este avivar y
ponderar la certidumbre de lo que la fe
nos dice, como acabamos de decir, no es más que creer y considerar
actualmente las cosas de la fe como si las
viésemos, y movernos a obrarlas como ella enseña. San Pablo alabando la fe de Moisés, entre
otras excelencias que dice pone estas Palabras (Hebr. XI): Miro al invisible como visible. Tenía tan viva la fe Moisés para con
Dios, que aunque Dios es invisible, él le miraba y obedecía como si le viera
con los ojos corporales. Y el mismo Apóstol habla también de esta fe diciendo (Ephes. VI): Siervos, obedeced a
los señores temporales como a Cristo.
Este mirar a Dios y a todo lo que él nos manda tan vivamente con los
ojos de fe, es lo mismo que la Sagrada
Escritura alaba en los varones justos y perfectos que andan delante de Dios. Y
así dijo Dios a Abrahán (Genes. XVII):
Anda delante de mi presencia, y serás perfecto. Y el mismo Abrahán hablando con su criado le dice (Genes, XXIV): El Señor en cuya
presencia ando, enviará su ángel y enderezará tu camino. Nuestro Padre Elías dice: Vive
el Señor en cuya presencia estoy: en
presencia estaba Elías, según la carne, de muchos
hombres; pero con los ojos de la fe
miraba allí a Dios presente que está en todo lugar, y así dice, que
estaba en su presencia. Llena está la Escritura de promesas que Dios hizo a David
(III Reg. XXIII), a Salomón, a otros
reyes y personas particulares. Y en otros lugares, con condición que ellas
anduviesen delante de Dios en verdad. Donde andar delante de Dios en verdad, no
es otra cosa sino andar con los ojos de la fe, que es la misma verdad, mirando a Dios y a sus mandamientos para
cumplir su santísima voluntad, como si le vieran con los ojos corporales, y teniendo
y estimando por mentira todo lo que la fe
reprueba, como son los deleites, riquezas y consuelos de esta vida. Y
esto es andar en presencia de Dios en verdad y en fe, como lo hicieron
los Santos. Y esto es lo que Cristo quiso decir a la Samaritana, que había
venido tiempo, que los verdaderos adoradores no tendrían necesidad de ir al
templo de Jerusalén para hallar a Dios y hacerle oración; porque habían de
adorarle en espirita de verdad, esto es, en fe,
la cual para ver y hablar a Dios no tiene necesidad de lugar determinado,
porque en todas las partes le ve y le mira y anda en presencia suya.
Si bien lo miramos hallaremos
que lo ordinario es en los Santos comenzar su conversión por esta fe
viva. Así escribe san Atanasio de san Antonio Abad, que como entrando en la
iglesia oyese aquellas Palabras del santo Evangelio: Si quieres ser perfecto
ve y vende todo lo que tienes, y dalo a pobres, como si el mismo Cristo se las hubiera dicho a Antonio, así
las puso luego en ejecución y se fue al desierto. Lo mismo escribe san
Buenaventura del glorioso san Francisco, que como oyese aquel lugar del santo Evangelio:
No queráis poseer oro ni plata, no llevéis bolsa ni báculo para vuestro camino,
no tengáis vestidos doblados ni menos calcéis zapatos y luego tomó aquello por instituto y
regla. Casi lo mismo refiere san Jerónimo de san Hilarión, y si bien lo
consideramos, esta viveza de fe
y el despabilarse con ella los ojos para mirar lo eterno, ha sido lo
que llenó antiguamente los desiertos de monjes, y ahora los monasterios de
religiosas, el cielo de Mártires, Vírgenes y Confesores. Y apenas se hallará
mudanza de vida y elección de estado de más perfección que no nazca, de esta viva fe. Porque a las
vírgenes convidan a este estado aquellas dulces Palabras del Evangelio (Mat. XIX), bienaventurados los que
apartaron de sí los deleites carnales por el reino de los cielos; y a los religiosos aquellos: El que no renuncia todo lo que posee no
puede ser mi discípulo. Y asimismo las que dice: Si quieres ser perfecto ve y vende lo que tienes, y dalo a los pobres; y
pocos hay, ya por este camino, ya por el otro, que no entren por esta puerta de
la fe. Porque unos con el
temor del infierno, que la fe enseña que está
aparejado para los que pecan; otros con la esperanza de la gloria y del premio,
otros con otros fines santos, casi todos vienen llamados con esta viva luz de la fe práctica.
De esta fe viva habla san Pablo en
la epístola que escribe a los hebreos, dónde refiere las hazañas que los Santos hicieron por medio de esta viva luz de la fe. Los Santos, dice, por la fe vencieron los
reinos, hicieron obras de justicia, vieron cumplidas las promesas que Dios les
hizo, quebraron la boca a los leones, pasaron sin lesión por las llamas del
fuego, con la fe embotaron los
cuchillos y armas de los contrarios, sanaron de sus enfermedades,
y alcanzaron fortaleza y valor en las guerras. Todo esto y otras
grandes e innumerables hazañas, que los Santos hicieron por medio de esta fe viva, refiere san Pablo; de tal manera que el mismo Apóstol dice, que si
hubiera de contar por menudo las hazañas que los Santos obraron por medio de la
fe, le faltara el
tiempo, pero no la materia.
De esta fe estaba adornado
aquel santo Obispo, de quien se escribe (Niceph. lib. VIII Hist.
Eccles., cap. 15) que
estando en el concilio Niceno, donde se hallaron trescientos diez y ocho
obispos, queriendo muchos de ellos convencer a unos filósofos para que creyesen
el misterio de la Encarnación, y no saliendo con su intento , llegó entonces
san Espiridion, que era el obispo que decimos, hombre sin letras, pero adornado
de grande y viva fe, y dijo a un
filósofo: ¿Tú no crees que Dios se hizo hombre, que nació de una Virgen y murió
para librarnos de la muerte eterna? ¿Esto no crees? No dijo más Palabras ni razones;
pero estas solas bastaron para que el filósofo, que antes había respondido a las
razones de los otros obispos, quedase admirado y atónito, y sin saber responder
dijese: Verdaderamente así lo creo; y se hizo cristiano luego y dijo a sus
discípulos: Hasta aquí he respondido a palabras con palabras, pero ahora, que
en lugar de palabras he sentido la fuerza y eficacia de Dios, que sale por la
boca de este, no he podido resistir. Que como el Obispo estaba tan movido y
entrañado en la verdad de la fe,
como quien ve una cosa que está presente y clara a todos, a otro que
teniéndola delante no la ve, le suele decir, no sin admiración y espanto: ¿esto
no ves? así lo hizo con el filósofo, y de la luz y viveza que tenia de la fe fue el Señor
servido que se le comunicase y creyese.
Del santo Fr. Gil,
compañero del glorioso san Francisco, se escribe en la crónica de su Orden, que
oyendo decir una vez el Credo dijo agrandes voces: No digáis creo, sino veo.
Tal era la viveza que tenia de la fe.
En esta fue tan excelente nuestra santa madre Teresa de Jesús, que
algunas veces solía decir que no tenía envidia a los que en esta vida habían
visto con los ojos corporales a Jesucristo nuestro Redentor, porque con los ojos de la fe
le veía ella tan presente en el santísimo Sacramento, que no echaba
menos ni le hacía falta para su consuelo el no haberle visto con los ojos de
carne.
CAPÍTULO X
Donde se prosigue la práctica de la viva fe
Si queremos
aprovechar en este camino que es admirable y divino, habemos de hacer como
aquella buena mujer evangélica, que habiendo perdido una preciosa joya,
encendió luego la luz para buscarla. Es, pues, necesario que nosotros
encendamos la antorcha de la fe
y la pongamos en las manos, y busquemos la gracia y virtudes que por
el pecado habemos perdido, y como cuando la justicia ronda en una noche oscura,
a cada uno que encuentra saca una linternilla o luz que lleva secreta, para saber quién es, y
muchas veces el que con la oscuridad de la noche en el hábito exterior parece algún
hombre desechado, mirándolo a la luz suele ser alguna persona grave y de
cuenta; y al contrario, cuando piensa que ha topado con algún hombre de prendas
y de importancia, llegando con la luz halla que es un lacayo u otra persona
semejante: así mirando con anteojos del mundo, que suelen ser de larga vista y
engañosa , la pobreza, la humildad, la sujeción de la obediencia o los trabajos
pasados por Cristo, parecerá cosa desechada y abominable; pero aplicando los
ojos y linterna de la fe, hallaréis allí
grandes tesoros. Y si miráis la grandeza y honra con los mismos anteojos, sin
duda la juzgaréis por un bien incomparable; más si aplicáis la luz verdadera de
la fe no hallaréis más
que humo, vanidad y mentira.
De esta manera
habemos de usar de la luz de la fe
en las tinieblas de esta vida, procurando traerla siempre en la mano,
llegando con su luz como con una piedra de toque a reconocer y examinar cuantos
pensamientos se nos ofrecen. Pongamos otro ejemplo: ofrécese un pensamiento de
soberbia, diciendo que será bien que os estiméis, y que tenéis parte para
pretender esto o lo otro: entonces llegáis con la piedra de toque de la fe, y con ella
conocéis cuán despreciado merecéis ser por vuestros pecados, y juntamente que
toda la gloria de este mundo es basura y estiércol. Llega otro pensamiento de
deleite o de riquezas, ponéosle la luz en la cara, y quitándole el rebozo y la
máscara a este pensamiento, veis que no es otra cosa sino inmundicia y
suciedad, y que toda carne es heno, y que las riquezas y bienes temporales de
esta vida son más espinas que punzan, que bienes para dar verdadera hartura. Y
por el contrario ofrécesele a uno un menosprecio, una tribulación o trabajo,
aplica la luz dela fe y de la verdad, con
la cual echa de ver que es gran bienaventuranza el ser menospreciado y olvidado
de los hombres, y que la cruz y trabajos son los medios y camino real del
cielo. Viendo esto con los ojos de la fe
no deja uno perder la ocasión del trabajo y confusión, sino antes como
diestro artífice que conoce la fineza de las piedras, éntrala dentro de casa y
recíbela con los brazos abiertos. Esto es, pues, avivar la fe, e ir con su luz
quitando el rebozo y la máscara a todas las cosas que se nos ofrecen en esta
vida, y descubriéndoles la cara que tienen y lo que son en los ojos del
verdadero Dios, y naciendo el caso de las cosas del mundo como quien vive en otra
región, del todo contraria a esta, donde las cosas se miran con otros ojos, y
se pesan con diferente peso, y se estiman y compran con diferente precio; donde
la honra es vanidad y bajeza, la deshonra gloria, el deleite estiércol, el
tormento y tribulación regalo,
las riquezas embarazo y carga, la pobreza alivio y descanso. Y finalmente, en
esta espiritual región se juzga y pesa el ser de las cosas con las balanzas
contrarias a las que en el mundo se usan, porque en ellas se miran como en sí
son, y no conforme a la opinión vana, ciega y engañosa del mundo.
Séneca dijo que
acaecía de ordinario a los hombres que viven en este mundo lo que a los niños. Porque
a estos, si les queréis asombrar y poner miedo, hacéis que otro muchacho o criado,
con quien suelen jugar y conversar, de vuestra casa, se ponga una máscara, el
cual luego que es visto del niño, comienza a temer y llorar amargamente,
pensando ser alguna cosa horrible y espantosa lo que se le representa, como quiera que no sea más que otro
muchacho como él con una máscara. Y así el padre, para quitar el miedo al niño,
llega y quita la máscara, y sale a plaza el mozo o muchacho que estaba
escondido, y el niño se ríe y pierde el miedo, viendo que es otro muchacho, a
quien él diera de bofetones si le conociera. Todo esto es de Séneca (Epist. XXIV); y así aconseja a
los hombres que quiten la máscara a las cosas que se les pueden ofrecer, aunque
más se representen terribles y duras.
Este quitar la máscara
a todas las cosas que parecen ásperas y duras o de gran desprecio en esta vida,
pero necesarias o convenientes para conseguir la eterna, lo habernos de hacer
con la mano de la fe, y hallaremos que
todo lo que se puede ofrecer consiste en aprensiones y opiniones; y si pasa más
adelante a tocar en obras, mirando con fe
el premio eterno, la gracia y protección que el Señor tiene prometida
a los justos que en él esperan, parecerá todo nada.
CAPÍTULO XI
Donde se pone el verdadero sentido de estas Palabras: el justo vive de la fe
En los capítulos
pasados con el favor divino habernos reducido a práctica la virtud de la fe, la cual, como habemos
dicho, es la parte más necesaria en la vida espiritual y la guía de los que caminan
con apresurado paso a la bienaventuranza. Porque notoria cosa es que la fe y todo lo demás que
la Palabra Divina nos enseña, fue inspirado por Dios a su Iglesia e infundido
en los corazones de los fieles, para que fuese en los errores y tinieblas de
nuestro entendimiento luz clara y fiel, y en los trabajos de esta vida
consuelo, y una como oficina general donde hallásemos medicina para nuestras
llagas, esfuerzo para nuestras flaquezas, y saludables manjares para conservar
y aumentar la vida espiritual del alma. Esto es lo que quiso decir el Apóstol
escribiendo a los corintios: Todo lo que la Escritura Sagrada y fe nos enseña nos
sirve como de un espiritual colirio para abrir los ojos, y unos como aforismos del cielo para curar nuestras
heridas, conservar la salud y sacar frutos de consuelo, paciencia y esperanza
en las tribulaciones de esta vida. Porque si bien lo consideramos, la fe y Palabra Divina la
ordenó Dios como una triaca general para este bien universal y común remedio
del hombre.
Supuesto, pues, que
la fe y Palabra Divina
contiene en sí mantenimiento y medicina universal, y es ordenada de Dios para
fin tan universal, como habemos visto, manifiesta cosa es que el uso do ella
quiso Dios que fuese común y general a todos; y de la manera que para nuestra
voluntad por la malicia del pecado estragada, proveyó Dios en los justos del
hábito de la candad, que fuese como una centella de fuego que les alentase y
encendiese para el bien, y como un horno común en que se calentasen y sazonasen
todas sus obras, según aquello que está escrito, todas vuestras cosas se hagan en caridad (I Cor. XVI), ordenó también
este maravilloso proveedor que el entendimiento tuviese otra ayuda de costa,
conviene a saber, la luz de la fe
y Palabra Divina, para que le sirviese no solo de virtud y fuerza para
conocer las cosas divinas y sobrenaturales, para las cuales según su naturaleza
estaba más torpe y desproporcionado que los ojos de la lechuza para mirar el
sol, sino también como de guía en todas sus obras, mostrándole con claridad las
pisadas ciertas por dónde tiene de caminar; por ser una lumbre, con cuya luz
vemos las verdades, no solo de lo que habemos de creer, sino también de lo que
habemos de obrar, como lo testifica el Profeta: con tu lumbre de fe descubriremos otra lumbre, que es la que se encierra en tus caminos y mandamientos.
Y así es la fe una como red
barredera que ha de caer sobre todas nuestras obras, para que estas vayan
levantadas de punto, y cumplamos con lo que Dios alaba del justo, por el mismo Profeta
(Ps. XXXII), todas sus obras en fe. Porque para que
sean perfectas las obras del justo, tienen de ir tintas, si así se permite
decir, en fe, esto es, regladas y
actuadas[19]
con luz de la fe: de donde han de
andar como hermanadas en el varón justo el fuego de caridad que está en la
voluntad, y la lumbre de fe que está en el
entendimiento: y de la manera que el que desea atesorar riquezas espirituales
procura hacer todas sus obras actuadas con la virtud de la caridad, y que
nazcan de amor de Dios, y vengan aparar en el mismo; así debe atender a que el
entendimiento, que es la guía de la voluntad, lleve siempre en la mano como paje
de hacha la luz de fe, y que todas sus
obras vayan acompañadas de ella, y aclaradas con su lumbre y verdad, que esto
es lo que alaba el Profeta Habacuc (cap.
II), vivirá el justo y se sustentará con la fe, en el sentido que
decimos que un oficial vive de su oficio, porque trabajando en él se sustenta y
gana la comida, así se dice que el justo con la fe
se sustenta, porque mediante la práctica y ejercicio de la fe gana la comida para
el alma: de ella se viste, porque granjea las virtudes, porque en ella como en raíz y semilla están encerrados todos los
tesoros y frutos de vida eterna con que Dios sustenta en esta vida, y tiene
premiados en la otra a los que le aman. Y por esto con razón el Apóstol (Hebr. XI) llamó a la fe sustancia, como
habemos dicho, que sin torcer el sentido literal, le quiso llamar sustento y
sustancia de la vida del justo, porque ella es el principio, fundamento y raíz de
la vida espiritual. Y por esta causa dijo el Profeta que el justo vivía de la fe, no porque ella
sola baste para darnos vida y sustento, sino porque con la consideración y representación
de las cosas que ella nos enseña, nos mueve a seguir el bien y apartarnos del
mal. Y por esta misma razón nos la manda tomar el Apóstol por escudo contra
todas las saetas encendidas del enemigo, esto es, contra todas las tentaciones;
porque no hay mejor escudo contra las saetas del pecado que traer en memoria la
gravedad de él, y el castigo eterno que la fe
nos enseña que Dios hará contra el pecado.
Y si queremos
descender más en particular, esta fe
nos enseña a vivir bien, es una candela resplandeciente que alumbra
nuestros entendimientos, un dedo de Dios que nos muestra la verdad, médico que
nos enseña las medicinas con que curemos las dolencias de nuestra alma. La fe es nuestro
legislador que nos da leyes de bien vivir, y la que instruye nuestra vida con mandamientos
saludables. Es como el arquitecto y maestro principal del edificio espiritual,
el cual declara a los otros oficiales lo que cada uno ha de hacer en su oficio.
La fe es el sol de
nuestra vida, que esclarece los entendimientos de los mortales, y aquellos ojos
que, como dice Salomón (Eccles. II),
están en la cabeza del sabio, los cuales rigen y enderezan los pasos de la
vida. La fe es como un adalid
que va delante de nosotros descubriendo la celada de los enemigos, y guiándonos
por camino seguro.
Y finalmente, como
exclama un religioso Doctor, la fe
es el primer fundamento de la vida cristiana, y la raíz y principio de
todas las virtudes. La fe es la primera
piedra sobre que se funda todo el edificio de la vida espiritual. La fe es el norte y la
carta de marcar, por la cual navegamos seguramente por el mar tempestuoso de
este mundo. La fe nos pone delante
las principales razones y motivos que tenemos para el amor y temor de Dios, que
son paraíso, infierno, juicio final y pasión de Cristo nuestro Señor, con todos
los otros beneficios divinos. La fe
nos declara perfectamente la hermosura de la virtud y la fealdad del
pecado, para que amemos lo uno y aborrezcamos lo otro. Y por concluir muchas
cosas en pocas Palabras, la fe es maestra de
nuestra vida, principio de nuestra justificación,
fundamento de la esperanza, sabiduría de los humildes, filosofía de los
ignorantes, esfuerzo de los flacos, consuelo de los tristes, freno de los
pecadores, acusadora de los malos, refugio de los buenos y tormento perpetuo de
la mala conciencia. Y sobre todo esto la fe, cuanto al conocimiento, levanta al hombre sobre la naturaleza
humana, y le pone en el orden
de las cosas sobrenaturales y divinas, por ser ella una lumbre sobrenatural que
el Espíritu Santo infunde en nuestras almas, la cual sin razones ni argumentos
humanos nos inclina a creer firmemente todo lo que Dios nos tiene por medio de
su Iglesia revelado. Y así con mucho fundamento se puede llamar la fe sustento y
mantenimiento del justo.
CAPÍTULO XII
Como no solo el justo sino también el pecador vive y se sustenta de la fe
Como sea cierto que
el sustento del alma sea la gracia, todo aquello que ayuda al pecador a
conseguir la gracia, ayuda por consiguiente a granjear el sustento y
mantenimiento del alma. Pues lo que pretendemos en este capítulo, es declarar cómo
la fe avivada es la que
despierta al pecador del profundo sueño del pecado, y le mueve a convertirse a Dios,
y a procurar todas las demás disposiciones que la misma fe enseña que son
necesarias para la justificación. No pretendemos decir que la fe sola justifica, como
falsamente han imaginado los herejes de nuestro tiempo, movidos más por sus
antojos y depravados afectos que por la verdad de lo que la Escritura Sagrada enseña.
Y porque nuestro intento más es en este escrito
componer un breve y piadoso tratado, que disputar prolijas cuestiones,
diré brevemente cómo el pecador vive y se sustenta de la fe, y cómo por ella se
dispone para la justificación y gracia divina.
Primeramente es
cosa cierta que la fe sola no basta para
justificar al pecador, sino que es necesario que concurran otras disposiciones
y actos de otras virtudes. Esta verdad que la fe
misma nos enseña, está determinada en el sagrado concilio Tridentino (ses. VI, cap. 6), dónde pone demás de la fe
el temor de Dios, la esperanza de su misericordia,
el dolor de haberle ofendido, el afecto de amor, el propósito de recibir los
Sacramentos, y juntamente de hacer nueva vida y cumplir los mandamientos
divinos. Pero de todos estos actos y afectos de disposición para la gracia, el
principio y fundamento es la fe,
y por esto dicen san Agustín (De
praedes, Sanctorum cap. 7)
y san Próspero (Lib. III De vita contemplativa,
cap. 21), la fe
es el primer fundamento, del cual proceden más las
demás disposiciones para la gracia; porque la fe es la que nos
enseña cuáles hayan de ser estas disposiciones, y el modo cómo nos habemos de
aprovechar de ellas. Es la fe
como aquella candela que encendió la mujer evangélica, esto es el
alma, para buscar la margarita preciosa de la gracia que había perdido, con
cuya luz no solo se alumbraba la candela así misma, sino que descubría el camino
por donde había de caminar para hallarla. De esta manera nos aprovechamos de la
luz de la fe en nuestra justificación, que no solamente vemos con ella a la misma fe que nos alumbra,
sino que juntamente nos muestra los otros medios de que nos habemos de
aprovechar para conseguir la justicia. Para que mejor se entienda, pondremos
aquí brevemente la práctica y modo con que el pecador se sustenta y vive de la fe cuando se dispone
para la justificación. Primeramente, acaece muchas veces, que estando el hombre
engolfado en vicios y pecados, le enviste Dios con una luz, que es decir, que
le aviva la candela de la fe
que estaba muerta, y dale un conocimiento sobrenatural en el
entendimiento, el cual por una maravillosa manera le despierta y aviva, para
que entienda algunas verdades que la Escritura Sagrada y la fe enseñan, cuales son
la fealdad del pecado, la vanidad del mundo, el peligro y engaño en que vive, y
juntamente le da un conocimiento grande de la justicia divina, con que Dios
castiga con eternas penas el pecado; y por otra parte le representa su inmensa
bondad y misericordia, con que facilísimamente perdona al pecador que se
arrepiente de haberle ofendido. Pues esta luz es el primer principio de la justificación,
porque de aquí comienza Dios el edificio espiritual de nuestra alma: y de aquí
parte el navío llevando siempre por norte la luz de la fe, hasta llegar al
puerto de la salud de la gracia. Por dónde esta luz
viene a ser la fuente y como raíz de toda la justificación, y así es la primera
cosa que Dios planta en nuestra alma. De donde así como cuando Dios crió el
mundo, la primera cosa corporal que hizo y la primera Palabra que habló, fue esta:
hágase la luz, y luego
fue hecha la luz; así en la generación espiritual del alma, la primera cosa que
hace y la primera Palabra que dice, es: hágase luz; como si dijese, enciéndase esta
candela de la fe que está muerta. Y
con esto envía un nuevo rayo de luz con que el alma ve claramente el
despeñadero y peligro en que está, y jumamente procura los medios para salir de
él. Esta luz es de la que proceden todos aquellos santos afectos y movimientos
de temor, de esperanza, de contrición, de amor, de propósito de nueva vida,
etc., que el Concilio sagrado pone. Porque esta luz abre los ojos del pecador,
y con ella ve la horrible fealdad y gravedad del pecado, y conociendo la pena
eterna que por él tiene merecida, comienza a temer la justicia divina, y aunque
se halla digno por esta parte de las infernales penas, mirando por otra con
ojos de viva fe la infinita bondad
y misericordia de este gran Dios, y las promesas que tiene hechas a los que en
él esperan, concibe nuevas esperanzas de su espiritual salud, y descubriendo
con esta misma candela y luz de fe,
que lleva en las manos, el medio principal para alcanzar perdón de sus
culpas ser el dolor de ellas y propósito de la enmienda, procura tener contrición
y dolor grande de ellas. Veis aquí cómo la fe
es el origen de la justificación y gracia del pecador; pero no sola
ella, sino acompañada de las otras disposiciones y actos de virtudes.
También es de saber
que esta fe, aunque está en el
pecador, por no estar a sus principios informada por la caridad, en cierta manera se puede decir muerta y fe imperfecta. Pero
absolutamente por ser principio de la vida y sustento del justo se puede llamar
viva o avivada, pues el Apóstol
Santiago con razón llamó muerta solamente a la fe
que no es acompañada de obras; y esta lo está, y de ella nacen obras
que son semilla de la vida eterna, por ser la fe,
como acabamos de decir, el principio de donde comienza la justificación.
Esta es la causa, como muy bien advirtió el concilio Tridentino (ses. VI, c.
8), por la cual la Escritura Sagrada muchas veces suele decir que la fe es la que
justifica, porque de ella comienza la justificación; y ella es la que También
con su luz descubre las demás disposiciones que son necesarias para esta misma
justicia.
No es menos digno
de considerar en este propósito el estilo que la Sagrada Escritura tiene, que
es atribuir la justificación y gracia a
algunas obras buenas que ayudan mucho para ella, aunque ellas solas no
sean suficientes disposiciones para la gracia. Así vemos que hablando de la
limosna dice, que quita el pecado, como el agua apaga el fuego. Y del temor
dijo el Sabio (Prov. XIV), que
era fuente de la vida, y que borra el pecado. (Eccli. I). Y de la
esperanza (Prov. c. XXVIII),
el que espera en el Señor se salvará. Como quiera que ni sola la limosna, ni solo el temor, ni sola
la esperanza, ni otras virtudes a quien la Escritura suele atribuir la salud y
medicina del pecado, basten por sí solas para justificarnos.
Finalmente si
atentamente lo consideramos, hallaremos que en la Escritura se le atribuyen a
la fe, por ser virtud
universal, muchos actos y ejercicios de otras virtudes, como largamente se
puede ver en la epístola que escribió a los hebreos san Pablo, adónde
refiriendo las maravillas que los Santos hicieron por medio de la fe, atribuye a la misma
fe las operaciones y ejercicios de otras virtudes, como se ve, cuando dice que
los Santos por la fe vencieron los
reinos, que es propio oficio de la virtud de la fortaleza; que obraron
justicia; que consiguieron las promesas, etc., que son cosas que pertenecen a
la virtud do la justicia y esperanza. Pone en la misma epístola otros ejemplos
que los Santos hicieron con la fe,
los cuales también inmediatamente nacen de los hábitos de otras
virtudes distintas de la fe, como cuando dice,
que Abel con la fe ofreció sacrificio
agradable a Dios, que Abrahán con la fe
obedeció a Dios, que lo uno pertenece a la virtud de la religión, y lo
otro a la de la obediencia. Y todos estos y otros actos heroicos de virtudes
que allí refiere san Pablo, los atribuye a la fe
como a causa y principio universal, y como a virtud imperante a otras
muchas. Y en este sentido se puede bien decir que la fe justifica, porque a
ella se atribuyen como a principio y causa universal las
demás disposiciones que son necesarias para la justificación.
CAPÍTULO XIII
Del efecto principal de la fe, que es la pureza del corazón
Hablando el Apóstol
san Pedro de la fe, dice en breves Palabras
grandes efectos de esta virtud: las que el Apóstol dijo, como se refiere en los
Actos, son estas: la fe
purifica y limpia los corazones. Esta pureza de corazón es una de las principales bienaventuranzas de
esta vida, pues por medio de ella el alma se hace capaz, según Cristo enseña,
para ver a Dios en aquel grado y altura que en esta peregrinación y destierro
se permite; y así por esta parte son grandes los bienes que esta pureza de corazón
encierra, los cuales al presente reduciremos a tres principalísimos. Advirtiendo
primeramente que la causa por que a la fe
se atribuye el purgar el corazón, es porque la fe libra al hombre de
la mezcla y escoria de los errores y falsas opiniones acerca de Dios y de las
cosas divinas, y por consiguiente de la afición y apegamiento
a las cosas temporales con que se mancha y ensucia grandemente nuestro, corazón.
Primeramente la fe se dice que purga el
corazón no solamente de los errores, sino también de la ignorancia y rudeza que
hay en nuestro entendimiento para levantarse al conocimiento de las cosas
sobrenaturales y divinas. Porque así como Dios por razón de su ser sobrenatural
inmensamente excede a todo nuestro ser natural, así el conocimiento de Dios
excede infinitamente a la capacidad natural de nuestro entendimiento. En este
sentido nuestro entendimiento se puede llamar impuro, no tanto por la mezcla de
errores, cuanto por la bajeza de su natural condición para conocer una
sustancia sobrenatural que infinitamente sobrepuja a la esfera de su saber. Así
como el ojo de la lechuza para ver el sol es flaco y desproporcionado; así lo
es también nuestro entendimiento para el conocimiento de Dios. Y dícese
purgarse por medio de la fe, porque levantándose
sobre sí se purga de la rudeza de la luz y conocimiento natural.
No solo purga la
rudeza e inhabilidad de nuestra razón sino también de la humana flaqueza.
Natural es al hombre en las cosas que no ve y que son sobre lo que entiende
fluctuar y dudar en el conocimiento y fe
con que las cree. Pues esta flaqueza e inconstancia purga
maravillosamente esta luz sobrenatural de la fe,
que no solamente alumbra, sino que también conforta nuestra razón para
que crea tan firmemente misterios tan altos y tan sobrenaturales como si los
viese con los mismos ojos, y que por la verdad de ellos derrame su sangre, como
se ve en el ejemplo de tan innumerables Mártires que constantísimamente
quisieron perder antes la vida que la fe
con que creían semejantes misterios.
El segundo bien que
causa la fe, es purificar el corazón
de los errores acerca de Dios y de las demás cosas que la fe y la Escritura
Sagrada enseñan. Y así por medio de la fe
se desterró la idolatría del mundo, y ahora con su luz se expelen las
tinieblas de la herejía, así como a la luz del sol la oscuridad y tinieblas de
la noche.
Todo esto que
habemos dicho pertenece a una purgación especulativa del entendimiento, y
propiamente es efecto de la fe especulativa el
purgar de la rudeza de nuestro entendimiento y de los errores que ha tenido o puede
tener acerca de Dios. Pero la fe
práctica, que como habemos declarado arriba es la que nos encamina a
obrar bien, purga de muchos errores y falsas opiniones, a los cuales de
ordinario se siguen desordenados afectos y pasiones. Y así purgando la fe, el entendimiento
por consiguiente purga el afecto. Por la ceguedad del pecado casi nacemos y nos
criamos en este mundo entre espinas de errores, dónde aun entre, los cristianos
que profesamos la fe católica hay los
mismos errores y falsedad de opiniones, y las pasiones tan vivas como entre los
gentiles que nunca tuvieron fe. Sino decidme ahora
¿si entre los romanos hubo más ambición de honra que entre los cristianos? ¿Y
si entre estos hay menos codicia de hacienda y de deleites que entre los
epicúreos? No parece sino que los hombres están durmiendo un profundísimo
sueño, y que están encantados y ligados los ojos de la razón. Como acaece a los
visionarios que les parece que ven
grandes palacios, prados, arboledas y otras cosas
semejantes, y no es sino que el demonio les tiene ligados los ojos dónde les
representa estas especies é imágenes; pero a la verdad ninguna cosa de estas
tiene realidad ni existencia. Pues el oficio de la fe es purificar el
alma de estos engaños y errores, y despertarla del profundo sueño y engaño en
que está puesta por la ceguedad del pecado, de dónde se colige cuánta sea la
necesidad de ella. Cuando un hombre está durmiendo vive engañado, porque, como dice
san Agustín y santo Tomás (Lib. XII super
Genes., I p., q. 84,
art. 7), cree y tiene por cierto que aquellas imágenes que se le representan en
sueños son las mismas cosas reales, y así cuando sueña que el loco le sigue,
teme vanamente que le hiera, y no es sino la figura que el sueño le representa.
Piensa el codicioso que es tesoro el que durmiendo ha hallado, y no es más que
su imaginación que se lo representa; y así hace de sus imaginaciones historias,
y de las historias imaginaciones: porque como predomina la imaginación, y por
otra parte está ligada la razón, es necesario que ande todo desbaratado, como
se echa de ver por experiencia en los locos. La causa es porque la imaginación
no está corregida por la razón, y así necesariamente ha de hacer su oficio, que
es representar las figuras y especies de las cosas tan vivamente como si fuesen
realmente las mismas cosas. Y esto es por ventura lo que quiso decir
Aristóteles, cuando dijo que la imaginación de su naturaleza representa y
aprehende las especies de las cosas como si verdaderamente fuesen las mismas
cosas. Esto se entiende mientras no está corregida y desengañada de otra
potencia superior, que es la razón.
Pues ¿qué remedio
para sacar a este hombre que está durmiendo de este engaño? no hay otro, sino
que venga la luz superior de la razón y desengañe al hombre que está tomado de
su imaginación, y eche de ver que aquello es engaño y vana representación. Y
así vemos que en despertando del sueño, como también despierta la razón que
estaba ligada con la enajenación de los sentidos, juzga que es engaño, mentira
y sueño todo lo que ha pasado, y entonces mediante la luz de la razón vuelve el
hombre sobre sí, y tiene perfecto juicio de las cosas. Así acaece a los
pecadores que duermen un -profundo sueño, de los cuales dijo bien el Profeta: Como
sueño de gente que anda en pie, desliarás, Señor, con la luz de tu verdad
las imaginaciones y fantasías que durmiendo han concebido. Y en otra
parte: Durmieron y soñaron los ricos que eran bienaventurados, y despertando
del sueño se hallaron las manos vacías. Donde lo mismo es durmieron su sueño, que pasaron una vida tal,
que no fue otra tosa sino un sueño, en el cual están los hombres como encañados
y absortos entretenidos con las imágenes de las cosas, adormecidos con el
"canto de las sirenas” y sonido que les hacen las cosas temporales. Isaías
llama sueño a toda la felicidad de esta vida, porque no es más que una representación
de bien. De esta manera, dice, que el que duerme sueña que come y bebe, y
cuando despierta se halla con su hambre y con su sed; así son los que gozan de
esta felicidad mundana. ¿Qué de cosas temen los hombres, que no hay que temer?
¿Qué de veces se sueñan ricos y dichosos, y no es más que sueño e imagen de
dicha? Esta es una de las causas por qué con razón podemos decir que los pecadores
que tienen muerta y como dormida la luz de la fe,
no forman perfecto
juicio y conocimiento de las cosas, así como no lo pueden tener los que
duermen.
También podemos
decir que nace este engaño y falta de perfecto juicio de estar el hombre por el
pecado y por razón de los hábitos viciosos y pasiones de que está cercado
enfermo y como loco, y trastornado el seso. Los médicos de ninguna señal tanto
se aprovechan para conocer y entender si un hombre está sano o enfermo, como
mirarle a las obras que hace y a los dichos y sentimientos de las cosas. Si
estos son buenos y sanos, es cierto que tiene salud y buena disposición en el
juicio: y si lisiados y
dañados, infaliblemente está enfermo. En este argumento se fundó aquel gran
filósofo Demócrito para probar a Hipócrates que todo el mundo estaba enfermo. Y
así considerando este filósofo el juicio que tenía el mundo tan desvariado de
las cosas, su vida era una continua risa, pareciéndole que este mundo no era más
que una casa de locos, cuya vida era una comedia graciosa representada para
hacer reír a los hombres, y la enfermedad y locura que a Demócrito era materia
de risa, le era al otro filósofo Heráclito de sentimiento y de llanto, y de la
manera que cuando en una casa de familia está el hijo enfermo, y desvariando,
el padre y la madre lloran, y los criados que no les toca ríen los disparates
que dice; así considero yo estos dos filósofos: al uno que amaba mucho a los
hombres y sentía mucho su enfermedad y lloraba, y al otro que desde afuera la
miraba, y se reía del mundo.
Confírmese también
esta locura y enfermedad por los juicios tan varios y engañosos que tienen los
pecadores y mundanos de las cosas, los cuales son nacidos de los antojos de las
pasiones de que todo el mundo anda tomado. Todos los filósofos naturales
convienen en que las potencias con que se ha de hacer algún conocimiento han de
estar sanas y limpias de las cualidades del objeto que han de conocer, so pena
que harán juicios varios y todos falsos. Finjamos, pues, cuatro hombres
enfermos en la compostura de la potencia visiva, y que el uno tenga en el humor
cristalino una gota de sangre empapada, y otro de cólera, y otro de flema, y
otro de melancolía. Si a estos, no sabiendo ellos de su enfermedad, les
pusiesen delante un pedazo de paño azul para que juzgasen del color verdadero
que tenía, es cierto que el primero diría que era colorado, y el segundo
amarillo, y el tercero blanco, y el cuarto negro.
Y si estas cuatro
gotas de humores las pasamos a la lengua, y les diésemos a beber un jarro de
agua, el uno dirá que era dulce, el otro que amarga, el otro salada, y el otro
aceda. Veis aquí cuatro juicios diferentes en dos potencias, por razón de tener
cada una su enfermedad, y ninguna dio en el blanco de la verdad ni alcanzó el
perfecto juicio de su objeto. La misma razón y proporción se halla en las
potencias interiores del alma, las cuales de ordinario juzgan según el humor
predominante y pasión que en cada uno reina. Y por esta razón dijo Aristóteles
que cual es cada uno, tal juicio tiene de las cosas, y del color que tiene el
alma corta también de vestir a las cosas que ama. El avariento juzga y tiene
por Dios al dinero; el soberbio hace ídolo de la honra, y el carnal pone su
bienaventuranza en el deleite. Todos estos, aunque tienen
ojos, no ven; y aunque orejas, no oyen: y así se engañan, porque tienen enfermo y lisiado el órgano del sentido
interior. Y esta es la causa que la muestra contrahecha del bien la juzgan por
bien verdadero, y el oro falso por acendrado y fino, y la felicidad engañosa y
aparente por la verdadera. Están embriagados con aquel vaso de vino de
Babilonia (Apoc. XVII) que de
fuera está dorado y de dentro lleno de ponzoña[20].
Ayuda el demonio también
a este engañoso juicio, el cual como es tan gran pintor dibuja tan al vivo las
figuras de las cosas del mundo, que con no haber en ellas más de unas pinturas
que no pasan de unas líneas desnudas sobrepuestas en la superficie del bien,
les hace creer que son figuras que tienen vida y ser y existencia de bien; aunque no sean más (como decía
Platón) que unas sombras e imágenes contrahechas de los bienes verdaderos. Con
esto viven los hombres semejantes a las bestias, sin tener más discreción que
una de ellas para distinguir de la apariencia a la existencia y de lo vivo a lo
pintado, abrazándose con la figura e imagen del bien como si fuera el mismo
bien. Y de esta manera vive y pasa toda la vida en un continuo engaño. Y esto
quiso dar a entender el Profeta David: pasa la vida el hombre entretenido
con las imágenes y apariencias de las cosas. Y así todo el mundo viene a ser una tragedia, sin tener en sí más
ser que de una imagen pintada, como lo dio a entender el Apóstol: pasa la figura de este mundo; figura
y pintura llama al mundo, porque los que viven en él se entretienen y sustentan
con las figuras con que el los engaña. Todos estos engaños significó el Sabio
en breves Palabras cuando dijo (Prov.
IV): Tiene el hombre hechizado el sentido, y esto le hace no ver claramente
los bienes, y le es ocasión de tener trastornado el seso, y tiene los hombres como
embelesados y encantados.
De todos estos
principios y causas proviene la falsa opinión y estima que los hombres tienen de las cosas, y la balanza engañosa con que las pesan,
porque están dormidos; y si despiertos, tan enfermos y estragados los órganos
del perfecto juicio, y tan embriagados y ciegos con las apariencias de los
bienes terrenos, que apenas hay quien juzgue las cosas como ellas son. Y esta
es la ocasión que David llama tan aboca llena a todos los hombres mentirosos
y engañados en sus balanzas,
como si dijera en sus juicios. Y en otra parte, todo hombre es mentiroso; porque todo es una continua mentira y
error, juzgándolas que no son más que especies y representaciones de bien y
felicidad por la misma que es verdadera y eterna felicidad. Con razón dijo que
son balanzas y pesos falsos, en las cuales si pesáis un punto de honra en una balanza
y en otra el cielo, irá el punto a lo alto y vendrá el cielo al suelo. Si un
deleite que es tan momentáneo, y en otra el huir el infierno, irá la balanza de
vuestra condenación y vos con ella tan baja que os iréis al infierno a trueque
de no dejarle, pues no quiere Dios que se pese con este peso, sino con el del santuario,
esto es el de la fe, que es peso verdadero y fiel. Pesad aquí los bienes celestiales y temporales,
veréis cómo pesa más un grado de gracia y caridad que todo el mundo; un oprobio
pasado por Cristo que todas las honras de la tierra. Cristo nuestro bien vino a
poner precio a las cosas, y púsole con su ejemplo y su doctrina. Vio esta plaza
del mundo desde el cielo y tantos mercaderes y negociantes en ella, y dolíase
mucho de ver tratar y contratar a los hombres en cosas de tan poca sustancia, y
que empleaban su caudal en mercancías vanas. ¿Por qué empleáis vuestro sudor y
caudal en cosas que no os pueden dar hartura? y viendo que sus voces no
bastaban bajó a la plaza de este mundo: entróse entre estos mercaderes, y como más
sabio y poderoso comenzó a descubrir la bajeza de las mercaderías y los engaños
y fraudes de los vendedores, que son los demonios, que tan caro venden la muerte,
y puso precio a cada cosa muy contrario al que corría, porque dio gran baja a
lo que estaba en grande estima, y a lo que estaba muy bajo lo dio gran valor, como
más largamente diremos en el libro segundo.
Pues el remedio que
tiene este sueño y desvariada locura, es que sobrevenga alguna luz superior que
corrija el sentido, que no pendra más que la superficie de las cosas: así como
cuando uno está durmiendo sueña y cree mil disparates, pero en despertando, la razón
corrige a la imaginación y hace entender como no era más que sueño y representación
lo que antes soñaba como verdad; y así una potencia interior corrige a otra. De
la misma manera se corrige un sentido con otro, como lo vemos por experiencia
en algunas yerbas que nacen en los campos, las cuales miradas de lejos parecen
muy hermosas, pero llegando a ellas y tocándolas con las manos, dan de sí tan
mal olor, que las sacude luego el hombre de sí, y corrige entonces el engaño de
los ojos con el tocamiento de las manos. Pues para salir el hombre de todos
estos engaños, errores y falsas opiniones que ha concebido de las cosas con que
el corazón está manchado y sucio, es necesario que despierte y avive la luz do
la fe que está como
muerta, la cual corrija y purifique de estos engaños así los sentidos como la razón,
y desengañe al hombre, de la manera que sucede aun caminante que en una noche
oscura y tenebrosa pierde el camino y el tino juntamente, y se entra a oscuras
adormir en una cueva, y despiértale a la mañana la luz del sol; y en
despertando se halla junto a la cueva de algún león, y mirando por otra parte
echa de ver que si pasara adelante dos pasos más se despeñara, donde por
ventura se hiciera mil pedazos. Todos estos peligros que con la oscuridad y
sueño no veía, le descubre la luz del sol. Y él no se acaba de santiguar y
admirar del peligro donde sin advertirlo estaba puesto. Esto mismo pasa a los
que dormidos en un profundo sueño de muerte viven en este mundo cuando les
amanece y despierta la luz de la fe,
con que miran con otros ojos las cosas mundanas, y que todo era
peligro de vida lo que él tenía por felicidad, y que no eran verdaderamente
bienes lo que él juzgaba, ni males los que temía.
También esta luz de
fe sana la vista del
alma, quita las cataratas de los ojos, que son las pasiones que turban y ciegan
la vista, y así tiene por propio efecto, como habemos dicho, purificar y
limpiar los ojos del corazón, para que mediante esta luz juzgue el hombre, y
con certidumbre discierna entre la verdad y mentira, y
descubra las pinturas vanas que el demonio pinta, y rastree los vivos de la eternidad;
y así hace que los hombres vivan en verdad. Todo esto es lo que quiso decir el Profeta
Habacuc cuando dijo, que el justo vivía de la fe. Porque así como el
pecador y mundano vive con los sueños e imágenes de las cosas, y se entretiene
y pasa con las figuras y sombras que su antojo o locura le representa, y así
vive de la mentira; el justo, por el contrario vive de la verdad de la fe, y se sustenta no
con la superficie y apariencia del bien, sino con la médula y sustancia de él,
porque se sustenta con la fe,
de la cual dijo san Pablo que era sustancia, para distinguirla delos
accidentes y sombras de las cosas transitorias, de que viven los mundanos.
Esta luz es vida al
justo, porque así como de la falsa estimación que los pecadores tienen sacan
engaños de muerte; así de la verdad de la fe
saca el justo luz que le es principio de vida, porque con ella les va
quitando el rebozo y máscara que el mundo tiene puesta a las cosas, y les
descubre la cara, y saca a luz el rostro que cada uno tiene.
CAPÍTULO XIV
Donde se pone la conclusión de todo este primer libro
Pues como sean tantos y tan grandes los frutos de la fe, como la que es principio y raíz de todo nuestro
bien, uno de los principales cuidados y oficios del buen cristiano ha de ser
labrar y cultivar esta raíz : así como el hortelano la principal diligencia que hace,
es cultivar la raíz del árbol: aquella riega, estercola, limpia y cava la
tierra que tiene junto a sí y
la hace muelle para que el agua y el sol llegue, y penetre más las raíces,
pareciéndole que el beneficio que se hace a la raíz redunda en todo el árbol.
Así debe el cristiano poner sumo trabajo en el ejercicio de esta virtud de la fe, procurando crecer
cada día más en el conocimiento de Dios, para crecer más en su amor y las demás
virtudes. De lo cual parece cuán grande puede ser el fruto de este trabajo,
pues con este ejercicio con mucha facilidad vendrá el cristiano a hallarse con
una gran prontitud para creer los misterios y artículos que profesa, y
aprenderlos de tal manera, que pendre la medula y dignidad de ellos, y con esto
tenga su anima un suavísimo pasto y mantenimiento con la inteligencia y penetración
de estas verdades, que son las más altas, nobles y divinas que de cuantas
ciencias humanas hay se puedan alcanzar. Será también su anima confirmada en
las verdades de nuestra fe, las cuales mira no como
historias soñadas, sino tan vivamente como si ahora pasaran delante de sus
ojos, con que vendrá por una nueva manera a tocar, y como apalpar (si así se
sufre decir) los misterios que cree. Y aunque esta doctrina sea general, y el
fruto común a todos los fieles; pero particularmente es provechosísima para las
almas que tratan de los ejercicios de oración, para los cuales ponemos por
principal fundamento, que uno procure crecer más en la virtud de la fe: y de la manera que
procura crecer más en la caridad, para amar más a Dios; procure crecer más y más
en la fe para conocerle y
contemplarle. Que es lo que amonestaba el Apóstol, diciendo: Que el Evangelio y Palabra divina es salud
para todos los que creen; porque en él se manifiesta y enseña la justicia de
Dios, esto es, los caminos por donde habemos de alcanzar la justicia,
obrando por medio de lo que la fe
nos enseña, ejercitándose en esta misma fe,
y creciendo cada día de una fe
en otra fe, conviene a saber,
de la fe imperfecta a la fe perfecta , esto es,
de la fe que es virtud
teologal y común a todos los Cristianos, a la fe
más perfecta, que se atribuye al don del entendimiento, con que más
altamente se penetran los misterios y Palabra Divina que la fe enseña , y
finalmente de esta a los actos heroicos de esta misma fe, como es gratia
gratis data, con que tan
vivamente los justos que la poseen tienen tan gran certidumbre de lo que la fe les enseña, que les
parece evidencia, y que ya no creen sino que ven lo que la fe les dice, como decía Fr. Gil cuando oía el Credo, que daba
voces diciendo: No digáis creo, sino veo:
tanta es como esto la certidumbre a que llegan en esta vida los que se
ejercitan en la virtud de la fe, que les parece
evidencia, aunque realmente no lo sea.
Por dónde es gran
lástima, y uno de los mayores castigos que Dios permite en su Iglesia, que
olvidadas y arrinconadas estas verdades de la fe,
las cuales son como unas vivas centellas que causan no solo luz, sino
fuego en el alma, se anden los hombres (y lo que más es, los espirituales) a
caza de conceptillos y consideracioncillas, las cuales en tanto son de
provecho, en cuanto son medio para avivar al alma en las verdades de la fe y arraigarla más en
ellas. Apenas hay quien haga pie en estas verdades tan infalibles, tan sólidas
y eternas. Porque aunque hay muchos que se aprovechan de algunas de ellas, pero
más las miran como consideraciones y verdades a secas, que como verdades de fe, esto es, con ponderación
de verdades ciertas, eternas, inefables, infalibles, y como verdades hechas en
el mismo Dios, y dichas por la boca de la suma Verdad. Porque va gran
diferencia, como ya habemos dicho, de mirar una cosa parando solamente en que
es verdad, a mirarla como verdad infalible de fe
y dicha por el mismo Dios: y hace tanta ventaja el considerar la
verdad de esta manera, así para adquirir en el entendimiento luz de verdades
vivas y eternas, como para encender y mover la voluntad, cuanta hace la fe y la luz de su verdad a las demás verdades que no se entienden ni
conocen como de fe.
De aquí nacen dos
experiencias que cada día vemos en las personas espirituales. La primera, que
se hallarán algunas veces personas simples de poco talento y discurso para consideraciones
y conceptos, tan desengañadas, tan asentadas en las verdades, tan puestas en lo
que la fe enseña, tan firmes
en la virtud, tan constantes en la mortificación y trabajos, que admira y
espanta. Y por otra parte vemos personas que se precian de espirituales, de
buenas letras y discursos, de muchos años de oración y trato con Dios, gente
que toda la vida parece que andan juntando consideraciones, razones, medios y
motivos para adquirir virtudes, y acabo de muchos años no parece que tienen
hecho asiento ni viva ponderación de una
verdad, y teniendo hecha una grande alforja de razones, la tienen vacía de luz
de verdades sólidas, y apenas tienen digerida, ni penetrada, ni ponderada una
verdad de fe: Como a mí me dijo
una persona espiritual, después que entró en este camino de fe, que llorando el
tiempo que había perdido, me afirmaba que en muchos años que había tenido oración
no habla experimentado tanto provecho como en pocos días de este ejercicio de
la fe: porque decía, que
no le parecía que en todo aquel tiempo había hecho asiento en verdades sólidas
ni firmes, hasta que llegó esta luz de la fe
práctica. Y así hay algunos tan flacos e inconstantes en la virtud,
tan desaprovechados en la oración, y lo que más es, tan engañados en ella, que
entonces piensan que la han tenido cuando más han discurrido y estudiado. Pues
así de la una como de la otra experiencia yo no hallo otra raíz ni razón más
principal que el haber entrado unos por las verdades de la fe, y haberse
aprovechado de esta luz que el Señor infundió en nuestra alma para alumbrar el
entendimiento y encender la voluntad, y en fin, haber entrado por la puerta; y
los otros haber querido hacer pie en sus consideraciones y haberse querido
aprovechar más de la luz natural del entendimiento, la cual no es tan proporcionada
para encender la voluntad en amor, que de la luz sobrenatural de la fe, que es el medio
principalísimo y eficacísimo para adquirir la caridad y amor de Dios.
No pretendemos
quitar las consideraciones y meditaciones santas, las cuales son de grande
utilidad y provecho; solo es nuestra intención advertir dos cosas. La primera,
que todas estas consideraciones vayan enderezadas a despertar y avivar más la fe, de suerte que vayan
entrañando y arraigando más el alma en estas verdades infalibles y ciertas. La segunda
cosa es, que las almas que están más aprovechadas en el camino espiritual, si
quieren en breve tiempo caminar mucho, se ejerciten, no tanto en consideraciones
(aunque estas en algunos tiempos, particularmente cuando hay sequedades, nos
hemos de aprovechar de ellas, y de todo aquello que nos puede ayudar a
despertar la fe); cuanto de estas
verdades de fe, procurando en todas
las obras y ocasiones aprovecharse de la luz de la fe,
tomándola por instrumento principal para mover y despertar la voluntad
al cumplimiento de la voluntad divina. Esto es lo que el Espíritu Santo alaba del
varón justo por el Profeta Habacuc, cuando dice, que el justo vive y se
mantiene de la fe. Porque el oficio
del justo y varón perfecto, y el ejercicio de que ha de vivir y sustentarse en sus
necesidades, en sus tribulaciones, en la prosperidad y adversidad, ha de ser de
esta viva fe y Palabra de Dios,
informada con la caridad y avivada con la consideración[21].
LIBRO SEGUNDO
del ejercicio y práctica de la viva fe
acerca de todas las virtudes
CAPÍTULO I
Como el ejercicio práctico de la fe ayuda grandemente para la perfección de todas las virtudes, y principalmente para la virtud de la misma fe
La fe puesta en práctica
es medio eficacísimo para adquirir las virtudes y vadearse en todos los
peligros y trabajos de esta vida, por ser ella el fundamento de la vida
espiritual. Y así como el fundamento es lo primero que se pone en el edificio,
y en quien estriba todo lo demás; así toda la fábrica de las virtudes y vida
cristiana se funda y apoya en la virtud de la fe, y por eso la
llama el Apóstol (Hebr. XII), sustancia
de las cosas que se esperan. Sujeto
y fundamento, como si dijera, en que estriban las cosas que esperamos; como la
sustancia es apoyo y fundamento de los accidentes. Y en el libro del
Apocalipsis dice san Juan (cap. XXII): Que el primer fundamento de la ciudad de
Dios era de jaspe, porque en el jaspe, si bien lo miramos, parece que quiso
depositar la naturaleza los colores de las demás piedras; lo blanco del
diamante, lo colorado del rubí, lo verde de la esmeralda, lo azul de la
turquesa y lo amarillo de la ametista, y finalmente todas las piedras parece
que vaciaron allí sus colores, de suerte que el jaspe parece sustancia de los
accidentes de todas las otras piedras; en que se figura maravillosamente la
naturaleza de la fe viva; porque en ella
está depositada la semilla de todas las virtudes. Por donde así como esta
virtud de la fe ha de preceder a las
otras para que agraden a Dios; porque sin fe,
como dijo el Apóstol (Hebr. XI),
es imposible agradará Dios; así el ejercicio y práctica de esta virtud es
necesario que preceda a los actos de las otras, y las vaya acompañando para
levantarlas de punto y hacerlas crecer en el merecimiento y perfección. Por
ser, pues, esta materia cosa tan importante, como habemos tratado más
largamente arriba, me pareció sería un trabajo muy provechoso ir descendiendo
en particular a la práctica y ejercicio de esta fe, mostrando cómo
nos habemos de aprovechar del uso de ella en lodos los ejercicios de la vida cristiana,
así en los que se ordenan a plantar virtudes y desarraigar vicios y pasiones
del alma, como para oíros cualesquiera, que de ordinario se ofrecen en el
discurso de la vida humana. Y porque entre las virtudes las principales son las
teologales, conviene a saber, Fe,
Esperanza, Caridad; y de estas en orden la primera es la fe, diremos en primer
lugar de la manera que se ha de avivar la fe
acerca de sí misma, y cuánto crezca el hábito de la fe mediante este
ejercicio de la fe práctica.
Primeramente el
avivar la virtud de la fe no es otra cosa,
sino siempre que se ofrecen misterios sobrenaturales, divinos y que exceden
nuestra capacidad, rendir y cautivar nuestro entendimiento con grande prontitud
y certeza en la obediencia y verdad de aquello que no podemos comprender,
acordándose de aquello que dice el Apóstol: ¡Oh profundidad de misterios de la sabiduría
de nuestro Dios, cuan incomprensibles son sus juicios y cuan altos sus caminos! Y lo que dijo Isaías: ¿Quién pudo
jamás conocer lo que Dios siente? Y
así se han de mirar los artículos de nuestra fe
como unos misterios inefables e incomprensibles, como lo es el mismo
Dios, y que la fe misma amenaza ruina
a quien los quiere escudriñar: El escudriñador de la majestad
será oprimido por la gloria.
Y que por eso son de fe, porque no los
podemos alcanzar ni entender; y holgarse y deleitarse detener fe de cosas que
exceden a su entendimiento, para tener más que ofrecer a Dios; y juntamente de
tener un Dios tan grande y maravilloso, que sus obras y misterios sean también
igualmente maravillosos, y que su grandeza exceda a nuestra capacidad.
Asimismo se practica el acto de fe en orden a la misma
fe, cuando avivamos la
certidumbre de la fe considerando que la
misma fe nos dice que las
cosas son más ciertas que las que vemos y palpamos con nuestros sentidos. De donde ha de nacer una determinación grande de
sufrir y padecer todos los tormentos que se han padecido en el mundo por la confesión
y protestación de la menor cosa y ceremonia que la fe enseña, sin volver
atrás un punto, aunque, como decía el Apóstol, venga un ángel del cielo a decirnos
lo contrario.
A esta viveza de fe se reduce la ponderación
que se ha de hacer de todo lo que la Sagrada Escritura nos enseña, leyéndola como
si oyéramos hablar al mismo Espíritu Santo que reveló y habló por la boca de
sus siervos todo lo que en ella está escrito: y que primero dejará de ser el
cielo y la tierra, como dijo Cristo nuestro Redentor, que se deje de cumplir
todo lo que la Escritura enseña, sin que falte una jota ni un punto de ella. Y
así se han de mirar y penetrar estas verdades como verdades infalibles y
eternas, y leerse con la reverencia y atención que merecen las verdades dichas
por la boca del mismo Dios. En particular habemos de hacer grande ponderación
de toda la doctrina del santo Evangelio, y singularmente de las Palabras que
Cristo dijo por su boca, teniéndolas muy fijas en el corazón,
procurándolas entender sólidamente como ellas son a la letra sin glosa[22], como dijo Dios a san Francisco, inclinando siempre el sentido
que acerca del santo Evangelio practicaron los Apóstoles y los Santos, en quien
vivió el espíritu de Jesucristo.
También importa
grandemente avivar la fe con la Santa
Iglesia, esposa de Jesucristo, y con el Vicario de Cristo , cabeza suya, que es
el Sumo Pontífice romano, haciendo grande ponderación de este vice-Cristo que
Dios puso en la tierra por cabeza visible y juez supremo de su Iglesia , a
quien dio las llaves del cielo y de la tierra para que con ellas abriese aquel
libro cerrado de la Escritura, y con autoridad infalible nos descubriese el
sentido de los lugares dificultosos de ella, para que , como de cabeza, viniese
de ella el influjo de luz para todos los miembros de la
Iglesia.
Con estos mismos
ojos de fe viva habemos de mirar a
esta Iglesia visible con una asistencia invisible del Espíritu Santo y con una
providencia infalible de Dios para que no pueda errar ni engañarse en las cosas
que determina de fe, y para que en ella
no falte perpetuamente la semilla de la fe,
esperanza y caridad, y de las demás virtudes, y que Cristo la ha de
hacer sombra como a esposa basta que el mundo se acabe.
De aquí viene que
los que caminan por este camino de fe
viva es grande la obediencia que tienen a la Iglesia, porque saben que dijo
Cristo que el que no obedeciere a la Iglesia sea tenido como gentil y
publicano. (Mat. XVIII). Y así
las cosas que la Iglesia determina, aunque no sean de fe, las creen más que a
su propio juicio y parecer, ni de otro cualquiera hombre por sabio que sea. Además
de esto es grande el amor y reverencia que la cobran, porque saben de fe que su esposo
Cristo la amó tanto, que dio por ella su sangre. Miran todas las cosas de la
Iglesia, aun hasta la menor ceremonia, con una reverencia
grande y con una ponderación tan viva,
que si fuere más gloria de Dios dar su vida por una ceremonia de la
Iglesia, la darían con sumo gusto. Précianse mucho de hijos de la Iglesia,
tienen gran cuidado de rogar continuamente a Dios por el aumento de ella, por
los que la rigen, gobiernan, y por todos los miembros de ella. Por los que la
defienden y amparan, o con las armas, como lo hacen los príncipes cristianos, o
con el castigo de los inobedientes y rebeldes, como lo hace la santa Inquisición,
o con la pluma y disputas, que es oficio de los doctores católicos.
De mirar con esta fe las cosas de la Santa
Iglesia nace un celo grande por la
propagación y aumento de ella, el cual cuidado ha de ser común a todos los
cristianos, pero más en particular a los Prelados de la Iglesia y a los
religiosos que lo tienen por profesión e instituto, y a todos aquellos a quien
Dios ha dado partes para esto, aunque sea con grandes peligros y acosta de
muchos trabajos, ofreciendo su vida por la libertad y gloria de la Iglesia o por
la salud de las almas, acordándose de lo que decía el Apóstol (Colos. I) cuando daba a
entender cómo él cooperaba con la sangre de Cristo, ayudando a
disponer las almas para que obrase en ellas la pasión de Cristo.
De aquí viene en los que tienen celo verdadero de la
gloria de Dios y aumento de su Iglesia, un cuidado perpetuo de rogar a Dios por
aquellos que son parte para esto, como son los predicadores del santo Evangelio
que están repartidos por todo el mundo, y juntamente un deseo de poder ser de
algún provecho para el aumento de la Santa Iglesia, y un amor grande a todos
aquellos que en esto ayudan a su madre la Iglesia; y por el contrario tienen
grande aversión y odio con las herejías, y huyen de las costumbres y
conversaciones de los herejes, como si fueran fuego. Y asimismo de las
opiniones nuevas fundadas más en agudeza de ingenios volateros que en la
doctrina antigua, sólida y maciza de la Iglesia.
Los que van por este camino de fe en las cosas en
que no hay clara determinación de la Santa Iglesia, siempre van buscando la
doctrina más común de los santos Padres, y la que ha sido más recibida y
practicada en la Iglesia; y la misma elección tienen en leer libros, en oír
sermones, que siempre buscan aquellos que sirven más para la edificación de la
fe que para gusto o deleite del sentido; y de ordinario hallan más jugo y devoción
en las Escrituras sagradas, y particularmente en el santo Evangelio, que en
otros libros, aunque estos, cuando son de doctrina sana y sólida, se han de
leer y estimar, porque suelen ser de mucho provecho.
CAPÍTULO II
Como habemos de avivar la fe acerca de los artículos de la fe, y primeramente acerca del conocimiento de Dios
Esta es, dice el Salvador hablando con su eterno
Padre, la vida eterna; que conozcan a ti solo verdadero Dios, y a Jesucristo
que tú enviaste al mundo. Este conocimiento de Dios y de Jesucristo es la
sustancia de nuestra fe, y el principio y fundamento de toda nuestra felicidad
y bienaventuranza. Y este es el conocimiento que tienen los bienaventurados en
el cielo por clara visión de la esencia divina. Más como esto no ha lugar en
esta vida, recurrimos a la fe, con la cual conocemos a Dios en sí y a Dios
hecho hombre, como dos fuentes y principios de las obras más principales, que
son la obra de la creación del mundo y la redención del género humano; las
cuales son los principales fundamentos de los artículos de nuestra fe. Porque
por la primera de ellas se declara la primera parte del Credo, que pertenece a
la persona del Padre, que es: Creo en Dios Padre todopoderoso, criador del
cielo y de la tierra: a la cual se reducen los artículos de la divinidad. Mas por
la segunda se declara la segunda parte del Credo, que pertenece al Hijo y
comprende los artículos que pertenecen a su sagrada humanidad. Porque así como
los cuerpos celestiales se revuelven sobre los dos polos del mundo que llaman ártico
y antártico[23],
así todos los artículos de nuestra fe se fundan en este conocimiento de Dios y
de su unigénito Hijo. Y porque este conocimiento ha de ser por fe, será
necesario declarar cómo habemos de ejercitar y practicar la fe acerca del mismo
Dios, porque de aquí nace una estima grande de Dios, y a esta acompaña
reverencia, amor y agradecimiento. Primeramente quién sea Dios no lo declara la
fe, ni es posible que en esta vida se entienda; pero aunque no llega la fe a
descubrir todo lo que él es, más eso que acá nos dice y revela son cosas altísimas
y dignas del mismo Dios; porque confiesa ser Dios una cosa tan grande, tan
inmensa, tan incomprensible, que no se puede pensar otra mayor ni igual. Y así
le atribuyen las grandezas y perfecciones que todos los entendimientos, así de
hombres como de ángeles, pueden comprender, y todas en sumo grado de perfección.
Y así confiesa ser infinitamente bueno, sabio, poderoso, santo, hermoso, justo
y misericordioso; y especialmente predica y confiesa su omnipotencia, la cual
testifica ser tan universal y tan grande, que la fábrica de todo este mundo
criado y de todo cuanto hay en él no le costó más de lo que dice David: Él
dijo, y las cosas fueron hechas; él mandó y luego fueron criadas. Y, lo que excede toda admiración,
con la facilidad que crió este mundo podría en un punto criar otros mil mundos tan
grandes y tan hermosos y tan poblados como este. Confiesa también que todas
estas cosas crió él sin necesidad, y las gobierna sin cansancio, y las encamina
a sus fines sin distraimiento. Confiesa que todas las cosas criadas penden de
él, y él no pende de nadie; que todas son mudables, y en él no cabe mudanza;
que todas son compuestas, mas en él no hay composición ni división; que todas
son capaces de alguna novedad, mas en él no hay cosa nueva ni vieja; que en
todas hay cosas pasadas, presentes y venideras, mas en él no hay pasado ni
venidero, porque lo uno y lo otro le es la presente en el instante de su
eternidad. Confiesa que todas tienen el ser y el saber y el poder limitado y
finito, como él se lo quiso limitar, mas en él así el ser como el saber y
poderes infinito, porque no tuvo quien se lo limitase. Confiesa que todas las
cosas tuvieron principio y pueden tener fin; mas él ni tuvo principio ni puede
tener fin, siendo él el principio de todas ellas. Finalmente todas ellas pueden
dejar de ser, si él quisiere, mas él no puede dejar de ser, porque él es el
mismo ser.
Es tanta su grandeza, que todo este mundo criado
delante de él no es más, como dice el Sabio, que una gota del rocío que cae por
la mañana. Es tan grande su bondad, que no hay cosa que se pueda llamar buena
comparada con ella. Es tan grande su hermosura, que todas las hermosuras
criadas se oscurecen en su presencia. Es tan grande, su sabiduría, que todo
otro saber ante él es ignorancia. Es además
sumamente amigo de los buenos, y agradecido a sus servicios, y copioso galardonador
de ellos. Y por el contrario, sumamente enemigo de los malos, y aborrecedor de
sus maldades, y justísimo castigador de ellas. Finalmente él es en todas sus perfecciones
infinito, inmenso, inefable, invisible e incomprensible; de tal manera que todo
cuanto de él alcanzan los más altos Serafines es casi nada en comparación de lo
que les queda para alcanzar, que es infinito.
Por todo esto se echa de ver cuán altamente siente
nuestra fe católica de las grandezas de nuestro Dios, cuyo oficio es dar
noticia de todas estas perfecciones que habemos referido, y conforme a ellas
nos enseña a reverenciarle y adorarle con adoración, que llaman latría, que a solo Dios se debe. Todo esto
se ha de hacer con tanta viveza y constancia, que antes queramos perder la
vida, que faltar un punto en esta fe y creencia.
También nos enseña la fe que esta Majestad soberana
se comunica en dos maneras. La primera es fuera de sí por creación; la segunda
dentro de sí por generación y aspiración eterna, que es el misterio de la
santísima Trinidad. Pues así acerca del uno como del otro misterio será bien
poner la práctica de la fe. Primeramente habemos de mirar con ojos de fe, cómo
Dios, mediante su infinito poder, crió el cielo y la tierra y todas las cosas,
y las sacó de su nada, y les dio el ser y naturaleza que tienen; y que cada día
de nuevo produce y cría las almas racionales, que aunque dio todas sus veces a
las causas segundas, después de haberlas criado para que produjesen y
engendrasen otras criaturas semejantes así, reservó para sí la producción del
alma racional, no juzgando por cosa conveniente que obra tan maestra, sellada con el sello de su
rostro, saliese de otras manos que de las de su primer Hacedor. Así como el
diestro pintor no fía la imagen del rey a sus oficiales. Juntamente habemos de
sacar un afecto de reconocimiento, como todo lo que tenemos es de Dios, y que
somos suyos, entre otros muchos títulos, por este principalmente de habernos
dado el ser; no menos debemos mirar con fe el cuidado que Dios tiene de
conservar este ser, como si viésemos con los ojos su poderosa mano que está
sustentando este vaso de barro para que entre tantos golpes y peligros no se
quiebre.
Este penetrar esta obra de la creación, mirando cómo
en todas las criaturas resplandece la bondad infinita y la sabiduría inmensa,
el poder no limitado de este gran Dios, aprovechándonos para esto de las
verdades que la Escritura Sagrada enseña, ponderándolas y haciendo pie en
ellas, unas veces con admiración, otras con otros afectos de amor y alabanzas,
particularmente de estima de la inmensidad de nuestro Dios y de sus perfecciones,
es una principal parte de la fe y religión cristiana, y una escalera segurísima
para que venga a crecer el conocimiento de fe que tenemos de nuestro Dios. Los
que así se ejercitan con esta viveza de fe en las obras de creación vienen a
mirar las criaturas todas como bañadas y penetradas de Dios, y en todas ellas
no ven sino a Dios. Y así se cumple en ellos lo que dice el Apóstol: Que se halle Dios todo en todas las cosas.
Y es la luz de fe debía de tener un siervo de Dios que saliendo de la oración
se abrazaba con los árboles como si se abrazara con Dios.
El ejercitar la fe acerca del altísimo misterio de
la Trinidad santísima no ha de ser entendiéndola y apeando lo que es, porque es
inefable e incomprensible, sino antes confesándolo ha de cerrar los ojos,
diciendo con san Agustín (Serm. I de Trint.):
Creo lo que no entiendo, y por eso sé lo
que creo, porque sé que no entiendo lo que no entiendo. Y así nos habernos
de contentar con saber con lumbre de fe que siendo Dios perfectísimamente uno,
hay en él tres personas, que son: Padre, e Hijo y Espíritu Santo, y cada una de
estas personas es Dios, porque tiene una misma divinidad, y que el Hijo procede
de solo el Padre por eterna generación, y el Espíritu Santo del Padre y del
Hijo por aspiración y acto de amor, y que todas tres personas son perfectísimamente
iguales, sin que la una sea mayor ni más perfecta que la otra. Esto basta para
personas simples y sin letras, las cuales así en este misterio, como en otros,
han de avivar la fe y cerrar los ojos del entendimiento, y holgarse de que este
Dios, en quien creen, sea tan inmenso que no se deje comprender ni tocar de la
bajeza de nuestros entendimientos, y contentarse con saber de este misterio
santo lo que la fe y la doctrina de la Iglesia enseña.
CAPÍTULO III
Como se ha de ejercitar esta fe viva acerca de Jesucristo nuestro Salvador
El principal fruto
que tenemos de nuestra santa fe es el conocimiento de Jesucristo nuestro
Salvador y Señor. Y por esto san Juan llama vida eterna al conocimiento de
Cristo. Y escribiendo el Apóstol a los de Éfeso (c. II) dice: Instruidos con caridad y ricos con plenitud y
abundancia de ciencia, vengáis en conocimiento de Dios Padre y de Jesucristo,
en el cual están encerrados todos los tesoros de la ciencia y sabiduría. Pues supuesto que este conocimiento
de Cristo es nuestra bienaventuranza y el principio y fin de todo nuestro bien,
y de este conocimiento, como dice san Ambrosio (Psalm. XL) , ha
nacido la conversión del mundo y menosprecio de las riquezas, y juntamente ha
sido principio de tantas vírgenes, monasterios, yermos, tan innumerables
Mártires que fundados en esta fe
y conocimiento de Cristo padecieron varios y terribles tormentos, y ha
sido el cuchillo de la idolatría y de los demás vicios que el mundo tiene, y el
origen y fuente de todas las virtudes, dones y gracias que hay en los justos;
será razón que digamos algo acerca de este conocimiento que por fe tenemos de Cristo,
enseñando brevemente cómo se ha de practicar esta fe
acerca del autor de ella, que es Cristo.
Primeramente para
ejercitar convenientemente el acto de conocimiento altísimo que la fe nos enseña acerca
de Jesucristo nuestro Salvador, le habemos de mirar no solamente como hombre,
ni solamente como Dios, sino como Dios humanado y hombre endiosado, como quien
mira un carbón encendido y transformado todo en fuego; así, aunque con modo más
alto, habemos de mirar aquella humanidad santísima tan baja en la naturaleza y condición,
unida hipostática é inefablemente con la divinidad, penetrada toda, absorta y
transformada en Dios.
Debemos mirar en
Cristo, según lo que la fe nos dice, su
humanidad santísima, reconociendo la altísima dignidad en que está puesta, pues
tiene ser infinito de Dios por estar unida con la persona del Verbo, y cómo
está en lugar más alto que se puede pensar ni imaginar, porque está sustentada
inmediatamente en la persona del mismo Dios, con vínculo tan estrecho y unión
tan íntima que hace que el mismo, que es hombre, ese mismo sea Dios. De aquí
viene, lo que la misma fe nos dice, cuán
amada fue de Dios esta sagrada humanidad, pues a ella sola amó
incomparablemente más que a todo el universo. Porque todo el ser que dio a
todas las criaturas de la tierra y del cielo es ser finito y limitado, y aquesta
humanidad le comunicó ser infinito, y ser que no es criatura, sino el mismo
Criador; y juntamente tanta autoridad y poder, que tiene el derecho y señorío
en todo lo criado, y poder universal para hacer milagros y maravillas, y todo
cuanto a él le pareciere en el cielo y en la tierra. Y así habemos de mirar a
Cristo nuestro Señor, no solo en cuanto Dios y Criador, sino en cuanto hombre y
Redentor, como Emperador universal del cielo y de la tierra, y Señor verdadero
y absoluto de los hombres y de los ángeles.
Después de haber
hecho ponderación, mediante la luz de la fe, de estas perfecciones
que tiene Cristo en cuanto hombre, conviene a saber, como el ser de su
humanidad es infinito, en cuanto está sustentada y unida a la persona del Verbo,
y cómo excedió el amor que Dios le tuvo, y el poder que le dio infinitamente al
de las otras criaturas. Descendiendo más en particular, cuando miramos aquella
sacratísima anima de Cristo, hallaremos que la fe
nos dice ser infinitamente hermosísima; porque en el mismo punto que
fue criada, fue llena de gracia infinita, que llaman los teólogos en género de
gracia, como si más claramente dijéramos, que tuvo toda la gracia posible, y
toda cuanta pudo Dios criar y poner en una criatura. Que tuvo gracia sin tasa y
sin medida, no solo para sí, sino
también para comunicarla, como cabeza, a todos los hombres del mundo, y otros
de infinitos mundos si hubiera, si de ella se quisiesen aprovechar. También
habemos de mirar, que cual era la plenitud de gracia, era también la excelencia
de caridad y plenitud de amor divino para con Dios y con los hombres, y que en
el mismo grado tenía todas las virtudes adquiridas e infusas, y dones del
Espíritu Santo, y que sola esta alma santísima tenía y tiene ahora más amor de
Dios, y más virtud y gracia que llenen juntos todos los hombres y ángeles
bienaventurados, que son, o pueden ser; y esto con tanta ventaja y exceso de
excelencia, que no tiene comparación.
Y sobre todo
ponderar con la misma fe, como esta anima estaba
llena de suma gloria; cómo desde el primer instante que fue criada, vio la
divina esencia y fue tan bienaventurada, como lo es ahora: aunque la gloria por
particular dispensación no la comunicó al cuerpo ni a la parte inferior del ánima,
para poder padecer como hombre por el hombre. La sabiduría de aquella gloriosísima ánima fue igual a los demás dones, porque fue un
piélago inmenso de sabiduría, que maravillosamente ennoblece aquella
benditísima ánima de Cristo nuestro Redentor.
Estas perfecciones
espirituales e inefables del alma de Cristo nuestro Redentor, como son su
gracia, caridad infinita, su humildad, mansedumbre y misericordia; ponderadas y
penetradas con los ojos dela fe
viva, mirándolas como resplandecen en todas las obras que Cristo obró en el
discurso de su vida santísima, engendran en el alma una admiración muy grande,
y una estima y ponderación de aquella infinita bondad, sabiduría y amor que
Cristo nos tuvo, y causa en la voluntad muchos afectos de amor, de reverencia,
de agradecimiento a Cristo, y otros varios de todas las virtudes. Y lo que en
mucho se ha de estimar es, que por estas perfecciones de Cristo venimos a
conocer con más claridad la divinidad y a perfeccionar más el conocí miento que
la fe nos da de ella;
porque aunque en todas las criaturas resplandecen las divinas perfecciones,
pero principalmente en lo que ha obrado Dios en esta santísima humanidad y en
los misterios de su vida y pasión, se descubre incomparablemente más que en
todo el resto del universo; porque aquí, como en un espejo clarísimo,
resplandece la infinita bondad de Dios, su inmensa liberalidad, su piedad, su misericordia, su caridad y amor
sin medida, su incomprensible sabiduría , su poder inmenso e infinita justicia.
Pues sobre todas estas perfecciones, que la fe nos enseña de la humanidad de
Cristo, nos descubre luego la fuente de todas ellas, que es la divinidad y el
mismo Dios que está escondido debajo de la corteza de la humanidad , con quien
está unida esta humanidad santísima. De donde nace, que mirando las obras que
Dios hizo y obró por nuestra redención, las penas y afrentas que padeció por
nuestra salud, actuando la fe en estos pasos de que era Dios inmenso el que hacía
y padecía tales cosas, venimos asentir y ponderar altísima y dignísimamente (a
lo menos cuanto es de nuestra parte) estos misterios como obras de tan grande y
poderosísimo Dios, y cuanto las obras de la humanidad son más humildes y más
bajas y de mayor desprecio, y cuanto los tormentos y dolores son mayores, tanto
si lo miramos con esta vista de le, se nos representa de mayor estima y valor,
y de mayor gloria y hermosura. Y por esta parte se nos hacen más amables y
dulces, y con su dulzura nos encienden en amor y ternura, porque tanto más se
descubre claramente la bondad y misericordia, caridad y suavidad de Dios; pues
siendo Señor de tanta majestad y poder, quiso abajarse a tanta humildad y
trabajo, para librar al hombre de las miserias y pecados, y hacerle
participante de su divinidad y su gloria.
Esta es la causa, que la ignominia de la cruz de
Cristo es tan amada y estimada de los justos, porque en ella con la luz de la
fe descubren más la alteza de la sabiduría, poder y caridad de Dios. Por
ventura esto os lo que quiso decir el Apóstol (I Cor. I): Lo que parece en Dios más ignorancia y mayor
flaqueza, eso en los ojos de los hombres justos es mayor sabiduría y fortaleza. Colígese claramente que este sea el
sentido del Apóstol, pues antes había dicho que la ignominia de la cruz era
escándalo para los judíos, y necedad para los gentiles: y añade; pero en esto y
que parece a otros locura y escándalo, los escogidos hallan virtud, poder y
sabiduría de Dios, porque lo que en Dios parece flaqueza o ignorancia, esto es
para ellos mayor sabiduría y fortaleza.
CAPÍTULO IV
Prosiguese la misma materia como habemos de avivar la fe en el conocimiento de Jesucristo
De la condición de Cristo la Escritura Sagrada y la
fe nos dan noticia, según que le atribuyen varios nombres para declarar varias propiedades
que se hallan en este nombre de Dios, como son: león, cordero, puerta, camino,
pastor, sacerdote, esposo, lucero , amado, padre y príncipe de paz, salud, vida
y verdad, que todos convienen a Cristo en cuanto hombre, conforme a los
infinitos tesoros que encierra en sí su naturaleza humana, y conforme a las
obras que en ella y por ella Dios ha obrado, y siempre obra en los hombres;
pero todos estos nombres se encierran en el dulce nombre de Jesús, como escribe
san Bernardo (Serm. XV in Cant.): porque todo lo que en estos
nombres que Cristo tiene, halla, se endereza y se encamina a que Cristo sea
perfectamente Jesús, que quiere decir Salvador. Y así el nombre de Jesús es
propiamente suyo entre todos, y es suyo propio, porque como dice el mismo san
Bernardo, es nombre que le trae embebido en su ser. Porque como la fe nos
enseña, el ser de Cristo es Jesús, porque todo cuanto en Cristo hay es salvación
y salud, y así este nombre Jesús es un memorial de todas las grandezas que hay
en Cristo nuestro Señor. De suerte que si es Jesús y Salvador, ha de ser
infinitamente bueno, santo, sabio, poderoso y la misma bondad, y por
consiguiente el mismo Dios; porque todo esto es menester para cumplir con el
nombre de Jesús, que es de Salvador. También si es Jesús, ha de ser sumamente
manso, humilde, paciente, fuerte, modesto, obediente y caritativo; porque de
todas estas virtudes ha de ser dechado, y de ellas como de fuente han de manar
todas las gracias y virtudes con que se han de salvar los demás. Asimismo si es
Jesús, ha de ser maestro, médico, abogado, padre, juez, pastor y protector
nuestro.
Pues el conocer
mediante la fe a Cristo por Jesús, es descubrir y conocer debajo de este nombre
de Jesús todas las riquezas que hay en Cristo en cuanto Dios y en cuanto
hombre, y en cuanto hombre y Dios, mediador y abogado del universo, y bailar el
alma todas las cosas en Jesús; y un mirar a Jesús como Redentor de todas nuestras
miserias y males, y como fuente de todos los dones y gracias y de todo nuestro
bien. Y esta es la causa que los que aprovechan en el camino espiritual y en la
imitación de Cristo hallan tanta dulzura y suavidad en este nombre de Jesús, como
se escribe del glorioso san Francisco, que no osaba nombrar en los sermones y
pláticas este nombre de tanta suavidad y regalo, porque se deshacía en lágrimas
y ternura. San Pablo en todas sus Epístolas tras cada Palabra nombra a Jesús, y
no se contenta con decir que a él solo ama, sino que confiesa que no sabe ni se
precia de saber otra cosa, más que a Jesús crucificado. La razón es, porque como
los justos con ojos de fe miran esta salud universal, esta infinidad de
tesoros, estas perfecciones sin cuento, es la bondad y amor infinito de Dios
para con los hombres, que está encerrada debajo de este nombre de Jesús, se
deshacen en amor y regalo. Aquí hallan los Santos los tesoros de sabiduría
divina, de riquezas y deleites espirituales sin fin. Y así como quien tiene
conocida la virtud inmensa que este nombre tiene, y acordándose de lo que
Cristo dijo en su Evangelio (Marc. XVI):
Los que creyeren en mi nombre, lanzarán demonios, curarán enfermedades, y
harán otras cosas maravillosas y milagrosas; se arman con este nombre para todos sus trabajos, peligros,
tentaciones y dificultades, y con viva
fe lanzan los demonios, y hacen y han hecho otros innumerables milagros.
Y porque la cruz
fue el medio por dónde Jesús obró nuestra salud, de aquí, es que con la vista de la fe miran la cruz como
gloria del mundo, verdadera esperanza de nuestros trabajos, árbol de vida,
señal de salud, y salud en todos los peligros; y como la que nos reconcilió con
Dios alcanzó perdón de nuestros pecados, abrió las puertas del cielo , reparó
los daños que por el pecado nos vinieron, y la que desterró la peste de la
idolatría, y trajo a los hombres al culto y conocimiento de su Criador a esta
cruz se acogen los tentados, en ella, mediante la lumbre de la fe, hallan esfuerzo los
flacos, y descanso y alegría los perfectos, como se lee del Apóstol san Andrés,
cuando viendo esta cruz, decía : ¡O santa
cruz que recibiste lindeza y hermosura de los miembros de mi Señor, recíbeme de
los hombres, y entrégame a mí Maestro, porque por ti me reciba el que por ti me
redimió, o santa cruz muy deseada y ahora para mí aparejada, seguro y alegre
vengo a ti, y así te pido recibas al discípulo de aquel que padeció en ti. Estas
dulces y regaladas Palabras son de san Andrés. Este mismo amor y estima de la
cruz tuvieron los demás Santos, por saber de fe
que Cristo santificó la cruz, padeciendo en ella por nosotros, obrando
con ella obras maravillosas, y se persignan la frente, boca y pecho, armándose
de ella como de un peto y celada fuerte para todas las tentaciones, trabajos y
peligros de esta vida.
Entre los
instrumentos principales de nuestra redención, es uno la sangre preciosísima
del Cordero, a la cual en muchas partes, como enseña la fe, se atribuye la redención
del género humano. San Pablo (Rom. V): Justificados con su sangre seremos salvos. Y por
medio de la sangre de Cristo hemos sido redimidos, y nos han sido perdonados
nuestros pecados. (Ephes. I).
Y san Pedro (I Petr. I): Es necesario, dice, que sepáis que habéis sido
redimidos no con oro ni plata, sino con la sangre del cordero sin mancilla
Cristo.
De aquí nace, que
mirando las personas devotas esta sangre con ojos de fe, descubren en ella
grande profundidad de misterios, como son de las perfecciones divinas de que
dan noticia la pasión y sangre de Cristo, cuales son la bondad, la caridad, la
misericordia, la justicia, la sabiduría, la providencia y omnipotencia del
mismo Dios; y conocen claro la fealdad horrible del pecado, y la hermosura y
excelencia de la virtud, y la dignidad de nuestras almas; pues por tan alto
precio fueron rescatadas. Esta sangre les confirma en la fe, fortalece en la
esperanza, y enciende en la caridad. En ella hallan un perfectísimo dechado de
todas las virtudes, y señaladamente de una profundísima humildad, perfectísima
paciencia, consumada obediencia, mansedumbre incomparable y fortaleza nunca vencida. En ella hallan leche y miel los que
comienzan, pan sustancial los que aprovechan, y vino suavísimo que embriaga a
los perfectos, y hace salir de sí y transformar en el que con tanto amor
derramó su sangre por ellos, porque mirando lo que obró esta sangre, se
deleitan y regalan en su virtud, y hallan en ella tanta profundidad y dulzura,
cuanta ninguna lengua humana sabrá declarar. Algo de esto entenderá quien
hubiere leído las Epístolas de santa Catalina de Sena, que no hay epístola que
no esté rubricada con la memoria de la virtud y dulzura de esta sangre;
deseando ver aquellas personas a quien escribe, como ella dice, bañadas,
sumidas y anegadas en la sangre de Cristo. Los que han comenzado a sentir la
dulzura de esta sangre, todas cuantas cosas ven, las miran como bañadas o rubricadas
con esta sangre. Y así esta era la ordinaria petición de san Buenaventura,
hablando con Cristo: Señor, que cuanto viere me parezca rubricado con tu
sangre. Otras
personas espirituales según el afecto que Dios les da, con estos ojos de fe se entran por las
llagas de Cristo, particularmente por la del costado a su corazón; y así
sienten y gastan lo que ellos solos sabrán decir. De manera que mirando con
ojos de fe a Jesús, su cruz, su sangre, sus Dagas, causan en el alma de quien así
las mira grandes riquezas y tesoros. Con esta luz de fe viva habemos de mirar las virtudes de Cristo como si actualmente tuviésemos
delante su humildad, su paciencia, su ardiente caridad, y particularmente de
todos los pasos de su vida santísima: como si queremos pensar su nacimiento, le
miremos con ojos de la fe
hecho hombre, nacido de una Virgen, puesto en el pesebre, adorado de
los ángeles y de los pastores, como si allí en compañía de la Virgen santísima
viésemos y oyésemos todo lo que allí pasaba. Lo mismo digo de la adoración de
los Reyes; así la debemos mirar como si nosotros estuviéramos allí en un rincón
del portal viendo y gozándonos de aquel ofrecimiento que hacían los santos
Reyes del oro, incienso, mirra, en reconocimiento de que aquel niño era Dios y
hombre verdadero. Con este mismo estilo y viveza de fe debemos atender a
todas las demás obras y milagros que Cristo hizo, particularmente a los pasos más
misteriosos de su vida y pasión, considerando las circunstancias que la fe nos dice de la
persona que padece, que es Dios; de lo que padece, que son tantas ignominias,
dolores y afrentas; por quién padece, que es el hombre ingrato y desconocido;
el modo con que las padece, que es voluntariamente y con tanto amor y caridad.
Todo esto nos enseña la fe, y ella abre los
ojos de los justos para que miren a Cristo desnudo y enclavado en una cruz y
entre dos ladrones, y con el sentimiento y pena que de esta vista les nace con
un afecto entrañable se transforman en Cristo, y viene a ser Cristo crucificado
y desnudo el blanco de su vida, el báculo de su peregrinación , y el pan con
que comen lodos sus manjares: y en solas estas Palabras, Cristo crucificado y
desnudo, descubren otro mundo y región diferente, y hallan la armonía y
consonancia de los misterios de nuestra redención , y un condimento que les hace dulces todos
sus trabajos, un aborrecimiento del pecado , un amor grande a Cristo, un libro
vivo y dechado de su vida, y una materia grande de compasión de los dolores de
Cristo como si estuvieran al pie de la cruz: Como se escribe del glorioso san
Francisco, que era tan grande el llanto que de ordinario tenía, acordándose de
los dolores y afrentas que Cristo había padecido, como si entonces le estuviera
mirando muerto en la cruz, y más en particular el Apóstol san Pablo se preciaba
de no haber estudiado en otra escuela que en la de Jesucristo. Nada más creí
saber entre vosotros que Jesucristo, y ese crucificado.
CAPÍTULO V
Como la vida de Cristo nuestro Redentor es un libro vivo, donde leyendo con estos ojos de viva fe, hallaremos el sustento y remedio universal de nuestras almas
Dos son las
principales fuentes donde bebe el justo el agua viva
que le sustenta. La una es la Sagrada Escritura: la otra es la vida y pasión
de Cristo nuestro Salvador. La primera contiene la doctrina escrita, y enseña
los preceptos y reglas que el justo tiene de guardar para vivir conforme a lo
que enseña la fe, como más
largamente tratamos en el primer libro. La segunda contiene este libro vivo de Dios encarnado y hecho hombre por nuestro amor, en el
cual no solo con Palabras, sino con ejemplos (que es eficaz modo de doctrina),
nos enseña lo que habemos de hacer este nuestro Doctor y Maestro. Y así san
Pablo, hablando de los bienes que nos vinieron por Cristo, dice de él que no
solo fue nuestra redención, sino también nuestra sabiduría. Porque Cristo
quitándonos los errores de nuestro entendimiento fue nuestra guía y nuestra
luz; y porque por medio de su sangre fuimos justificados, y porque él mereció
nuestra justificación, y fue principio de ella, se dice nuestra justicia. Esto
quiso significar Nuestro Señor por san Juan, cuando dijo: Yo soy camino,
verdad y vida; camino,
porque por medio de la fe
nos enseña los senderos ciertos de nuestra salvación: y llámese
verdad, porque no faltará en lo que ha prometido, que es fiel y justo: vida,
porque con su redención nos resucita de muerte a vida: y nos santifica con su
gracia, que es principio de nuestra vida. De manera que por ser medio su
humanidad santísima para venir no solo al conocimiento de su divinidad, sino también
para justificarnos por medio de ella, se llama nuestra sabiduría y nuestra
justicia.
Pero así de la sabiduría como de la justicia fue Cristo la fuente no
solo con sus méritos y con su doctrina, sino que también con el ejemplo de su
vida santísima nos abrió los ojos y reformó las costumbres, y con sus pisadas
nos enseñó el camino por dónde habíamos de caminar a la vida eterna. Porque su
sagrada pasión es un libro vivo cuya lección es de mucha mayor eficacia para
conocer y amar a Dios que el de la fábrica y orden de este mundo visible, como lo
vemos en mujercitas simples e ignorantes que sin leer otros libros, con solo el
conocimiento que alcanzan de este misterio por lo que oyen en los sermones o por
los pasos que ven pintados de la sagrada pasión en los retablos que son como
libros de los ignorantes, ocupándose con viva
fe en la consideración de estos misterios, vienen a
alcanzar tan grande conocimiento de la caridad, bondad, misericordia y
providencia de Nuestro Señor y de las otras perfecciones suyas, cual nunca
alcanzaron grandes filósofos y letrados. En lo cual vemos el cumplimiento de la
profecía de Isaías (cap. XI) que dice, que en la venida del Salvador toda la
tierra so henchirá del conocimiento de Dios, así como el agua del mar cuando
crece y se espacia por sus riberas. Es tan excelente esta sabiduría que se
aprende de la cruz de Jesucristo, que habiendo san Pablo oído y gustado los
secretos del tercer cielo, dice que no sabe otra cosa sino Jesucristo, y este
crucificado.
Por donde quien
atentamente considerare, hallará que Dios ha dado al hombre tres libros,
ordenados todos para que venga a conocer más perfectamente su Hacedor: el uno
es el de las criaturas por el
cual lea la grandeza de la sabiduría con que
Dios ordenó este mundo con tan gran concierto: su omnipotencia, pues con
sola su Palabra fabricó todo lo que su divina sabiduría ordenó. Vea también su
maravillosa providencia con que perfectamente proveyó de lo necesario a todas
sus criaturas sin que nada les falte, y rastree por aquí otras perfecciones
divinas. En este libro dijo el gran Antonio aun filósofo que solía él estudiar,
y por él estudiaron muchos filósofos, porque como no tenían lumbre de fe, no tenían otra luz
sino la que estas criaturas les daban. El otro libro es la vida, pasión y cruz
de Cristo; y el tercero es el libro escrito de las sagradas Letras. En estos
dos postreros libros solos leen los cristianos a quien Nuestro Señor hizo
merced de la lumbre de la fe. Pero si ésta no está viva y despierta, poco fruto
o ninguno sacarán dos libros tan necesarios entre los cuales el más excelente
es este libro vivo de Cristo puesto en la cruz: porque si Nuestro Señor, que
por sus obras da a conocer sus maravillas y grandezas, quisiera con toda su
sabiduría y omnipotencia hacer una obra seña lada, en la cual nos descubriera
la grandeza de sus perfecciones, como son su sabiduría, omnipotencia, bondad,
misericordia, caridad, justicia , providencia, ¿qué obra pudiera hacer con que más
claramente descubriera estas perfecciones suyas? Y si él mismo quisiera hacer
alguna demostración con que nos declarara la dignidad y excelencia de la virtud
y de la deformidad del pecado y el aborrecimiento que él le tiene, y juntamente
quisiera hacer alguna obra con que abrasara nuestros corazones en su amor, y
los despertara para seguir las virtudes sólidas de la humildad, mansedumbre,
paciencia, obediencia, esperanza, aspereza de vida, pobreza evangélica y todas
las demás; no parece que era posible que Dios con toda su sabiduría hiciese
otra obra más poderosa y eficaz para levantar a los hombres al conocimiento y
amor suyo, y de las virtudes que acabo de decir.
Pero lo que pone más admiración es que para todas
las cosas que habemos dicho, y para otras semejantes, y para cada una de ellas
en particular, de tal manera sírvela vida y pasión de Cristo, como si para ella
sola se ordenara, y no para las demás. La razón es, porque como el Hijo de
Dios, que es infinita sabiduría, ordenó esta medicina para nuestros males
comunes y particulares, de tal manera la dispuso y confeccionó, que así fuese
remedio para cada uno de ellos, como si para solo este efecto fuese ordenada.
Por donde, así como el mismo Dios, con ser uno y
simplicísimo, es todo en todas las cosas, y en cada una de ellas quiso que esta
misma eficacia se comunicase a su vida y pasión, y que fuese tan dada
para remedio de cada enfermedad como si toda ella solamente fuese ordenada a
este fin particular.
De donde bien claro se entenderá haber sido la pasión
de Cristo el más excelente de todos los medios que Dios pudiera escoger para
nuestra enseñanza y santificación, que es lo que al principio de este capítulo
decíamos del Apóstol san Pablo, que Cristo se había hecho para nosotros
sabiduría, justicia y santificación. Porque por medio de su sangre y su cruz se
nos da una grande luz para el conocimiento de las perfecciones divinas, y de
todo lo demás que pertenece a nuestra santificación; y tan grandes estímulos
para el amor y temor de Dios y para todas las otras virtudes. Porque quien con atención
leyere en este libro vivo, hallará dos hojas, una de la divinidad, otra de la
humanidad santísima. En la primera leerá, si se llega con viva fe, la bondad,
la caridad, la misericordia, la justicia, la providencia, la omnipotencia y
sabiduría de Dios que en este misterio resplandece, con que alcanzará una
sabiduría divina y celestial. Y en la otra hoja hallará toda la teología moral,
como si más claramente dijéramos, motivos altísimos con enseñanza práctica para
seguir y abrazar las virtudes, y aborrecer los vicios. Porque aquí, demás de
este conocimiento de Dios y de sus perfecciones, hallamos un perfectísimo
dechado de todas las virtudes. Finalmente son tan grandes los bienes de la lección
de este libro, que si cuantas personas espirituales y devotas ha habido en la Santa
Iglesia después que el santo Evangelio se predicó, y cuantas hay ahora en todo
el mundo fueren preguntadas, cuál haya sido la cosa que más les ha ayudado en
la carrera de la virtud, todas a una voz responderán que la consideración viva
y eficaz de esta sagrada pasión; porque en ella hallan todo lo que han menester
para el reparo de su vida. Aquí hallan esfuerzo en sus trabajos, consuelo en
sus tribulaciones, socorro en sus necesidades, y esperanza en sus peligros. Si
son tentados del demonio, aquí se acogen a las llagas de Cristo; si les fatiga
el cilicio y la vestidura áspera o la cama dura, mirando con viva fe a Cristo
crucificado se consuelan. Si el mundo los persigue y difama, miran a Cristo
perseguido e infamado; cuando les fatiga la pobreza, en la cruz desnudo; cuando
les duele la disciplina, en la columna azotado; cuando no les da gusto la comida pobre y
desabrida, acuérdense de la hiel y vinagre que por refrigerio se le dio en la
cruz. Por donde se echará de ver cuán general y eficaz es esta medicina para
todas las necesidades de nuestras almas. Y así el que quisiere aprovechar en el
camino del cielo, debe caminar por este santo ejercicio; porque Cristo es el árbol
de la vida que puso Dios en medio del paraíso de su Iglesia, que tiene ramas
altas y bajas, para que así los bajos
como los altos puedan aprovecharse de sus frutos.
CAPÍTULO VI
Como mirada la vida de Cristo con viva fe, es no solo nuestra sabiduría y desengaño, sino también nuestra justicia
Cuando no hubiera tantos testigos como habemos
referido en el capítulo pasado de esta sagrada vida y pasión de nuestro
Salvador, ¿quién habrá que mirándola con un rayo de luz de fe, no descubra, además
de lo que habemos dicho, oíros dos frutos maravillosos, que son: el primero del
aprecio y estima que habemos de hacer de las cosas de esta
vida, y el desengaño de nuestra vanidad y locura; el segundo de justicia? Y
comenzando del primero, la sabiduría, luz y desengaño que por Cristo nos vino,
no solo fue para conocer más altamente las perfecciones divinas, las cuales se
descubren maravillosamente en Cristo, como ya habemos dicho, sino también para
conocerá nosotros mismos, y conocer las demás cosas de esta vida. Y hacer
concepto del precio y estima que cada una merece, como maravillosamente enseña
san Agustín, hablando a este propósito (Lib.
de vera Relig. cap. XVI): Los seguidores (dice) de los deleites apreciaban
las riquezas dañosas, y Cristo quiso ser pobre; andaban la lengua sacada tras
de las honras y mandos, Cristo no quiso ser rey. Estimaban en mucho el
matrimonio y el tener hijos carnales, Cristo desechó lo uno y lo otro.
Espantábanles y poníanles horror las afrentas, Cristo sufrió todo género de
afrentas. Tenían por
intolerables las injurias, pero ¿qué mayor injuria que ser el justo inocente
condenado? Huían los dolores del cuerpo, y Cristo fue azotado y crucificado.
Temían la muerte; también fue muerto. Reputaban por grande ignominia la cruz; Cristo fue crucificado. Todas aquellas cosas que los
hombres codician y estiman, careciendo Cristo de ellas, las hizo mies y pajas.
Por donde no puede haber pecado ninguno, sino deseando aquellas cosas que
Cristo menospreció, o huyendo aquellas que él mismo abrazó. Porque toda la vida
que vivió en este mundo, fue una escuela de enseñanza y virtudes. Hasta aquí son Palabras de
san Agustín. Luego, como dice san Próspero, no es otra cosa vivir como Cristo
vivió, sino menospreciar todas las cosas prósperas que él despreció, y no temer
las adversas que el sufrió. Esto es lo que en general comprende la imitación de
Cristo, que es enseñarnos atener contraria opinión de las cosas de la que el
mundo tiene.
De aquí podemos
bien claro entender que la cruz de Cristo ha sido como una balanza en la cual
debemos pesar el valor de todas las cosas, así temporales como espirituales,
para que no las pesemos en la balanza engañosa de Canaán, que es el juicio y estimación
de los hombres mundanos, en el cual pesa más un deleite sensual, o un poco de
interés temporal, o un puntillo de honra, que Dios con
todas sus riquezas y promesas. Por donde la cruz de Cristo mirada con fe viva es el peso del santuario con que se han de pesar todas las cosas que
pertenecen al culto de Dios, donde a cada cosa se le da su precio y valor. Donde
entenderemos cuán universal y cuan excelente sea la consideración de la vida de
Cristo, por la cual tantas cosas se saben de raíz, y tan fácilmente y tan sin
error, y tan perfectamente se cura la ceguedad de nuestro entendimiento; pues
por él se nos da conocimiento de hijos y de sus cosas. Y así siendo este
precioso colirio de la sangre de Cristo, con que los ojos de nuestro
entendimiento quedan esclarecidos y libres de los engaños del mundo, con razón
podemos decir lo que dijo el Apóstol, que Cristo se había hecho sabiduría
nuestra, que es el primer fruto de su vida y pasión.
Hablando del segundo
fruto, que es la justicia, que consiste en el cumplimiento y ornato de todas
las virtudes, y comenzando de la caridad, ya se ve que los mayores incentivos
para amar a alguno son la bondad suya, el amor que nos tiene, y los beneficios
que nos ha hecho. Pues ¿qué mayor bondad, qué mayor caridad, y qué mayores
beneficios se pudieron jamás pensar ni imaginar con el entendimiento de los
hombres y de los ángeles, que los que en Cristo se nos han declarado? ¡Oh con
cuánta razón dijo el Salvador, que había venido a poner fuego en la tierra! y ¿qué
mayor fuego que el que se nos pone en estos motivos de amor? Por esto dijo san
Ambrosio, que con los otros beneficios nos había Cristo obligado a amarle, más
que con este nos hizo fuerza. Y antes de él lo había dicho el Apóstol en
aquellas Palabras, el amor de Cristo nos compele a que no vivamos para nosotros, sino para aquel que así nos amó.
Porque ¿qué son tantos azotes y espinas y heridas que el Salvador recibió en su
sacratísimo cuerpo, sino otra tanta fuerza que se nos hace con estos incentivos
tan violentos de amor para darle el nuestro?
Pues los mismos
motivos que hay para amar a Cristo, podemos decir que nos obligan a esperar en
su misericordia. ¿Por qué no esperaré yo de tan grande bondad, que a tantos
trabajos se puso para hacerme bueno y darme el cielo? ¿En quién confiaré yo con
más seguridad, que en quien tanto me amó, que murió porque yo no muriese? ¿Cómo
me negará el remedio ahora que no le cuesta nada, quien me remedió con tan a
costa suya? Y ¿cómo desconfiaré de alcanzar lo que pido, viendo que este Señor
nos hizo donación en vida y en muerte de todos sus merecimientos, para que los
presentemos ante el acatamiento divino, considerando que este Señor para
nosotros nació, vivió y murió; por nosotros ayunó, caminó, oró, veló, lloró, y
sufrió tantas calumnias y acusaciones, y tantos oprobios por nuestro amor?
Pues si descendemos
a las virtudes morales, ¿cuánto resplandecen todas ellas en la vida y pasión
del Salvador? Porque comenzando de la humildad, ¿qué otra cosa nos predica
aquel pesebre, el establo, la circuncisión, huida a Egipto, el bautismo, la tentación,
con todo lo demás? Y principalmente ¿qué cosa más para asombrar a los ángeles,
que ver a Dios preso y maniatado como ladrón, escupido como blasfemo,
escarnecido como loco, azotado como malhechor, tenido en menos que Barrabás, y
crucificado entre ladrones? Pues ¿qué diremos de la obediencia de Cristo, sino
lo que dijo el Apóstol ; que siendo este Señor verdadero Dios igual al Padre,
se bajó a tomar forma do siervo, y se humilló hecho obediente hasta la muerte,
y muerte de cruz, que era el más deshonrado linaje de muerte que en aquel
tiempo había? Pero si descendemos a la paciencia, hallaremos que toda su vida y
pasión fue obra de paciencia. Porque aunque intervinieron en ella todas las
virtudes y todas en sumo grado de perfección, pero el padecer muerte y pasión,
que fue acto de paciencia, aunque imperado de la caridad, fue el medio que él
escogió para nuestro rescate. Y por esto se dice con razón, que esta virtud fue
la vestidura de bodas con que vino vestido el Hijo de Dios cuando se desposó
con la Iglesia en el tálamo de la cruz. Sería cosa muy larga si hubiésemos de
descender en particular a tratar de las virtudes que resplandecen en la vida de
Cristo, como son la mansedumbre de cordero, entre todas las acusaciones y
falsos testimonios que contra él se dijeron: la pobreza evangélica, no teniendo
al tiempo de nacer otra cosa sino un establo; y al tiempo de morir no otra cama
sino la cruz; ni otra almohada sino la corona de espinas; ni otra ropa sino su
desnudez; ni otra mesa sino hiel y vinagre; ni otra sepultura sino la que José
le dio de limosna. Y para decirlo todo acabó con tanta pobreza, que no hubo un
jarro de agua para quien la pedía muriendo. Finalmente con la pobreza
evangélica se junta la aspereza de vida que anda en su compañía, de la cual
hallamos ejemplo en el destierro a Egipto, sus caminos, su cansancio, su pobre
comida, casa y cama; pues él dice que no tiene dónde reclinar la cabeza.
Estas son las cosas
que habemos de leer en ese libro vivo, que el Padre eterno nos dio para
sabiduría, justificación y santidad de nuestras almas. Pero es necesario para
leer y gustar de este libro, abrir los ojos de la fe,
porque sin ella estará tan cerrado que apenas leeremos cosa que sea de
provecho. Esto nos quiso significar aquella antigua ceremonia que mandaba la
ley, conviene a saber, que no se comiese el cordero pascual (que era figura del
verdadero cordero Cristo nuestro Salvador) crudo sino asado. Por este mandamiento
sin duda nos quiso Dios levantar de la letra al espíritu, dándonos a entender
que algunos habían de comer este santo cordero crudo, que son aquellos que, sin
ponerle a asar al fuego de la luz y amor de Dios, que estas dos son las
propiedades del fuego, le habían de comer sin sazón, y a estos no les puede
hacer buen estómago. De esta manera comen a Cristo, no solo los herejes e
infieles (de los cuales dice san Pablo: Predicamos Cristo, y este
crucificado, lo cual es escándalo para los judíos y para los gentiles necedad, qué mucho es que si le comen sin
esta luz de fe, a unos les
parezca escándalo y a otros locura), sino también los cristianos tibios y
engolfados en pecados, los cuales le comen sin fuego de caridad y sin luz de viva fe, porque la tienen
muerta; y así no hallan aquel gusto y sabor en Cristo, que sienten las almas
devotas, de las cuales dice el mismo Apóstol, que descubren en Cristo la virtud
y sabiduría de Dios, porque experimentan la fuerza que da este cordero asado,
el cual para su entendimiento es sabiduría, para la voluntad santificación, y a
los apetitos, a unos freno, a otros espuelas, y a todos un general sustento y
reparo.
CAPÍTULO VII
Cómo han de ejercitar la fe acerca de los Sacramentos, así los que los reciben como los que los administran
Los siete
Sacramentos de la ley de gracia que Cristo instituyó en su Iglesia son unos
principales instrumentos, por cuyo medio Dios santifica nuestra alma y le
comunica el fruto de su pasión y sangre. Y así será bien decir cómo habemos de
sentir prácticamente, según que la luz de fe
nos enseña, de estos divinos Sacramentos.
Primeramente
habemos de entender que así como nuestra madre Eva, esposa de Adán, fue formada
de una costilla que Dios le sacó a Adán cuando dormía, así del lado del segundo
Adán Cristo nuestro bien, cuando dormía el sueño de la muerte en la cruz, sacó
Dios a su esposa que es la Iglesia. Porque de su divino costado, como de una
caudalosa fuente, manó la gracia de los Sacramentos, por quien la Iglesia
recibe el ser espiritual de esposa de Cristo, los cuales son como siete canales
o arcaduces por dónde se deriva el fruto de su sangre y pasión a nuestras almas.
Así habemos de mirar con viva fe estos Sacramentos
de la gracia divina, como unas medicinas confeccionadas con la virtud de la
sangre del cordero sin mancilla Cristo, y como unos vasos sagrados en que está
encerrado el precioso licor de la sangre de Cristo, o por hablar más
propiamente, la virtud de esta preciosísima sangre para medicina de nuestras
llagas y sanidad perfecta de nuestras enfermedades. Habemos de mirar estos
Sacramentos como aquellas fuentes de agua viva
que saltan hasta la vida eterna, de quien decía el Profeta Isaías, cogeréis
agua con alegría de las fuentes del Salvador, dónde no dice fuente sino fuentes, que son estos siete
Sacramentos donde manan siete diferencias de aguas de gracia, apropiadas al remedio
de todas las maneras de flaquezas y dolencias espirituales de las ánimas. Así
los habemos de mirar como siete caños por los cuales se comunica el agua dela
gracia que sale de la fuente del costado del Salvador y fertiliza el campo de
la Iglesia, y como siete planetas que gobiernan este nuevo mundo de la Iglesia
con la virtud de sus influencias.
Descendiendo más en
particular, primeramente acerca del Bautismo, la práctica de la fe es la que pone el
venerable Beda: la espiritual generación, dice, toda es invisible,
porque vemos entrar en la fuente al que se bautiza, vemos que es lavado con las
aguas, vémosle salir de las aguas, pero ninguno ve qué es lo que haya causado
en él la virtud del agua; solo la fe
de los cristianos echa de ver que es pecador el que entra en la
fuente, y que sale limpio y purgado de sus pecados; sola nuestra madre la
iglesia que le engendra es la que le conoce. Todo esto es de Beda. Por donde cuando asistimos a un bautismo, no nos
habemos de contentar con ver aquella ceremonia exterior con que el que se
bautiza es zambullido en el agua, sino que con los ojos de fe miremos como es
reengendrado en Cristo y hecha nueva criatura, y le son perdonados sus pecados,
y le es infundida la gracia, y hecho el que se bautiza hijo de Dios por adopción.
Dejando otros
Sacramentos, solo trataré del sacramento de la Penitencia y de la Eucaristía,
que son los que más de ordinario ejercitamos. Pues acerca de la Penitencia,
debe llegar uno a este Sacramento, como un enfermo a recibir la medicina y
salud, y ponerse con dolor a los pies del ministro de Jesucristo, confesando
humilmente todas sus culpas; y cuando recibe la absolución, avive la fe y haga cuenta[que
le dan un baño a su alma con la sangre de Cristo, con que queda limpia y
purgada de sus pecados, renovada y hermosa en los ojos de Dios, y con nueva
fortaleza y gracia para no ofenderle de allí adelante.
Yo conocí una
persona, que con sola esta consideración y viveza de fe que tenía en este Sacramento, cada vez que recibía la absolución, era tan
grande el recogimiento interior que sentía, que casi le sacaba fuera de sí.
Aprovecha mucho
este ejercicio de fe en este Sacramento.
Lo uno, porque la estima de tan grande beneficio obligará a más disposición y a
mayor frecuentación. Lo otro, porque mirando el penitente al ministro de este
Sacramento como al mismo Dios, no tendrá vergüenza ni empacho de descubrir
todos sus pecados, y abrir los senos de su conciencia, y esperar el remedio de
sus trabajos, luz para sus dudas y dificultades, y estima de lo que el confesor
le dijere y mandare, como si el mismo Cristo se lo mandara o aconsejara.
El sacramento santo
de la Eucaristía no solo contiene la gracia como los demás, sino el autor y
principio de la gracia, que es el mismo Cristo, que como la fe nos enseña, está
realmente debajo de aquellas especies de pan y de vino como está en el mismo
cielo. Y así entrando en la Iglesia, habemos luego de poner los ojos de la fe en Cristo que está
presente en este Sacramento, y reverenciarle como si le viéramos coa los ojos,
y presentarnos allí delante y pedirle remedio para nuestras necesidades,
hablando y tratando con él, como con un Dios vivo y eterno que está allí
presente, viendo nuestro corazón y oyendo lo que le decimos: creyendo y
ponderando juntamente como el mismo Dios que los bienaventurados poseen y gozan
en el cielo, viéndole cara a cara, le gozamos y tenemos en la tierra por medio
de la fe, disfrazado debajo
de las especies sacramentales. Y así la Iglesia militante no se diferencia de
la triunfante más que en tener ésta a Dios descubierto, que es lo que hace
bienaventurado, y la militante encubierto debajo de las cortinas de los
accidentes. Y por eso se llama militante, porque viviendo en continua guerra
entre sus enemigos, come de este pan de vida con sudor de su rostro y de todo
su cuerpo, hasta que le venga a gozar en la gloria.
Pero
particularmente ayuda a avivar la fe
acerca de este Sacramento en el modo que habemos dicho, a los que le
han de recibir: porque ninguna cosa habrá que así nos ayude para disponernos
dignamente, y para dar gracias después de haber recibido a este Señor, que
repetir y ponderar dentro de sí con luz viva
de fe estas Palabras. Que
es Dios el que tengo de recibir, ciertamente es Jesucristo hijo de Dios vivo el
que está debajo de estas especies de pan, y el que quiere por sola su bondad y
amor venir a morar a mí alma. Estas Palabras dichas con ponderación y
admiración despertarán en el alma varios afectos y consideraciones de mucho
fruto y aprovechamiento. Y más particularmente después de haber recibido este
gran Dios, nos debemos aprovechar de este ejercicio de fe para agradecerle la
merced que nos ha hecho, y para pedirle nos haga otras de nuevo. Porque ¿no esperará
de Dios quien ciertamente cree que le ama tanto, que le viene a buscar para
unirse con su alma, y usar con ella de tal misericordia? Estando la majestad de
Dios real y verdaderamente en nuestra alma, no pueden dejar de ser grandes los
efectos y mercedes que en ella obrará, si halla la disposición conveniente: que
pues el Apóstol dice, que son incomprensibles las riquezas de gracia que trajo
el Salvador al mundo, la cual es señaladamente comunica da en los Sacramentos,
cuántas mayores han de ser las de este, pues es el más excelente de ellos; pero
porque de los efectos de este divino Sacramento hay mucho escrito, bastará lo
que aquí habemos apuntado.
Y porque este
Sacramento es también verdadero y singular sacrificio, el cual ofrecen los
sacerdotes de la nueva ley en la misa; cuando estamos presentes a este altísimo
sacrificio, debemos mirar con ojos de la fe,
como este mismo Cristo y Señor nuestro que una vez se ofreció en la
cruz por nosotros, ese mismo es el que, dichas las Palabras de la consagración,
está debajo de las especies de pan y vino, y el que se ofrece en sacrificio en
la misa al eterno Padre: el cual es de infinita virtud para aplacar al Padre
eterno, y alcanzar gracia y perdón de nuestros pecados. Y no solamente es
remedio de nuestras culpas y penas, y de otras necesidades y trabajos, sino que
también aprovecha a las almas que están en purgatorio. Y así el que asiste a la
misa, haga cuenta que está a los pies de la cruz de Cristo, y que allí ofrece
su sangre, su cuerpo, su cruz, su vida, y todas las demás pasiones al Padre
eterno por todas sus necesidades. Pero el sacerdote principalmente con viva fe ha de mirarse así, como
a principal ministro de este sacrificio y vestirse del espíritu de Cristo,
considerando que su oficio es ser medianero entre Dios y los hombres, que así
lo dice y enseña la fe. Entre el vestíbulo
y el altar llorarán los sacerdotes ministros del Señor, diciendo, perdona Señor, perdona a tu pueblo. Y así para alcanzar misericordia y remedio de sus necesidades y de las
de todo el mundo, ofrece este sacrificio del cuerpo y sangre de Cristo, que es
de infinito valor por nuestra salud y por la de todo el mundo, como se dice en la oblata. Y así no
ha de cesar con gemidos y lágrimas, procurando aplacar la ira de Dios. De esta
manera se ha de haber el ministro de este Sacramento, en cuanto es sacrificio.
En los demás
Sacramentos convendrá que en la administración y dispensación de ellos avive la
fe, mirando el efecto
que cada Sacramento contiene, como cuando bautiza mire como mediante aquel
Sacramento reengendra aquella alma en Cristo. Y así de los demás; y
generalmente considérese como dispensador de la sangre de Cristo, cuya virtud y
eficacia está en los Sacramentos. Esta fe
le será ocasión para mayor reverencia y aparejo para administrar
dignamente los Sacramentos. Semejante a esta fe
tenía un siervo de Dios, el cual, después de haber confesado muchos
años y ejercitado este oficio con gran rectitud y pureza, solía decir que tenía
grande confianza en Dios que había de usar su misericordia con él, porque había
más de treinta años que tenía las manos bañadas en la sangre de Cristo. Esto lo
decía por el ejercicio continuo que tenia de confesar y absolver, y administrar
otros Sacramentos. Porque demás de los Sacramentos ha instituido la Iglesia,
con la potestad que tiene de Cristo su cabeza, otros remedios para perdonar
pecados veniales, como es el agua bendita, la bendición episcopal, la oración
en la iglesia consagrada, la del Padre nuestro, la confesión general, el golpe
de pechos y otras cosas que comúnmente llaman los teólogos sacramentales. Y
demás de esto tiene la Iglesia ordenados otros remedios para particulares necesidades,
como son exorcismos para expeler los demonios, las tempestades, y otras
bendiciones, como son las de los agnus,
pan bendito, candelas, casas, navíos, y particularmente el uso de la
santa cruz y de otras oraciones o Palabras santas, de que la Iglesia usa en la administración
de los Sacramentos o en otras ocasiones semejantes. También entonces en el uso
y ejercicio de todas estas cosas debemos aprovecharnos de la lumbre de la fe, mirando la virtud
que todas estas cosas tienen de la sangre de Cristo, porque por el mismo caso
que la Iglesia las instituye y ordena, les comunica Cristo la virtud y eficacia
de su sangre, en orden a los particulares efectos a que la Iglesia instituye y
ordena estas cosas.
CAPÍTULO VIII
De los medios que pueden aprovechar para tal ejercicio y práctica de la fe, con los cuales se aumenta el hábito de la fe y de las demás virtudes
Siendo como habemos
dicho tantas y tan grandes las excelencias de la fe
viva para descubrir los tesoros que Dios tiene encerrados dentro de sí
mismo, todo el estudio del buen cristiano ha de ser trabajar todo lo posible
para perfeccionar y acrecentar esta lumbre de fe.
Porque claro está que así como la caridad y esperanza, y todas las
demás virtudes, crecen con el ejercicio y uso de ellas y con otros medios que
la Escritura santa nos enseña, será lo mismo de la virtud de la fe. Descendiendo más en
particular pondremos aquí los medios por donde esta virtud crece y se aumenta. De
los cuales el primero y principal es insistir con frecuente y devota oración,
pidiendo a Nuestro Señor de noche y de día el acrecentamiento de ella, como nos
lo enseñaron los Apóstoles con su ejemplo cuando pedían a Cristo (Luc. XVII): Señor, aumentadnos la
fe. Porque como esta
virtud sea la puerta y raíz de todas las virtudes, creciendo esta raíz,
crecerán también las espirituales ramas de virtudes que de ella proceden. Ayuda
también la oración, porque como por medio de ella el alma es visitada por Dios y embriagada de la suavidad
de aquel vino celestial, de tal manera que viene a sentir en sí tan palpablemente,
si así se puede decir, la presencia de Dios, como afirma san Bernardo (Serm. XVII in Cant.), que ya les parece a algunos, que
no creen sino que le ven; tanta es la experiencia que tienen del mismo Dios,
mediante el amor unitivo y regalado con que de él son abrasadas.
Ayuda, y no poco,
para acrecentamiento de esta lumbre la santidad de la vida, porque como en un
espejo limpio resplandece más claramente la claridad del sol, así resplandecen más
los rayos de esta divina luz en un alma purgada y limpia de pasiones. Y así
Cristo puso por principal medio para ver a Dios la pureza de corazón (Mat. V). Porque, como dice bien
Casiano (Collat. XIV), no
tanto se adquiere el conocimiento por la meditación como por el fruto de las
obras: y entonces cantan con el Salmista, entendí tus mandamientos cuando
devoradas y quemadas todas las pasiones, dicen confiadamente: salmearé y
entenderé en un camino sin mancilla.
Ayuda asimismo a esto que vamos diciendo la consideración piadosa y
humilde de todas las cosas que Nuestro Señor ha obrado en confirmación de la fe, las cuales son
tales y tantas, que como más largamente habemos escrito en el libro primero,
hacen los misterios de nuestra fe
evidentemente creíbles.
El otro medio, no
menos importante, es ejercitarse siempre en actos de fe en todas las ocasiones,
como habemos dicho, y procurar que así como todas las demás virtudes, para que
se vengan a perfeccionar, se han de ejercitar en el amor y caridad, de la misma
manera procuremos, cuanto sea posible, reducir todas nuestras obras y
conocimiento a la luz y verdad de la fe, pues habrá pocas
cosas que se ofrezcan en el camino espiritual, de que no hallemos doctrina en
la verdad de la fe y Sagrada Escritura,
como dijo el Apóstol (Rom. XV):
Todas las cosas que están escritas, todas se escribieron para nuestra instrucción
y enseñanza, para que teniendo paciencia y consolación en lo que las Escrituras
sagradas nos dicen, tengamos firme esperanza.
El medio más
principal es hacer de ordinario una grande ponderación de la inefabilidad y
verdad de nuestra fe, la cual nos
inclina a creer todo lo que nos propone, porque Dios lo dice. Y así toda su
certidumbre se funda en el testimonio divino. Pues para pesar estas verdades
importa grandemente repetir muchas veces, cuando se nos ofrece alguna ocasión,
estas u otras palabras semejantes: que sea esta verdad
infalible, que no puede faltar, fundada no en el testimonio de un buen hombre
ni de un a ángel, sino del mismo Dios. Que sean todas estas verdades del Evangelio
y de la Escritura Sagrada, y todas las que la Iglesia nos propone, salidas de
la boca de Dios y reveladas por el Espíritu Santo a su Iglesia. De aquí se
viene a cobrar gran reverencia y afición a la Sagrada Escritura, estima y ponderación
de las cosas de nuestra fe,
mirando y ponderando cada cosa y Palabra de ella como bajada del cielo
y revelada por Dios.
Ayuda también mucho
para alcanzar esta virtud de la fe
viva en grado heroico, tener gran veneración y estima de las cosas que se
reducen y son anejas a nuestra fe, como son las
ceremonias sagradas y todas las demás cosas que la Iglesia ha instituido para
dar culto y reverencia, así interior como exterior, a Dios. El venerar también
los libros sagrados como la Biblia, Misal, Breviario, porque son como una arca donde
están encerrados los tesoros de nuestra fe.
Esto debía de tener bien ponderado un siervo de Dios que estudiaba de
rodillas en la Biblia, y cuando pasaba por donde estaba
hacía lo mismo, y otras algunas personas, que por la bondad de Dios he
conocido, que aunque doctas y letradas, solo la cartilla donde está la verdad y
sustancia de toda nuestra fe
y doctrina cristiana les servía de libro para tener altísima oración,
y que aprovecharon mucho en breve tiempo, y que no echaban menos otros libros
ni consideraciones, aunque estas son buenas y de provecho, particularmente
cuando son meditaciones o discursos que se enderezan a despertar más la fe, como más
claramente declararemos adelante.
Los provechos que
se siguen de caminar por este espíritu de viva
fe son muy grandes, porque aunque no fuese más sino que al cabo del año
se hallase el hombre muy medrado en esta virtud, y a la hora de la muerte muy
firme en ella, era de mucha consideración. Además de que la caridad se aumenta,
porque no hay rayos de luz que así enciendan su fuego como los de la virtud de
la fe, por ser de orden y
jerarquía sobrenatural. La certidumbre de la fe,
que con el ejercicio de la misma fe
se alcanza, es increíble; y de aquí es que un simple que tiene este ejercicio
de fe viva, entiende mejor el
Credo que otros grandes letrados que solamente tienen la especulación. Y si
todo el mundo le dijese a este tal que andaba errado, es tanta la luz .y la
verdad de la fe, que se reiría de
ellos. Esta viveza de fe da gran luz e
inteligencia de las verdades de la Escritura, porque como dijo el Profeta
Isaías: Si no creyereis no entenderéis. Luego para entender, creer; y cuanto más
viva la fe, lo será también
la inteligencia y penetración de los misterios divinos.
Con estos medios
ejercitada la virtud dela fe, crece en tanta
manera, que perdiendo mucho de su oscuridad, viene a poner tanta luz en el
alma, que muchas veces les parece a los varones espirituales que ya no tienen fe, sino otra lumbre más
clara que ella, más no es así, sino que aquella misma fe que tenían está más
esclarecida e ilustrada con el don del entendimiento, que es una luz superior
del Espíritu Santo, la cual es una como forma de esa misma fe, que la esclarece y perfecciona.
Porque mediante este don se purifica el corazón, como se colige de aquellas Palabras
del Apóstol san Pedro (Act. XV):
Purificando sus corazones con la fe. Y purificado el corazón
se hace capaz para ver a Dios con aquella luz y claridad que en aquesta vida se
permite. Y así dice el glorioso doctor santo Tomás (3 sent. d. 34, art. 1, q.
1), el modo connatural a la humana naturaleza es conocer las cosas
divinas por el espejo de las criaturas, y por otras semejanzas oscuras. Y para perfeccionarse
en este conocimiento, ayuda la virtud de la fe: pero el don del
entendimiento, como dice san Gregorio (Homilía
XIX in Ezech.), de
tal manera alumbra el entendimiento, que el hombre aun en esta vida comienza a tener
principios de la clara visión de Dios. Todo esto es de santo Tomás, el cual en
otra parte dice que en esta vida, estando purgada y esclarecida la vista del anima
con el don del entendimiento, en cierta manera puede ver a Dios (2, 2, q. 69, art. 20 ad 3).
Porque los que con esta perfección poseen esta lumbre de fe, ven como por vista
de ojos los misterios y cosas divinas, que pueden decir lo que san Bernardo (Serm. IV in Cant.) dice sobre aquellas Palabras del Apóstol
(Cf: I Cor. XIII, 2;9): Ahora
conozco en parte, en parte conocemos, y en parte profetizamos. Y así va
creciendo el alma en esta luz de la fe,
como dice san Pablo (II Cor. III):
De luz en luz y de claridad en claridad, hasta que llegue al perfecto día de la gloria, que será cuando
esté apartada del cuerpo. También lo dijo el Sabio (Prov. IV), que hablando del camino de los justos dice: Que es como
una luz resplandeciente que crece hasta el día claro. Porque poco a poco, como va
creciendo la certidumbre, va también creciendo la claridad, y acercándose más
la lumbre de gloria. Y así dice san Bernardo (Serm. XXXI in Cant.): El que más crece en esta luz, ese está
más cercano a la lumbre de gloria; pero el que ha llegado ya a tener la luz
clarísima, ya ha llegado a ver a Dios: dónde no se halla la luz de
la fe, porque allí no hay oscuridad, que es aneja a la misma fe.
Donde distinguió
san Buenaventura tres grados de fe.
El primero, dice, es creer simplemente, como creen los rústicos: el segundo , penetrar las
cosas que se creen, y esto, dice, es del don del entendimiento; el tercero es
ver como por vista de ojos las cosas que creemos; y esto pertenece a la sexta
bienaventuranza que dice: Bienaventurados los puros de corazón,
porque esos verán a Dios. A esta luz llegan algunas almas en esta vida cuando
el Señor las sube a una alta contemplación, como lo afirma nuestra santa madre
Teresa de Jesús, en el libro de las Moradas, morada sexta, donde dice estas Palabras:
De manera que lo que aquí tenemos por fe, allí lo ve el alma como por vista de ojos. No dice
absolutamente por vista de ojos, sino que es tanta la certidumbre y claridad
que experimentan en la contemplación, como si vieran aquellos misterios. Que es
lo mismo que dijo san Pablo (Hebr. XI)
de la fe de Moisés, se dirigió al invisible como si lo viera. Y así va creciendo esta ilustración
de nuestro entendimiento, según la mayor disposición y pureza que hay en
nuestro corazón, a la manera que el sol, según la disposición del sujeto dónde
hiere con sus rayos, es mayor o menor la claridad que causa. Porque de
diferente manera se recibe su luz en un vidrio negro que en un verde, y
diferente manera en un blanco que en un negro o verde. Y así comparan algunos
doctores contemplativos la luz y claridad que nos comunica Dios en la contemplación
a la luz de la mañana, la cual poco a poco se va levantando, levantada se
dilata, dilatada se clarifica, hasta que finalmente deja ya de ser crepúsculo y
luz de la mañana, y se convierte con los rayos del sol en un día claro. Así,
dicen, es esta luz de contemplación. Y lo mismo podemos decir de la de la fe; porque primero
comienza con grande oscuridad, como si estuviera metida y absorta en la noche.
Esto sucede a los principios de los ejercicios espirituales. Después cuando va
aprovechando en estos, se va la luz levantando y dilatando en el entendimiento,
y descubriendo muchas cosas de las que antes no veía, penetrándolas de
diferente manera, hasta que viene a ser más vecino a la luz del sol, en la cual
después de esta vida se transforma toda.
Mediante este
ejercicio de fe, vienen los siervos
de Dios, no solo a gozar de esta especial luz del Espíritu Santo, sino que también
llegan a poseer aquel admirable gozo, que es fruto de fe, y que el Apóstol
deseaba para los romanos, cuando decía (cap.
XV): Dios nuestro Señor, que es el autor y objeto de la esperanza, os
conceda que de tal manera creáis, que vuestra ánima sea llena de alegría y de paz, para que así crezcáis en la esperanza y en la virtud
del Espíritu Santo.
Con esta fe tan crecida, con
que el alma tan maravillosamente entiende y penetra las cosas divinas, viene a
alcanzar otro grande provecho, que es sentir altamente de Dios y de las cosas
divinas, y estimar y ponderar mucho cada Palabra de la Escritura, sabiendo que
todas ellas son dichas por boca del Espíritu Santo. Y particularmente el mayor
provecho que de este aumento de la fe
se consigue, es que cuanto la fe
es mayor, es mayor su fuerza y peso para mover la voluntad a bien
obrar. Y son también más excelentes y crecidas las demás virtudes, que es lo
que quiso decir el Apóstol (Rom. I):
La justicia de Dios (esto es,
la gracia y virtudes con que los justos son santificados) se manifiesta y
crece como va creciendo la fe. Por donde será bien
ir descendiendo en particular a la práctica y ejercicios de la fe acerca de las demás
virtudes, porque creciendo con el uso la fe,
crezcan también las demás. De donde uno de los principales cuidados
del que desea aprovechar en la oración, ha de ser cultivar esta raíz de todas las
virtudes, que es la fe. Porque estando ella
bien labrada y cultivada, las virtudes crecerán y fructificarán más
abundantemente.
CAPÍTULO IX
Cómo se ha de practicar la fe acerca de la virtud de la esperanza
Ayuda la fe grandemente a la
virtud de la esperanza; porque como la fe
descubre la flaqueza de nuestras fuerzas, y que ni podemos nada sin el
auxilio de Dios, como el mismo Señor dice: Sin mí no podéis hacer nada, descubre también la necesidad que
tenemos de su favor, sin el cual no somos suficientes para hacer ninguna buena
obra que sea digna de vida eterna. Juntamente la fe
nos propone por otra parte las promesas que Dios tiene hechas, de dar
su reino y su gloria a quien esperare en él; de aquí viene que la fe nos mueve y obliga a
poner toda nuestra esperanza en Dios. De donde toda la virtud de la esperanza
se funda en esto que la fe nos dice, que con
la gracia y favor divino (el cual el Señor tiene prometido a los que esperaren en él) podremos alcanzar la bienaventuranza, y poner
los medios necesarios para ella, y así la fe
es el fundamento y principio de la esperanza. Y por eso la llama el Apóstol
(Hebr. XI) sustancia y fundamento de las cosas que esperamos. Y san Juan
Crisóstomo (Hom. XXI in
Ep. ad Hebr.) dice: Las
cosas que no vemos y esperamos, en tanto tienen consistencia en nuestra alma,
en cuanto la, fe nos dice que son posibles, y así les da existencia; y por eso se dice
sustancia de las cosas que esperamos, porque ella da el
ser a nuestra esperanza; porque si fe
no hubiera; ninguno pudiera esperar.
Por donde el
principal fundamento de toda nuestra esperanza, y lo que la hace certísima, es
la Palabra de Dios y la promesa que ha hecho de no faltar jamás a los que
confiaren en él. Así lo dice san Pablo (Hbr. X): Fiel es el que prometió; y en el capítulo VI dice, que toda nuestra esperanza se funda en
que Dios lo ha prometido, y que es imposible que Dios falte en su Palabra, y
esto, dice, es un fortísimo arrimo y descanso para los que vivimos en
esperanza, la cual es para nuestras almas como una ancla segura y firme. Donde advierte el glorioso doctor santo Tomás que así como el ancla en medio del mar hace que
el navío esté firme e inmoble; así la esperanza firme en Dios hace que el alma
esté inmoble en el mismo Dios. Y que aferrada en él, entre las tempestades y
peligros de este mundo que es un mar tempestuoso, esté segura y quieta. Pero
hay esta diferencia entre el ancla y la esperanza, que la ancla hace presa en
lo más bajo y profundo del mar; pero la esperanza en lo más alto que es Dios;
porque en esta vida no hay cosa firme ni estable en que pueda el alma fijar sus
esperanzas, y así el ancla de la esperanza es una a ancla vuelta al revés. Todo
esto es de santo Tomás.
Este arrimo de
nuestra esperanza, que es, como la fe
enseña, la promesa divina que no puede faltar, el Apóstol san Pablo
muchas veces lo pondera en sus Epístolas con diferentes Palabras, y todas muy
eficaces para esforzar nuestra esperanza. Porque unas veces dice que es Dios
poderoso y justo, y que cumplirá lo que ha prometido. Sé bien, dice (II Tim. I), en quién he puesto mi esperanza, porque sé de cierto que es
poderoso para guardarme.
Otras veces lo funda en la fidelidad de
Dios (Hebr. X): Lleguemos
con corazón verdadero, con plenitud de fe
y con pureza de conciencia, y tengamos sin
desfallecer firme la confesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que lo
ha prometido. Y en otra parte (II
Timot. II): Fiel es el
Señor, no se puede negar así mismo.
En otra dice, que Dios lo ha prometido, y es imposible que Dios
mienta. En estos y otros
lugares muestra el Apóstol el fundamento firmísimo en que estriban las
esperanzas de los justos, que es en lo que la fe nos enseña que Dios
ha dado su Palabra; que no puede mentir, que es todopoderoso para cumplirla,
que es fiel, que es justo, que no se puede negar a los que esperan en él,
porque sería negarse a sí mismo. Este avivar la fe en estas verdades
infalibles que acabamos de decir, es el fundamento de nuestra esperanza viva, de la cual dice san Pedro: Bendito sea (I Petr. I) el Señor, que según su
gran misericordia nos ha reengendrado en una esperanza viva, mediante la resurrección de Jesucristo.
Esta viva esperanza es hija primogénita
de esta fe viva, y se funda no
solo en las promesas que habemos dicho, sino también en
lo que el Hijo de Dios padeció por nosotros, como ahora lo que acaba de decir
el Apóstol san Pedro, y san Pablo (II Cor.
III): Nuestra confianza en Dios es por medio de Jesucristo, y
teniendo tal esperanza, tenemos mucha confianza. Y en otra parte: tenemos nuestra esperanza en la sangre de
Cristo. Porque, ¿qué mayor
motivo para esforzar nuestra esperanza, que mirar con una fe viva cómo todo cuanto Cristo padeció y mereció fue para nosotros, y que
todo ello es hacienda nuestra? y que todo esto podemos alegar y presentar ante
el eterno Padre, como herencia dejada por Cristo para obligarle a que nos oiga y ayude. Este es el principal fundamento de nuestra
esperanza, y el principal caudal de nuestra hacienda.
Ayuda también para
crecer en la virtud de la esperanza el mirar con fe
la doctrina de la Escritura Sagrada, la cual casi en toda ella nos convida
a esperaren el Señor (Eccli. II):
Mirad, hijos, las naciones en que se dividen los hombres, y sabed que nadie
que esperó en el Señor quedó confundido; ¿quién le invocó y fue despreciado? Y el Profeta Isaías: Los que
esperan en el Señor, dice, mudarán
su fortaleza, porque si
antes eran fuertes para el mal, esperando en Dios lo serán para el bien; y como
águilas volarán sin desfallecer por el camino de sus mandamientos. Y casi no hay salmo de David que no
trate y persuada a que esperemos en el Señor.
Asimismo ayuda a la
virtud de la esperanza avivar la fe
acerca de los ejemplos de esperanza que la Escritura nos propone de
los santos que la tuvieron en las injurias y trabajos, como un Job, un David,
José, Tobías, los Apóstoles y Mártires, como el Señor les dio la mano en medio
de sus trabajos y el premio grande que tuvieron. Esto es a lo que nos amonesta
el Apóstol san Pablo: Todas las cosas, dice (Rom. XV),
que la Escritura contiene, todas están ordenadas a nuestra enseñanza, para
que viendo la paciencia que los santos tuvieron en sus trabajos, y la consolación
que Dios les dio en ellos, esforcemos nuestra esperanza. Por donde si bien lo miramos, hallaremos
que no una u otra Escritura, sino toda ella, como aquí dice el Apóstol, está ordenada
por el Espíritu Santo para alentar la esperanza de los justos, en medio de los trabajos y persecuciones. Y por esta misma razón llámala
Escritura a Dios, Dios de esperanza,
como aquel que la misma Escritura quiere que tengamos por blanco en
nuestros trabajos, y que creamos que no solo es Dios, sino Dios de esperanza,
esto es, que no falta jamás a los que en él esperan; que es fiel, verdadero,
justo, santo, y tal que ninguno esperará en él, que no vea cumplidas sus
esperanzas. En el cielo es Dios, Dios de posesión; pero en esta vida para
nuestro consuelo se llama Dios de esperanza, y así dice, el Dios de la
esperanza os dé gozo y paz en el creer lo que la fe dice, para que así crezcáis más en la esperanza. Donde el Apóstol
pone el ejercicio de la fe
como medio principal para crecer más en la esperanza.
Con esta firme y
crecida esperanza en Dios se hallaban los Santos fuertes en las tribulaciones,
animosos para los trabajos, poderosos para resistir todas las contradicciones
del mundo, de la carne y demonio; de tal manera que se atrevía a decir el Apóstol
(Philip. IV): Todo lo puedo
en aquel que me conforta; mediante
la gracia y auxilio divino del Señor, no hay cosa para que no me halle poderoso. Porque estribando en la Palabra y poder del
Todopoderoso, teniendo cierta su ayuda, le parecía a san Pablo que también lo
era él para todo. Y cuanto crece en los Santos esta confianza en Dios que les
da aliento y espíritu para hacer y padecer grandes cosas, tanto crece en ellos
la desconfianza de sus propias fuerzas; porque saben muy bien, cuando la
experiencia no les enseñara su flaqueza, lo que el Espíritu Santo (Jerem. XVII) dice: Maldito el
hombre que fía de sí. Y así
el mismo Apóstol dice (II Cor. I): No
confiamos en nosotros, sino en Dios que resucita los muertos. Porque como él dijo en otra parte, no somos suficientes por nosotros, para
pensar algo bueno, porque toda nuestra suficiencia nos viene de Dios.
Mas aquí habemos de
notar, que hay cuatro principales materias de esta virtud de la esperanza. La
primera es la esperanza de la bienaventuranza advenidera y de todos los medios
que son necesarios para alcanzarla. La segunda, del perdón de nuestros pecados,
que son los impedimentos del fruto de esta esperanza. La tercera, de ser oídas
nuestras peticiones. La cuarta, de ser socorridos y
amparados de Dios en nuestras tentaciones y peligros. a todas estas cosas se
extiende esta virtud de la esperanza: y para todas ninguna cosa más ayuda que
la práctica y ejercicio de la fe
viva, fundada en lo que habemos dicho y adelante diremos,
cuando tratemos del ejercicio de la fe
en la oración, trabajos y tentaciones. Y porque muchos donde habían de
sacar medicina, sacan ponzoña, asegurándose con la esperanza en la misericordia
de Dios, y en lo que Cristo padeció por nosotros, tomando de aquí motivo para
ser más viciosos; conviene advertir, que de tal manera ha de ser esta esperanza
en Dios, que mediante su gracia trabajemos con las buenas obras. Y esto es lo
que la fe y Escritura santa dice a cada paso (Psalm. IV): Sacrificad sacrificio de justicia, y esperad en
el Señor, y en otro lugar: Agradan
al Señor, dice, los que le temen, y juntamente con el
temor esperan en él. Y Cristo nuestro Redentor (Mat. VI): Buscad,
dice, primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás os será
dado. De manera que para
que la esperanza esté segura, ha de estar acompañada con la justicia.
CAPÍTULO X
Cuánto ayuda el ejercicio de la fe para la virtud de la caridad de Dios y del prójimo
Uno de los mayores
impedimentos que halla la bajeza de nuestra naturaleza para emplearse en el
amor de Dios, es estar el hombre tan sumido en este cuerpo material, que no
puede entender nada, sino por las imágenes de las cosas sensibles; y así no se
aplica tan fácilmente a amar sin estas mismas, porque en las espirituales no
halla tomo, aunque sean mucho más nobles. Pues como Dios sea un espíritu
altísimo y purísimo, y esté infinitamente encumbrado sobre todo lo criado; como
el hombre ignorante no lo puede imaginar, como en las cosas que en la tierra
ama halla también dificultad en amarle, se acrecienta esta dificultad por no
saber el hombre las propiedades y condiciones que tiene Dios para con los
hombres, por ser aquella soberana majestad infinitamente aventajada sobre todo
nuestro saber y entender. Para todo esto ningún medio se podría hallar más excelente
y proporcionado, que el ejercicio de esta fe
viva, la cual nos levanta en alto y proporciona para conocer a Dios, y nos
pinta y descubre sus condiciones y propiedades tales, que nos obligan a amarle.
Porque, ¿quién más altamente nos enseña que Dios es infinitamente digno de ser
servido y amado que nuestra fe? La cual nos
descubre en Dios su poder, su bondad, su misericordia, su hermosura, su dulzura
y sabiduría inmensa, y otras infinitas perfecciones suyas, que todas juntas y
cada una de por sí arrebata y lleva en pos de sí los ojos del corazón.
Pero particularmente
lo que más despierta la caridad y amor de un cristiano, es lo que la fe enseña de lo que
Dios hizo por el hombre, haciéndose hombre y padeciendo por el tanto, como
sabemos que padeció. Y así los misterios de nuestra redención son un gran
motivo de amor; porque señaladamente tres cosas mueven nuestra voluntad a amar
una persona. La primera es la bondad; la segunda los beneficios recibidos; la
tercera el amor que esta persona nos tiene. Y estas tres causas de amor se
hallan de tal manera en Cristo, que parece que, ni la muestra de la bondad, ni los beneficios, ni el amor que nos mostró,
pudieran ser más crecidos. Porque la bondad fue inmensa, pues obligó a Dios a
que tan íntimamente se comunicase al hombre; los beneficios incomparables, pues
el mismo Dios se nos dio, y por él riquezas incomprensibles de gracia, dones y
bienes eternos. Y a este beneficio se reduce lo que la fe nos enseña que
Cristo hizo y padeció por nuestro remedio. El amor con que Cristo nos amó, según
lo que la fe nos enseña, fue ardentísimo; pues le trajo a tales extremos de amor,
que aun los mismos hombres por quien se hicieran no los podían creer: todo lo
cual son unas centellas de fuego que la fe
nos pone delante, para abrasar nuestros corazones en amor de un Señor
tan sumamente bueno, que tanto bien nos hizo y tanto nos amó. De aquí es que
ponderando esta caridad y amor grande que Dios nos tuvo, el Apóstol san Pablo
dice (II Cor. V): La caridad
de Cristo nos hostiga para que los que viven no vivan ya para sí, sino para
aquel que murió por ellos. Como
si dijera: El amor de Cristo es tan grande para con nosotros, que no solo nos
convida, sino que nos compele y
hace fuerza a que ya no vivamos en nosotros mismos, sino que muriendo a
nosotros, vivamos transformados en amor de aquel que murió por nuestro amor. Y
con ninguna otra cosa podemos cumplir con esta obligación, y pagar a Cristo
algo de lo que le debemos, si no es cumpliendo lo que la Escritura nos manda,
conviene a saber: Amarás a Dios de todo tu corazón, con toda tu alma y con
todas tus fuerzas; significando que no ha de haber cosa en nosotros que no esté
empleada su capacidad en amar a Dios, y no como quiera, sino con intención y
fervor.
Este amor que Dios
mostró al hombre en hacerse hombre, y padecer por él lo que padeció, es un gran
motivo no solo para que el hombre ame a Dios, sino también para que conciba un
gran odio y aborrecimiento del pecado, que es contrario al mismo Dios. Porque por
ninguna cosa mejor se verá cuánta sea la gravedad del pecado, y el amor que
Dios nos tuvo; pues uno de los principales artículos que nuestra fe confiesa, es que el
unigénito Hijo de Dios descendió del cielo a la tierra y tomó verdadera carne
humana, y padeció una de las muertes más penosas e
ignominiosas que se han padecido en el mundo, siendo antes de ella azotado,
escupido, abofeteado, coronado de espinas, escarnecido y despreciado, y tenido
en menos que Barrabás, por librarnos del pecado, criar en el mundo un pueblo
limpio y agradable a Dios, y seguidor de buenas obras. Siendo esto así, ¿qué
cosa se puede imaginar que más fuerza tenga para hacer a los hombres aborrecer
el vicio y amar a su Dios, que esta obra tan grande? Porque aunque cuantos
buenos libros se han escrito en el mundo y escribirán jamás se ordenaran a estas
dos cosas, conviene a saber, a persuadirnos el amor grande que Dios nos tiene,
y asimismo cuánta sea la torpeza del pecado; lodos ellos juntos ni afearán
tanto el pecado, ni declararán tanto el amor que debemos a Jesucristo, como
hace este misterio de la Encarnación y pasión del Hijo de Dios. Pues podemos
sin atrevimiento decir, que si nuestro Dios con toda su omnipotencia y
sabiduría quisiera hacer alguna grande hazaña, o si así se sufre decir, algún
hechizo, para traer los hombres a sí, y declararles la dignidad y excelencia
de la virtud, y la fealdad y enormidad del pecado, y el odio que contra él tiene,
no parece que pudiera hacer mayor cosa que bajar del cielo a la tierra, y
padecer lo que padeció en la cruz por esta causa. Porque aunque por los libros
escritos, y las voces de los Profetas, y por
la fábrica de este mundo, había Dios declarado mucho de la grandeza de
este negocio; pero todos son como libros pintados comparados con lo que en este
libro vivo de Dios hecho hombre, y muerto por amor del hombre, se lee con ojos
de viva fe.
CAPÍTULO XI
De la práctica de la fe acerca del amor del prójimo
También nos enseña
la fe, que habernos de
amar a nuestros prójimos como a nosotros mismos. Y habemos de hacer ponderación
de esta verdad de fe, conviene a saber,
que toda la Escritura Sagrada, todo lo que Cristo hizo y enseñó, todo está
ordenado a que amemos a Dios y al prójimo. Y por eso dijo el Apóstol (Rom. XIII): La plenitud de la ley
es el amor. Esto es que el
cumplimiento perfecto de la ley es el amor de Dios y del prójimo.
Para avivar este
amor del prójimo, conviene aprovecharnos primeramente de los ojos de fe mirando cuánto amó
Cristo a las almas, pues el hacerse él hombre, y cuanto hizo y padeció, vestido
de nuestra mortalidad, todo fue, como la fe
nos enseña, por amor de los hombres, como el mismo Señor lo dijo por
san Juan (Joan, X): Yo vine
al mundo para dar vida, y más vida a los hombres. Por donde viendo con esta luz de fe
cuánto Cristo ama a las almas, debemos nosotros, si nos preciamos de amigos
e hijos de Jesucristo, amarlas mucho. Y así escribe san Buenaventura en la vida
de san Francisco, cap. 5: No le parecía (dice) a san Francisco que amaba a Cristo, si
juntamente no ayudaba a las almas que él había redimido y puéstose en una cruz
por ellas. De santa Catalina de Sena se escribe en su vida, que como Dios
la revelase la hermosura de las almas redimidas con la sangre de Jesucristo, se
encendió en tan grande celo de su salud, que dijo: Tanta es la dignidad y hermosura de las almas, que no hay trabajo
ninguno, por muy grande que sea, que corresponda a tan grande dignidad. Pues lo que
hizo san Pablo, y los trabajos que padeció por el bien de las almas, ¿quién los
podrá contar? ni menos lo que hicieron y padecieron los Apóstoles y otros
muchos Santos. Llenas están las Escrituras y eclesiásticas historias que nos
dicen a cuántos peligros se pusieron, el fervor con que peregrinaron atierras
remotas y extrañas para ayudar a las almas, y el ánimo con que se metieron
entre herejes, gentiles y otras bárbaras naciones, conmutando el regalo y
descanso propio en sudores, peligros y trabajos inmensos por el bien y provecho
de sus prójimos. Pero mucho más se echa de ver este amor y celo en el ánimo y
esfuerzo con que dieron su vida por la confesión de la fe, y provecho de sus
prójimos, que es la última prueba y el más firme y esclarecido testimonio que
ellos pueden dar de su aventajada y crecida caridad. Porque, como Cristo
nuestro Redentor dijo, la suma y cumbre de la caridad del prójimo es llegar a
derramar la sangre, y con ella la vida por su amor.
Nace esta estima y
amor que los siervos de Dios tienen a las almas, no solo de lo que Cristo las
amó y estimó, dando su vida y sangre por ellas, sino también de un deseo grande
de que Dios sea conocido, glorificado y alabado en todas las gentes. Porque como
la verdad de la fe les dice cuán digno
sea Dios de ser amado de todas las criaturas, y por otra parte aman a Dios
ardientemente; no pueden llevar en paciencia que un Dios tan grande y tan bueno
no sea conocido y amado como él merece, y que habiendo hecho tantas cosas por
los hombres, muchos de ellos ciegos con la idolatría o con otros errores las
ignoren. Todo esto es efecto de la viva
fe, y del amor de Dios, del cual también nace la pena de que sea ofendido:
y viendo por experiencia cuántas sean las ofensas que los hombres hacen a Dios,
y estimando con la fe como un pecado
mortal es infinita ofensa y agravio que hace la criatura a su Criador, se
enciende en los siervos de Dios un celo de la salud de las almas grandísimo por
evitar, todo cuanto en sí fuere, las ofensas hechas a Dios.
Pero no les suele
mover menos ver el daño y calamidad en que las almas están puestas por el pecado. Porque con la luz de la fe las miran hechas
enemigas de Dios, afeadas y denegridas con la inmundicia del pecado, y
condenadas a las penas eternas del infierno. Esto es lo que abrasa las entrañas
de los que tienen amor de caridad a las almas. Y júntase con esto el mirar en
ellas al mismo Cristo; pues el mismo dice por su boca, que cualquiera cosa que se hace a cualquiera de los pequeñuelos, es
beneficio que se hace al mismo Cristo. Fundados en esta verdad de fe, cualquiera cosa que
hacen por salud y consuelo de una ánima, y cualquiera necesidad que esta
padezca, la miran con ojos como si fuera necesidad del mismo Cristo, ahora sea
necesidad espiritual, ahora temporal.
De aquí viene el
cuidado que los verdaderos cristianos tienen de las obras de misericordia.
Porque miran con tales ojos al necesitado y mendigo, como si debajo de su
hábito estuviera disfrazado el mismo Cristo. Con esta viveza de fe partía san Martin
su capa, y san Francisco curaba los leprosos, y les besaba las llagas,
acordándose que la Escritura Sagrada dice que Cristo había de ser despreciado y
reputado como si fuera leproso. Por aquí viene un
cristiano a conocer y ponderar la dignidad y valor de un alma, mirando con este
rayo de fe el precio con que fue comprada. Porque, como dice san Pedro (I Petr. I): No fuimos comprados por
oro ni plata, que son metales corruptibles, sino por la preciosa sangre de
aquel cordero sin mancilla Cristo Jesús. Por dónde verá el hombre en cuánto debe estimar la cosa que un
tan sabio mercader compró con precio tan subido, y como no debe cambiar por
viles y abatidos precios lo que él tanto apreció. Y así san Agustín, que había
ponderado con ojos de fe
el valor de las almas, solía decir: Viendo yo que mi ánima había
sido comprada con la sangre del Hijo de Dios, no quise más ponerla en almoneda. Y por aquí también verá el hombre
cuánto debe estimar a su prójimo, aunque sea un vil esclavo, pues Dios tanto le
estimó, que dio su sangre por él. Asimismo cuánto debe evitar de escandalizar a
su hermano, y darle ocasión de algún pecado con que mate su ánima, porque esto
es derramar por tierra la sangre de Cristo. Porque si es oro lo que oro vale,
sangre de Cristo es lo que Su Sangre costó: y esa se derrama, cuando un anima pecando se pierde.
Por este mismo
precio de la sangre de Cristo sacaremos el valor de la gracia de la caridad de
Dios y del prójimo, y de la gloria que por este mismo valor y precio fueron
comprados. Porque por esta causa, ni se dio la plenitud del Espíritu Santo ni
se abrieron las puertas del cielo hasta que este grande precio se dio por ellas.
CAPÍTULO XII
Como la fe viva ayuda singularmente para la oración vocal y mental
Porque la oración
suele ser en dos maneras, o vocal o mental, la fe
viva nos ayuda grandemente para el uno y otro modo de orar. San Agustín (Serm. XXXVI de verbis Domini) prueba largamente que la fe es la fuente de la oración,
y quede la manera que los arroyos nacen de la fuente, así, dice este Santo, la oración
mana de la fe. Pero hay tantos y
tan claros testimonios del santo Evangelio, como adelante diremos, que no hay necesidad de
cansarnos en buscar los de los Santos para entender que
uno de los medios más eficaces para la oración es la fe, porque
primeramente la fe nos enseña la necesidad que tenemos de la oración, mediante la cual se
alcanza el ayuda y favor divino para bien obrar: considerando primeramente lo
que la fe nos dice, que sin Dios no podemos hacer nada bueno, y el Apóstol dice,
no somos suficientes para tener un buen pensamiento sin Dios: y esta asistencia
y favor de Dios se alcanza por medio de la oración. Y por esta causa Cristo
nuestro Redentor dice (Luc. XVII),
que oremos siempre en todo tiempo, y que nunca falte la oración de nuestros corazones.
Porque como los peligros de esta vida son tantos, es necesario estar siempre en
vela, armados con las armas de la oración, para no ser vencidos de nuestros
adversarios.
Porque la oración
principalmente tiene tres partes, que son: la primera, levantar el corazón a
Dios, y ponerse en presencia suya. La segunda, considerar y meditar alguna cosa
en Dios, o en sus perfecciones,
o en la pasión de Cristo
nuestro Señor, que nos mueva a sacar afectos piadosos acerca de Dios, como son
de alabanzas suyas, de hacimiento de gracia, de humildad, etc. La tercera, el
pedir mercedes conforme fueren nuestras necesidades: la fe nos despierta
maravillosamente para cualquiera de estas tres partes, como se verá por lo que
iremos diciendo acerca de cada una.
Primeramente para
con más facilidad levantar el corazón a Dios, ayuda mucho la fe, en cuanto nos dice
que Dios está en todo lugar, y que no tenemos necesidad de ir al cielo para
eso, ni al templo, porque con su inmensidad llena los cielos y la tierra. Esto
es lo que Cristo dijo a la Samaritana (Joan,
IV): Los verdaderos adoradores adorarán a Dios en espíritu y verdad. Con el espíritu, que es con la
voluntad, y en verdad, que es lo mismo que con la fe, mirando a Dios no
solamente en el templo de la Jerusalén
material, sino en todo lugar.
Ayuda también a
esta parte de la oración, en cuanto la fe
nos enseña que Dios está dentro de nosotros mismos, como lo dijo el Apóstol,
en Dios vivimos, nos movemos y estamos. Como si dijera, que está más en nosotros, que nosotros mismos
en nosotros; y que está íntimamente en el centro del alma, dónde experimentan los contemplativos una capacidad inmensa dónde
Dios mora. Y esta noticia que la fe
nos da, nos aprovecha mucho para que el alma ande con reverencia y
pureza delante de Dios, viendo que le tiene tan presente y unido consigo, y
juntamente para que en todas sus necesidades acuda a lo interior de su alma como
a templo vivo del mismo Dios, y allí hable con su Majestad, y recogiéndose como
otro. Moisés a lo interior del desierto, allí le represente sus necesidades, y
se aconseje en sus dudas, que es lo que dijo el Sabio (Eccli. XXXIX), que el
justo en la oración se confesará a Dios, y en su secreto se aconsejará con él,
y él encaminará sus negocios. Este es un gran consuelo que nos da la
fe, enseñándonos que
no ha meneado el hombre los labios para hablar con Dios, sin que Dios le oiga,
porque él está, como dice la Esposa, detrás de esta pared de nuestra carne, y
así no puede dejar de oírnos cuando hablamos con él; y que tenemos dentro de
nosotros un consejero tan fiel a quien podemos acudir a comunicar lo mucho y lo
poco, lo grande y lo pequeño de nuestras dificultades y negocios.
La segunda parte de
la oración es la meditación, que es la consideración de las cosas que nos
pueden mover a amor y temor de Dios, y
aborrecimiento del pecado, para que estas consideraciones sean como
estímulos para aficionar la voluntad y
lo bueno, o desaficionarla de lo malo a esta se reduce la contemplación
de las perfecciones divinas, y las que Dios puso en las criaturas, para que por
aquí vayamos rastreando las que Dios tiene en sí. Pues así para lo uno, como
para lo otro, ninguna cosa más nos puede ayudar que el conocimiento que la fe nos da de lo que
Cristo nos amó, hizo y padeció por nosotros, y los demás misterios de nuestra redención.
Y juntamente la noticia que nos da de las otras perfecciones divinas que
resplandecen en la sabiduría encarnada, como más largamente dijimos arriba,
tratando cómo se ha de avivar la fe
acerca de los artículos de la creación y redención del mundo.
Principalmente una
de las cosas que más ayudan para la tercera y la más esencial parte de la oración,
que es la petición, es esta fe vi va, como se
colige claramente de lo que Cristo nuestro Redentor dice en el Evangelio: De
verdad os digo, que cualquiera cosa que pidiéredes en la oración, si tuviéredes
fe, la alcanzaréis. Y en otra parte: Si tuviérades tanta fe como un grano de
mostaza, y dijéredes a este monte: pásate a otra parte, se pasará. Y así dicen los santos Doctores, que una de las principales,
condiciones para que nuestra oración impetre lo que pide, es esta viva fe: de tal manera,
que es de más importancia este avivar la fe
en la petición, que el tener caridad no teniendo esta fe avivada. Y esto es
cosa clara: porque muchos pecadores, pidiendo a Dios con fe, han alcanzado
grandes dones, como se ve en el publicano, en la Magdalena, en la parábola del
hijo pródigo. Y a los justos, cuando piden sin esta fe, muchas veces no se
les otorga lo que piden. La razón es porque la impetración no se funda en
merecimiento, ni en justicia, ni en amistad de parte del que pide, sino en la
liberalidad y benignidad de Dios, y en la Palabra que tiene dada, que dará y
concederá lo que le pidieren a quien se lo pidiere con humildad y con fe. Y así toma la petición
la eficacia, como dice santo Tomás (2, 2,7. 83, art. 15 ad 3), de la fe. Y por esta misma razón
dice este sagrado Doctor, que la impetración de milagros es efecto nacido de la
fe. (De poten, q. 6, art. 9). De manera
que el alcanzar de Dios grandes mercedes, el hacer milagros de su naturaleza
corresponden a la fe viva, y no a la caridad
ni a las demás virtudes, aunque estas ayudan y valen mucho, porque al fin el
ser grata la persona que pide es importantísimo, y de ordinario no hace Dios
mercedes sino a tales personas. Pero hablando absolutamente, la fe es la que impetra.
De tal manera, que dicen los Doctores que es infalible la conexión que tiene la
impetración con esta fe avivada, ahora sea
justo, ahora sea pecador el que pide. Porque, como dice san Crisóstomo sobre
san Mateo (Hom. XI) acerca de aquellas Palabras:
Cualquiera que pidiere alcanzará, ahora,
dice, sea justo, ahora sea pecador, con todos habla igualmente. Lo cual
lo uno es gran excelencia de la fe,
lo otro gran demostración de la benignidad de Dios, que a nadie cierra
la puerta, y grande consuelo, así para los justos como para los pecadores, pues
siempre que pidieren con fe, tienen cierta la
misericordia divina.
Esta fe viva, que decimos que es
medio eficacísimo para impetrar, no es solamente la fe divina con que
especulativamente creemos que Dios es benignísimo y misericordiosísimo, y
poderoso para hacer todo lo que le pedimos, sino una fe tan viva de lo que Dios
tiene prometido a quien le pidiere como debe, que despierta una confianza
grande y certísima de que habemos de alcanzar lo que pedimos. Y porque esta
confianza es hija natural de la fe
viva y la acompaña y anda con ella, por eso atribuimos a esta manera de fe perfecta la impetración,
porque ciertamente toda esta confianza de que habemos de alcanzar lo que
pedimos se funda en esta viveza de fe.
De esta fe habló Cristo
nuestro Señor cuando dijo por san Marcos (Mat. I): Que el que tuviere firme esta fe viva, pasará montes de
una parte a otra. Y así leemos del glorioso san Francisco, que como estuviese
dos años muy apretado de una pesada y grave tentación que no le dejaba reposar,
y le traía privado del contento y alegría y conversación de sus frailes,
estando un día orando, pidiendo a Nuestro Señor le quitase aquella tentación,
oyó una voz que le dijo: Hombrecillo, si tuvieres tanta fe como un grano de
mostaza, dirás a ese monte de esa tentación: pásate a otra parte, y se pasará. Y
así procuró el santo Padre avivar la fe,
y al punto cesó aquella tentación y trabajo.
Pero dirá alguno,
¿quién tendrá esta fe y confianza tan
firme como aquí se nos pide, sintiéndose el hombre tan lleno de pecados y vacío
de merecimientos? a esto se responde que este tal, en lugar de los
merecimientos que le faltan, acójase a los de nuestro Salvador, el cual nos
hizo en su testamento, confirmado con su muerte y con su sangre, herederos de
todos sus merecimientos y trabajos, cuanto es de su parte. Pues así como vino
del cielo a la tierra por nosotros, así todo cuanto en este mundo padeció desde
el pesebre hasta la cruz fue para nosotros. Porque del instante de su
concepción estuvo tan rico de bienes de gracia y de gloria, como lo está ahora
en el cielo. En esto se funda principalmente la fe
y confianza que se requiere para la oración, y cuando es viva hace propia y
nuestra esta hacienda y herencia, y como tal la ofrece y presenta a nuestro
Criador, pidiendo mercedes al Padre eterno por su Hijo,
que es nuestro Padre, nuestro Abogado, nuestro Sacerdote y nuestro Rey. Esto es
sin duda ninguna lo que Cristo nuestro Redentor aconseja a los que oran, cuando
dice en su Evangelio (Joan, XVI):
Cualquiera cosa que pidiereis a mí Padre en mi nombre, os será concedida. Adónde ¿qué otra cosa se puede
entender por su nombre, sino es por sus merecimientos? Si acordándonos de lo
que él hizo y padeció por nosotros, que pues su nombre es JESÚS, y Jesús quiere
decir Salvador y Redentor, y él nos redimió y salvó por medio de tantos
trabajos; pedir en su nombre no será más que pedir por lo que él hizo y padeció
por nosotros.
Dónde también
conviene advertir que juntamente con los trabajos de este Señor, y con todas
sus obras juntemos todos nuestros trabajos y obras que hiciéremos, y así unidas
con Cristo y con sus merecimientos, las ofrezcamos al Padre eterno. Y esto
parece que quiso decir el Apóstol (Colos.
III): Todo lo que hiciereis de Palabra u obra hacedlo todo en el
nombre de Nuestro Señor Jesucristo.
Como si dijera: Juntad vuestras Palabras y vuestras obras con la sangre
y méritos de Cristo, haciéndolas, no solo a gloria suya, sino en su nombre;
esto es, estribando en la virtud de su pasión y su sangre, y dándole gracias al
Padre eterno porque nos dio a Jesucristo, porque nos dio tal arrimo para la
flaqueza de nuestras obras, para que en compañía de tan grandes merecimientos y
por virtud de ellos tengan precio y valía los nuestros.
Pero volviendo a
los motivos que tenemos para esforzar nuestra confianza, los méritos e
intercesión de Cristo deben grandemente alentar nuestra fe en la oración; pues
no solamente tenemos en Cristo, como herederos suyos, el caudal de sus
merecimientos, sino También tenemos ahora en el cielo en él un perpetuo Abogado
y sumo Sacerdote, amado infinitamente del eterno Padre, que aboga en nuestras
necesidades y asiste siempre en su acatamiento, representando aquellas
preciosas llagas y sagrada humanidad que tomó por nuestra causa. Y así no debe
cansarse un hombre de representar muchas veces al Padre eterno estos
merecimientos de Cristo y ponerlo por intercesor suyo. Porque aunque muchas
veces caiga el hombre, y otras tantas pida el remedio de sus necesidades con la
invocación de este nombre, no debe desmayar pensando que tiene cansada la
paciencia divina, o agotados tan grandes merecimientos. Porque por más
importunidades y peticiones que haga por este nombre, aunque sean más que las
arenas del mar, nunca el eterno Padre se cansará de oír estas voces; porque al
cabo todas ellas son finitas, más los méritos de este sumo Sacerdote son
infinitos. Y así, aunque cada día se den tantas voces en todos los altares del
mundo, y en todos los oficios divinos y peticiones y oraciones universales de
la Iglesia, que todas concluyen pidiendo: Por vuestro Hijo nuestro Señor Jesucristo; esto es, por los méritos de
Jesucristo. Y aunque fueran infinitas más, con el sonido perpetuo de estas
voces y de este nombre, tantos mil cientos de veces alegado y repetido, no solo no se cansa o enfada Dios, sino
que le es un sacrificio perpetuamente acepto y agradable.
Pues como tengamos
por una parte la Palabra y promesa divina, que nos dice, que si pidiéremos con fe viva y perfecta, alcanzaremos
lo que pedimos, y por otra, no solo los merecimientos de Cristo, que son ya nuestros para pedir por ellos y en su nombre, sino también al
mismo Cristo que los presenta al Padre eterno, ¿quién desconfiará en la oración
si con esta fe y confianza pide?
Una de las principales razones por que la fe es medio tan eficaz
para impetrar mercedes de Dios, es, porque esta fe viva, como habemos dicho, trae consigo una firme confianza en la bondad y misericordia de Dios,
que es una de las cosas que más glorifica y honra a Dios, el cual tiene por
oficio honrar a quien le honra, y glorificar a quien le glorifica. Para cuyo
entendimiento es de saber que hay dos maneras de alabar las cosas, una por Palabras
y otra por obras. Por palabras puede alabar un médico la triaca que tiene
compuesta diciendo que vale contra toda ponzoña: más por obra la alaba el que
callando se deja picar de una víbora, y después tomando la triaca, sana. Esta segunda
manera de alabar, ya se ve cuánto es más cierta y verdadera que la otra, pues
la una alaba debajo de buenas prendas y la otra no: y la una es de Palabras y
la otra de obras. Por dónde, cuánto va de decir a hacer, tanto va de la una alabanza
a la otra.
Pues de esta segunda
manera, la fe en la oración y en
las tribulaciones alaba y glorifica la bondad y misericordia de Dios: pues en
medio de los peligros y batallas está segura y alegre con esta confianza, y
sobre esta prenda acomete cosas arduas, como lo hizo Abrahán cuando con esta fe quiso sacrificar a
su hijo; y los Apóstoles y los demás fieles de la primitiva Iglesia, cuando
dejaban cuanto tenían, fiados de la Palabra de Cristo. Y así lo hace el que
parte lo que tiene con los pobres, estando seguro y confiado en la bondad de
este Señor, que nunca faltará a quien espera en él; y se pone a trabajos y
necesidades por su amor. Muy pocos son, aunque sean virtuosos, los que llegan a
este grado de confianza; más dichoso y bienaventurado el que aquí llegó, como
parece haber llegado la Cananea en la petición que hizo a Cristo, pues entre tantos
desfavores del Señor, siempre confió que su bondad y misericordia no le había
de faltar. Por lo cual, no sin causa alabó el Señor su fe, diciendo: ¡Oh mujer, grande es tu fe! hágase como tú lo quieres.
Por donde toda la
falta de no alcanzar en la oración lo que pidiólos es, no tener esta fe tan viva como Cristo nuestro
Señor la pide, como bien claro lo dice aquel gran doctor san Jerónimo por estas
Palabras (tom. II Epist.
fol. 142): Si no creyera, no orara; pero si vivamente creyera,
procurara limpiar el corazón que Dios ve, y estando postrado a los pies del
Señor, procurara regarlos con lágrimas, limpiarlos con mis cabellos, y de tal
manera abrazarme con el tronco de su cruz, que en ninguna manera la soltaría ni
apartaría de allí, antes de alcanzar misericordia. Pero, si estando en oración,
me paseo voluntariamente por las plazas y revuelvo pensamientos ociosos y malos,
haciendo esto, ¿cómo puede haber viva
fe? Todo esto es de san Jerónimo. Semejante a esta fe viva fue la que san
Agustín tuvo en el huerto, cuando debajo de la higuera hizo a Dios tanta
fuerza, que alcanzó el ser mudado de Agustín pecador en Agustín santo. Y la de la hermana de san Gregorio Nacianceno,
de la cual refiere el mismo Santo en un sermón que hace de sus alabanzas, que
estando muy enferma se puso en oración delante de Nuestro Señor, y con una
grande fe dijo: Señor, no me
tengo de levantar de aquí hasta que me deis salud. Y luego repentinamente fue
sana. Y la de la bienaventurada madre Teresa de Jesús, que al cabo de veinte
años de continuas batallas consigo misma, habiendo comulgado, se puso delante
de una imagen de Cristo, y con grande fe
comenzó aclamar, pidiendo al Señor mudanza de su vida, diciendo con
una grande confianza: Señor, no tengo de irme de aquí, hasta que me concedáis
lo que os pido: con la cual alcanzó lo que en veinte años no había podido. Y
finalmente con esta fe se pusieron muchos
Santos abrazo partido con Dios, hasta alcanzar de él, como otro Jacob, las
bendiciones de su gracia y misericordia.
Esta instancia y
perseverancia en esta oración, es la que la fe
nos enseña como medio
eficacísimo para rendir al mismo Dios, como el mismo Señor nos lo dice en su
sagrado Evangelio (Luc. XVIII)
con aquel ejemplo de la viuda, la cual a fuerza de ruegos importunos alcanzó
con la perseverancia lo que antes no había podido alcanzar. Y el otro amigo que
fue a media noche a pedir a su amigo que le prestase los tres panes, alcanzó lo que le pedía, por no haber desistido de su petición
hasta que tuvo lo que deseaba. Pero es de advertir, que cuando decimos que con
esta manera de fe se alcanza todo lo que se pide, no pretendemos excluir las demás
condiciones que los Santos enseñan que son necesarias para la oración; conviene
a saber, que pida uno con humildad y con perseverancia, y cosas necesarias para
su salud espiritual.
CAPÍTULO XIII
Cómo se han de aprovechar en la oración de la práctica y ejercicio de la fe viva los principiantes, aprovechados y perfectos
Tres son los
estados y grados de los que tratan de oración. El primero de los que comienzan;
el segundo de los que aprovechan; el tercero de los perfectos. Que son como tres
edades espirituales, que corresponden a las tres vías, que comúnmente llaman
los místicos: purgativa, iluminativa y unitiva, como más largamente habemos
escrito en otra parte. Pues así como es diferente el sustento de los niños y de
los varones perfectos, así lo son también los ejercicios de estas tres vías y
edades espirituales. Porque de diferente manera ha de tener oración y
ejercitarse en los actos y obras de virtud el que comienza y tiene necesidad de
leche espiritual, que el que está ya aprovechado y tiene calor en el estómago
para digerir mantenimiento más sólido. Y así también será necesario acomodar la
luz y práctica de la fe, para guiar a cada
uno según el camino en que está, y darle el sustento según la edad y necesidad
que tiene.
Primeramente, los
que comienzan y están en la vía purgativa, cuyo ejercicio es principalmente
llorar pecados y castigar su carne, haciendo penitencia de ellos, cavando en el
conocimiento y aborrecimiento propio, han de ayudarse de la fe, ponderando cuánta
sea la gravedad de un pecado mortal. La primera razón, por ser una injuria
infinita hecha a Dios. La segunda, por privar al alma de la gracia, amistad de
Dios y de los bienes incomparables de la gloria, y por consiguiente hacerla
enemiga suya. La tercera, hacerla digna de las penas del infierno, y esto para siempre. La cuarta, ser tanta la gravedad del pecado
que obligó al mismo Hijo de Dios avenir al mundo, y padecer tantas penas,
tantos tormentos por librar y rescatar al hombre de la servidumbre del pecado.
Esto es lo que en
este estado se ha de ponderar con la lumbre de fe.
Y de aquí ha de sacar el que comienza una ponderación del grande mal
que es un pecado mortal, y un aborrecimiento grande de él, y de sí mismo por
haber pecado, un firme propósito de no pecar más, y una compasión entrañable de
los dolores y pasión que él causó en Cristo por sus pecados. Para esto se puede
ayudar de algunas razones, comparaciones, ejemplos y discursos; pero de tal
manera que todos vayan ordenados a despertar más lo que la fe enseña, y
confirmarse más en la certidumbre e infalibilidad de su verdad. Pongamos un
ejemplo. Quiere uno ponderar cuán grave ofensa sea de Dios un pecado mortal,
que es lo que la fe nos predica, y aprovechase
de este discurso o consideración: cuanto es mayor la persona ofendida, es mayor
el agravio y ofensa del ofendido: como es mayor el
agravio que se hace a un juez que aun hombre ordinario, mayor el que se hace aun
presidente, gravísimo el que se hace al rey, y crece tanto más este agravio, cuanto
la persona que lo hace es más baja. Pues ¿cuál será la ofensa hecha aun Dios
infinitamente bueno, por medio de una criatura tan vil como es un pecador? O
puede hacer esta consideración: Grande es la gravedad de un pecado, pues para
alcanzar perdón de él fue necesario que Dios se hiciese hombre, y padeciese
muerte y pasión. Y considere aquí como sus pecados pusieron al Hijo de Dios en
la cruz, y lo que fue menester para satisfacer por él, y cuán aborrecible es a Dios
el pecado, pues tal paró a su hijo para destruirle: y cuál será la venganza que
lomará Dios del pecador por sus pecados propios, pues tal la tomó en su Hijo
por los ajenos. Y mire juntamente el rigor de la divina justicia, y la malicia
del pecado, la cual tan espantosamente resplandece en la muerte de Cristo, y
muévase a gran compasión de ver a Cristo tan lleno de fatiga y de dolor por sus
pecados: y saque de estas verdades, que la fe enseña, cuánta es
la gravedad del pecado, y cuánto es el rigor con que Dios le castiga, y cuánto
se debe aborrecer así mismo y castigar por haber hecho a Dios tan grave ofensa.
De la misma manera
podrá colegir esta gravedad por las penas, diciendo de esta manera: Que si
siendo Dios tan misericordioso, castiga un pecado mortal con pena eterna de
daño y de sentido, esto es, con privación perpetua de su vista y de su gloria,
y con pena eterna de infierno, no puede dejar de ser grande la fealdad de un
pecado. Con estas consideraciones o meditaciones va despertando el que ora la
luz de la fe, y con ella va
moviendo la voluntad a dolor y contrición de sus pecados, al aborrecimiento de
sí, a la compasión de Cristo, al maltratamiento de su carne, que son los
ejercicios propios de los que comienzan.
En la vía
iluminativa (cuyo principal ejercicio es mortificar y desarraigar pasiones y
plantar virtudes), la práctica de la fe
será mirar con atención lo que la fe
enseña de cada una de las virtudes, procurando por aquí aficionarse a ellas,
y ejercitarlas con aquellos actos y ejemplos que la Sagrada Escritura enseña.
Pongamos ejemplo en la obediencia, de la cual dice la Escritura Sagrada (II Reg. XI): Mejor es la obediencia
que las víctimas, y en otra
parte (Prov. XXII), el varón
obediente cantará victorias, que
son alabanzas de la obediencia: pues dice Dios, que la estima más que el
sacrificio, y que el varón obediente triunfará y saldrá victorioso de sus
enemigos. Con esto se aficiona a la obediencia, pareciéndole que ha de ser medio
para salir victorioso de sus pasiones, tentaciones y trabajos, y principalmente
lo que más le moverá a estimar esta virtud, es lo que dice Cristo por su boca, el
que a vosotros oye, a mí me oye. Porque
fijando una vez en nuestra alma que la voz de la obediencia es la del mismo
Cristo, y que esta es verdad infalible de fe
divina, es cierto que nuestra obediencia será más fácil, más pronta,
y, lo que no importa menos, simple y ciega.
Para conseguir esta
virtud, juntamente mira lo que la Sagrada Escritura enseña, conviene a saber,
que se ha de ejercitar en la obediencia cautivando el entendimiento. Y así alaba
la obediencia de Abrahán diciendo (Hebr,
X), que obedeció a Dios, sin examinar dónde le enviaba. Y como también le cautivó en querer
sacrificar a su hijo Isaac, y con esto se mueve a obedecer simplemente sin
discurso. Y así en esta virtud como en las demás, debemos mirar con viva fe el ejemplo de
Cristo, de quien dice el Apóstol, que obedeció hasta la muerte.
Y si quisiéremos
ayudarnos de alguna consideración, para despertar más lo que la fe nos dice, lo
podemos hacer de esta o de otra manera. No puede errar el que se guía por
obediencia, pues el mismo Dios dice: El que a vosotros oye, a mí me oye. Pues ¿qué mayor bien que tener un camino
seguro y cierto para el cielo? Y si Cristo con ser igual al Padre para darnos
ejemplo, obedecía a un hombre tenido por padre suyo que era el glorioso san
José; ¿por qué no obedeceré yo al mismo Cristo, pues el Prelado está en su lugar, y en su nombre me rige y gobierna?
De esta manera
podemos ir juntando algunos lugares de la Sagrada Escritura para cada virtud, y
mirando en todas con fe viva el ejemplo de las
virtudes de Cristo, procurando su imitación, que este es el fin de la vía
iluminativa, la imitación de la vida de Cristo, confirmando lo que la fe nos enseña con
algunas consideraciones; y cuanto estas fueren más allegadas y nacidas de la Escritura
Sagrada, tanto serán más poderosas para el fin que pretendemos. A este estado y
grado de oración pertenece el conocí miento de Dios; porque luego que el ánima está
adornada con las virtudes, y tiene ya mortificadas las pasiones, está hecha capaz para conocer a Dios. Y para
este conocimiento, la escala más segura y más breve es el de los beneficios
divinos, como son el de la creación y redención del género humano. Y para saber
conocer y ponderar estos, ninguna luz es más poderosa que la dela fe, como más largamente
habemos tratado arriba, declarando cómo habemos de practicar la fe acerca de Dios y de
Cristo nuestro Redentor.
El tercer estado es
el de la vida unitiva, que es cuando el alma tiene ya por ejercicio cotidiano el
unirse y transformarse en Dios, y para esto ningún remedio es más poderoso que
el conocimiento de la bondad y perfecciones divinas, y de los beneficios que de
Dios habemos recibido. Y esto nos lo descubre la fe con una luz y
certidumbre admirable, como tratamos en el ejercicio de la fe acerca de la virtud
de la caridad.
CAPÍTULO XIV
Como nos habemos de aprovechar de la viva fe, para ejercitar la paciencia en las tribulaciones
Habemos dicho hasta
aquí, con el favor divino, cómo nos habemos de aprovechar de la luz de la fe para el ejercicio
de las virtudes teologales, que son fe,
esperanza y caridad; y para la virtud de la religión, particularmente
para la oración, que es uno de los actos nobilísimos con que honramos y
conocemos a Dios por Señor y ayudador de nuestras necesidades. Ahora será bien
que digamos algo en particular de la práctica de la fe acerca de algunas
virtudes morales, principalmente de estas dos que son entre las demás excelentísimas,
conviene a saber, paciencia y humildad.
Primeramente para
abrazarse firmemente con el escudo de la paciencia en todas las tribulaciones y
trabajos que en esta vida se ofrecen, la fe
viva es un arrimo y báculo firmísimo: porque si bien lo consideramos, casi
toda la Escritura Sagrada se ordena a esforzarnos aparecer y esperar.
Así lo dice san
Pablo (Rom. XIII): Toda la
Escritura, dice, sirve de enseñanza, y para confirmarnos y
fortalecernos, para que atendiendo a la paciencia que nos persuade, y a la consolación
que nos promete, tendamos firme nuestra esperanza. Tanto estima Dios ésta firme
paciencia y esperanza en él, que no solo la pone por blanco de las Escrituras
divinas, sino que él mismo para animarnos a estas virtudes, se llama (Rom. XV) Dios de paciencia, consolación
y esperanza; porque es Dios
de los que padecen y esperan en él. Antes se llamaba Dios de Abrahán; ya, después
que se puso en la cruz, se llama Dios de los que padecen. Asimismo llámese Dios
de paciencia, para que no desmayemos en los trabajo, porque él nos ayudará y
dará paciencia para padecerlos. Llámese Dios de consolación; porque él mismo,
que envía los trabajos, envía también el consuelo. Y finalmente se dice Dios de
esperanza; porque siempre cumple lo que promete, y jamás faltará a su Palabra.
Y así es admirable la correspondencia que tienen estos nombres que Dios se
pone, con el intento y el blanco que la Escritura Sagrada tiene. Porque si toda
está ordenada para exhortarnos a la paciencia y a la esperanza, poniéndonos
delante la consolación que Dios da a los que padecen y espera» en el; ¿qué otro
medio más eficaz se podía dar para alentar nuestra paciencia, y nuestra
esperanza, que llamarse el mismo Dios, Dios de paciencia, Dios de consolación y
Dios de esperanza?
Por esta causa son
innumerables los lugares de la Escritura que nos predican la paciencia, y no
son menos los ejemplos que nos pone de la paciencia que tuvieron los Santos en
las tribulaciones, y cómo Dios los libró de ellas, y el gran premio y consolación
que tuvieron. Ponderemos algunos pocos, para ejercitar
mediante la fe esta virtud de la paciencia. Primeramente Cristo nuestro Redentor dice
(Luc. XXI), en la
paciencia poseeréis vuestras almas, como si más claramente dijera, que mediante la virtud de la
paciencia vendremos a ser señores de nosotros mismos, y a alcanzar la mortificación
de todas nuestras pasiones. Y por eso san Pablo dice (Hebr. XII): Necesidad tenéis de paciencia para que alcancéis el
premio que Dios tiene prometido. Corramos, dice (Hebr. XII), mediante la virtud de
la paciencia a la pelea contra nuestros vicios, teniendo delante de los ojos a
Cristo Jesús autor de la fe,
el cual mirando el premio y despreciando la
ignominia sufrió el oprobio de la cruz.
Particularmente
en aquellos trabajos que sufrimos sin culpa, nos habemos de ayudar de la virtud
de la fe para esforzar la
virtud de la paciencia. Considerando lo que la fe
nos enseña por el Apóstol san Pedro (I Petr. IV): Ninguno, dice, padezca por ser homicida, o ladrón,
o malhechor, o maldiciente; pero si padeciere como cristiano, no se avergüence,
sino antes glorifique a Dios.
De manera que aquí el Apóstol da a entender, que el padecer como
cristiano es padecer sin culpa. Porque como el mismo Apóstol san Pedro dice (I
Petr. IV): Pocas gracias merecéis, si habiendo hecho por qué, sufrís el ser
castigados. Pero si estando sin culpa lleváis con paciencia las injurias y
agravios, esta es gracia y mérito en los ojos de Dios, porque os hago saber que
esta es vuestra vocación, conviene a saber, padecer sin culpa a imitación
de Cristo que sin haber cometido pecado ninguno, padeció por vosotros dejándoos
ejemplo, para que sigáis sus pisadas. Hasta aquí son Palabras del Apóstol san Pedro, las cuales
miradas con viva fe no pueden dejar de
mover mucho a un cristiano al ejercicio de esta virtud, considerando que la
Escritura pone por vocación é instituto del perfecto cristiano, padecer sin
culpa a imitación de Jesucristo. Para ejercitar la paciencia en las
tribulaciones que el Señor nos envía, consideremos lo que la fe estima los trabajos
y tribulaciones (Psalm. XXXIII):
Muy cerca está Dios de los que tienen el corazón afligido. Y en el salmo XC dice: Que está
con él en la tribulación. Y
en otra parte (II Cor. I): Bienaventurado
el varón que sufre la tentación y trabajo. Y en otra: Si fuéremos compañeros de la tribulación, lo
seremos también de la consolación y de la gloria. Y lo que dice el mismo Apóstol (II Cor. IV): Esto que padecemos de presente de tribulación, es
leve y momentáneo trabajo, y sobre todo merecimiento obra en nosotros en el
cielo un grande y eterno premio de gloria. Con esta luz de fe
y con otras cosas que ella nos enseña de los bienes y frutos de la tribulación,
se esfuerza y alienta mucho la paciencia, cuales son los que la Escritura dice (Psalm. XXXIII): Que son muchas
las tribulaciones de los justos, y que de todas ellas les librará el Señor, y
que la tribulación es medio para probar y purgar Dios a sus escogidos de la
escoria de los vicios e imperfecciones que tienen. Y que con ella se dilata y
ensancha el corazón. A la
manera que un poco de plomo o hierro puesto en el fuego y golpeado con el
martillo se purifica de la escoria, se ensancha y dilata, labra y perfecciona.
Todos estos y otros innumerables son los frutos de las tribulaciones que el
Señor envía a los justos y los pecadores. A los unos para que se perfeccionen más
en la justicia, y a los otros para que se conviertan a él.
CAPÍTULO XV
De la práctica de la viva fe acerca dela humildad y de otras virtudes
La virtud de la
humildad por ningún medio más fácilmente se alcanza, que con la ponderación de
algunas verdades que nuestra fe
nos enseña. La primera, que sin Dios, como nuestro Salvador dice (Joan, xxi), no podemos hacer nada
que sea bueno y de provecho para la vida eterna. Y con esto podemos juntar lo que el Apóstol dice: ¿Quién te
distingue? ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? y si todo lo has recibido, ¿Por
qué te glorias como si no lo hubieses recibido? Como si dijera san Pablo:
¿Quién puso en ti esa gracia o ese don, que no puso en tu hermano, que te
diferencia de él y te hace más excelente y estimado que él ? ¿Qué tienes tú,
que el otro no tenga, que Dios no haya puesto en ti? ¿Por ventura esa agudeza
de entendimiento, esas fuerzas y partes y gracias naturales y dones
sobrenaturales que otros no tienen, quién te las dio sino Dios? Que eso quiere decir: ¿Quién te discierne del otro? Pues si todo lo que
tienes recibido es de Dios, ¿cómo te glorias vanamente, como si no las hubieras
recibido? Donde se ha de advertir, que el Apóstol no reprende aquí a los que
atribuyen así los bienes que tienen, porque esta soberbia no puede caer en
ninguno que tenga fe, ni aun el mismo demonio tuvo este género de soberbia. Lo que condena
es recibir los dones de Dios, y usar de ellos pretendiendo la estimación de los
hombres como si fueran suyos, y con tanto olvido de reconocer prácticamente con
el agradecimiento y humildad debida al autor de ellos, como si de su mano no los
hubiéramos recibido. Por dónde la luz de la fe
nos enseña a mirar estos dones como venidos todos de la mano de Dios,
y reconocer que de nuestra parte no tenemos nada, ni somos nada, ni podemos
nada, reconociendo con grande certidumbre y verdad como todo lo bueno nace de
aquella fuente de todo bien que es Dios. Y para confirmarnos más en este
conocimiento, ayuda lo que la fe
nos enseña, cuan ciegos quedamos por el pecado, cuán inclinados al
mal, cuán flacos y torpes para el bien. Porque con este conocimiento
el alma no fiará ni esperará de sí cosa ninguna que sea buena.
La segunda verdad
que nos descubre la fe es, que el pecado
cuando es mortal es una ofensa gravísima hecha contra Dios, y digna de ser
castigada con eterno castigo. Lo cual ponderando uno que ha pecado, no puede
dejar de hallarse digno de toda aflicción, confusión y menosprecio, y desearlo
y holgarse con él, que es la cumbre y perfección de la humildad. Así la
humildad nace de estas dos fuentes, conviene a saber: La primera, de reconocer
prácticamente la necesidad y dependencia que tenemos de Dios, y como de él nos
viene todo bien y toda fortaleza, así como lo reconociera un niño si tuviera
capacidad, que se ve llevado en los brazos de su padre; la segunda es el
conocimiento de nuestras miserias, de dónde también nace esta virtud. Pero más
principalmente de la primera; porque de ella viene no solo conocer lo bueno que
tenemos de Dios, sino también lo malo de nuestra cosecha, porque lo uno se
sigue de lo otro.
A esta virtud como a
las demás ayuda el mirar lo que la Sagrada Escritura ensalza los humildes, y lo que aborrece Dios los soberbios.
Particularmente mirar con ojos de viva
fe a Cristo puesto en una cruz entre dos ladrones,
pregonado por malhechor, afrentado y deshonrado, y tan envilecido como el más
bajo y vil gusanillo de la tierra. Y si bien lo consideramos, ninguna virtud
resplandece más en la vida de Cristo que la humildad. Y así él nos convida con
su ejemplo diciendo (Mat. XI): Aprended
de mí, que soy humilde y manso de corazón.
Por estos ejemplos
que habemos dicho, de estas dos virtudes morales que son paciencia y humildad,
podrá ir cada uno filosofando en las demás, llevando delante la luz de la fe y de la Escritura
Sagrada, mirando acerca de cada virtud la necesidad, la utilidad, la dignidad
que la Escritura Sagrada enseña de ella. Donde también hallaremos el modo como la
habemos de ejercitar. Importa grandemente que cada uno mire las necesidades de
su alma, y procure buscar medicina en las Palabras del Señor conforme a la
llaga y enfermedad que tiene. Y si no supiere buscar este remedio, por ser
persona que no entiende la Escritura, ayúdese del trabajo de su confesor o de otra persona letrada, como aconseja, tratando de esta
misma materia, aquel grande Padre y maestro de espíritu Juan de Ávila en el
cap. 45 del Audi filia: Pedid, dice, al que tuviere cargo de encaminar vuestra alma, que os busque en la Sagrada
Escritura , en doctrina de la Iglesia y doctrina de los Santos, Palabras
apropiadas para las necesidades de vuestra alma, ora sea para defenderos de las
tentaciones, según el mismo Señor ayunando en el desierto lo hizo para nuestro
ejemplo, ahora sea para haberos con Dios como debéis, y con vos y con vuestros prójimos,
mayores y menores, e iguales, y cómo os habéis de haber en la prosperidad y en
la tribulación. Finalmente para todo lo que hubiereis menester en el camino de
Dios. De manera que podáis decir: en
mi corazón escondí tus Palabras para no pecar.
Tu Palabra es
antorcha para mis pies, y lumbre para mis sentidos. Y mirad no caigáis en curiosidad de querer saber más de lo que habéis
menester para vos, o para la gente que tenéis a cargo. Porque lo otro debéis lo
dejar para los que tienen cargo de enseñar al pueblo de Dios, como lo amonesta
san Pablo, que nuestro saber sea con templanza. Todo esto es del
sobredicho autor.
CAPÍTULO XVI
Como el ejercicio de la fe viva es un eficacísimo remedio para resistir a todas las tentaciones de nuestro adversario
El justo, dice el Profeta Habacuc (cap. II), vive de la fe: porque la fe no solo se dice dar
vida al cristiano, por ser el sustento con que él vive, sino también porque le
defiende de todas las asechanzas, encuentros y batallas de sus enemigos. Porque
la fe y Palabra de Dios
no es otra cosa sino unas armas ofensivas y defensivas, con las cuales el
cristiano vestido y armado de pies a cabeza acomete al enemigo, y triunfa y
sale victorioso de la batalla. Y así mismo cuando el adversario nuestro el
demonio le acomete, la fe es el escudo trenzado que le defiende y ampara. De
unas y otras armas así ofensivas como defensivas, con que se ha de armar el
caballero cristiano para esta espiritual pelea, trata la Escritura Sagrada en
muchas partes. Primeramente de las ofensivas habla la Esposa en los Cantares, dónde
alabando de aquellos sesenta
fuertes que cercaban el lecho de Salomón, dice, que todos tenían los cuchillos
en las manos, y eran diestros en la pelea. Por estos cuchillos entiende san
Gregorio (Lib. XIX Moral,
c. 20) las verdades de nuestra fe: y como el mismo
Santo nota de estos valerosos guerreros, no dice la Escritura que tenían los
cuchillos en la cinta envainados; porque la espada en la vaina no hiere al
enemigo, sino que es necesario que esté desnuda. Y esto, dice san Gregorio,
quiso decir el Espíritu Santo cuando dijo que tenían los cuchillos en las manos
como gente pronta y apercibida para pelear, significando por esto que si la fe no está encendida y
avivada como está la candela en las manos, aprovecha poco para la pelea, y no más
que una medicina si estuviese en la botica, y no se aplicase al enfermo. De
este cuchillo de la fe habla claramente el
Apóstol san Pablo amonestándonos que le tomemos en nuestras manos (Hebr. IV): Tomad, dice, la espada del espíritu que
es la Palabra de Dios. Este
cuchillo es tan agudo y poderoso, que como dice el mismo Apóstol hiere de
suerte que divide el alma del espíritu, y aparta lo espiritual de lo carnal, y
lo celestial de lo terreno.
Las armas
defensivas con que nos defendemos de aquel fuerte y poderoso armado nos las da también
la fe y Palabra Divina.
Porque es el escudo en que recibimos todas las flechas de nuestro enemigo. Y
así veremos que el Espíritu Santo en los Proverbios dice, que toda Palabra
de Dios es escudo para aquellos que esperan en él. (Prov. XXX). San Pablo (Ephes.
VI) le llama escudo, porque la Palabra de Dios para todos los que tienen
en él puesta su esperanza, es una rodela acerada, un
escudo fortísimo con que se cubre el corazón, y se defiende todo el hombre de
los golpes del enemigo. Y es mucho de considerar, que llamar escudo el Espíritu
Santo a la Palabra de Dios es una de las singulares alabanzas que se pueden
decir de ella, porque es decirnos, que la Palabra Divina es una defensa
universal contra todas las tentaciones, como lo es el escudo contra lodos los
golpes del enemigo. La celada, la gola, el peto, el espaldar, las manoplas, los
brazaletes , las grebas, todas son armas defensivas, como el escudo; pero hay
en ellas gran diferencia : porque la celada solamente defiende la cabeza; la
gola defiende el cuello; el peto, los pechos; el espaldar, las espaldas; las
manoplas, las manos; los brazaletes, los brazos; las grebas, las piernas; y las
otras piezas del arnés defienden otras partes particulares del cuerpo, cada una
la suya. Mas el escudo es un reparo y defensa universal que todo lo ampara y
defiende; él guarda el brazo, él defiende el pecho, él ampara la cabeza, él
acude a los muslos. Y finalmente, no hay miembro que en él no tenga
reparo, porque todo lo anda, si a todas las partes quieren acudir con él, para
defenderse. Veis aquí a la letra lo que hace la Palabra de Dios; no es como las
otras virtudes particulares, que son piezas del arnés cristiano, y cada una
defiende el alma del golpe de su contrario. La castidad nos ampara contra la
torpeza y lascivia, la humildad contra la soberbia, la mansedumbre contra la
ira, la liberalidad contra la avaricia, y las otras virtudes contra los otros
vicios, cada cual contra el que es su enemigo. Pero la fe y divina Palabra
son como escudo que acude al reparo
de todo, oponiéndose al golpe de todas las tentaciones, y dando remedio
a todos los vicios en común y en particular. Y por esta razón el Apóstol san
Pedro, como capitán bien diestro en la pelea, nos aconseja (I Petr. cap. III), que nos abracemos con el escudo de la fe, para resistir al
demonio que anda como león rabioso, buscando a quién tragar. Y por ser un consejo tan importante, cada día quiso la Iglesia que se
repitiese en Completas (I Petr. V):
Hermanos, vivid sobrios y velad: resistid firmes en la fe, trayéndonos
continuamente a la memoria la batalla peligrosa que el demonio nos hace, y
poniéndonos delante las armas defensivas de que nos habemos de aprovechar, que
es el escudo de la fe. Por dónde venimos a
tener en la Escritura Sagrada y verdades que la fe
enseña, una sala de armas ofensivas y defensivas, muy abundante y
preciosa, en la cual hay mil géneros de instrumentos bélicos para armarse los
cristianos, según sus necesidades, contra sus enemigos. Esta torre de armas
quiso significar la Esposa, donde hablando de la Iglesia, dice así: Tu
cuello es como la torre de David,
la cual está bien provista de todo género de armas. Y san Gregorio dice (Hom. XV in Ezech:), que esta torre de la Iglesia es
la Escritura Sagrada en la cual hallamos armas, así con los ejemplos como con
la doctrina, contra nuestros enemigos, como largamente prosigue el mismo Santo.
Dice más la Esposa, que en esta torre hay todo género de armas ofensivas y defensivas, sin que
falte ninguna para todo género de batallas y tentaciones de nuestros enemigos. Y
así las batallas de los Santos, y las victorias y triunfos que alcanzaron de
sus contrarios, fue mediante las armas de esta fe viva, como lo dice el Apóstol san Juan en su canónica (II Juan, IV): Nuestra
fe es la que triunfa del mundo, esto es, la que
pone debajo de sus pies la gloria del mundo, menospreciando todo lo que él
estima, y triunfa de todos sus aliados y valedores : y descendiendo san Pablo más
en particular a escribir las victorias que mediante las armas de la fe los Santos alcanzaron
de sus enemigos, hace una lista maravillosa de estas hazañas y obras heroicas,
diciendo Hebr. XI): Por esta fe los Santos vencieron los reinos, obraron justicia, alcanzaron el
cumplimiento de las promesas divinas, cerraron las bocas de los leones,
apagaron las llamas del fuego, pusieron en huida las haces de los enemigos, convalecieron de sus
enfermedades, hiciéronse fuertes en las batallas, destruyeron los reales de los
contrarios, y restituyeron a sus madres los hijos muertos. Finalmente san Pablo
pone una larga historia de los triunfos maravillosos que con estas armas de viva fe alcanzaron, contando los prodigios que mediante esta lumbre hicieron
los justos. Y así comenzando desde el sacrificio de Abel, desciende por
aquellos santos patriarcas y Profetas, como fueron Abrahán, Isaac, Jacob, que
por virtud de la fe hicieron grandes milagros. Y luego añade el Apóstol: Ciertamente me
faltara el tiempo, si hubiere de decir de Gedeón, Sansón, David y de otros Profetas.
De lo que habemos
dicho se entenderá claramente, cómo la Escritura Sagrada reduce el alcanzar
victoria de nuestro adversario a pelear contra él con estas armas de la fe viva. Porque todo el
punto de dar bien la batalla y triunfar del enemigo, está en que las armas con
que contra él peleamos vayan fundadas en fe;
pues como habemos visto, la fe
no solo nos da escudo y lanza, sino que nos enseña a embrazar el
escudo, a enristrar la lanza, a jugar la espada. Lo cual se puede entender de
dos maneras: La primera es común y general, que al tiempo de la tentación
usemos de aquellas armas que la fe
nos enseña, como son oración, ayuno, humildad, esperanza, avivando la fe, que con estas armas
desconfiando de nosotros, y confiando de Jesucristo y de la providencia
paternal, que este Señor tiene de los que en su nombre pelean, venceremos. Y
creyendo firmemente que él está con nosotros, y que mueve nuestras manos para
la pelea, y nos defiende y ampara, y que el demonio sin su licencia no puede
tocar un pelo de nuestra cabeza; y que cuando el Señor sea servido, mandará a
los vientos y tempestades que cesen. Y que todas estas tentaciones las permite
para nuestro bien y provecho, y para su gloria, y para triunfar de su enemigo
en nosotros. Y como es fidelísimo y no se puede negar a los que de él confían.
Esta es una manera
de pelear mediante las armas de la virtud de la fe,
y para que mejor se entienda, la declararemos con este ejemplo.
Aprieta el demonio a una doncella con una vehemente y terrible tentación contra
su honestidad: el pelear con las armas de la fe, es mirar qué es
lo que nos enseña la luz de la fe, y primeramente ha
de poner los ojos en el gran tesoro y felicidad que es la virginidad y pureza.
Luego considerar lo que la fe enseña del tormento
eterno, que corresponde a un breve deleite; y que Dios es fiel, que no permite
que nadie sea tentado más de lo que puede sufrir, y que su Majestad ayuda a los
que pelean por él: y quien de osta manera persevera,
alcanzará victoria de su adversario.
La segunda manera
de resistir es, mirar en particular algún lugar de la Escritura Sagrada, con el
cual abrazados como con una verdad infalible resistamos a las asechanzas y
tentaciones del enemigo. Esta doctrina de pelear con el demonio con las
verdades de la Escritura Sagrada nos la enseña Cristo nuestro Redentor, el cual
cuando en el desierto fue tentado por el demonio, a todas las tentaciones
respondió con lugares de la Escritura (Mat.
IV). A la primera tentación dijo: Escrito está, que no solo de pan viva el hombre; a la segunda: Escrito está, que no tentarás a tu Dios y Señor; a la tercera: Escrito está, que
debes adorar a tu Dios y servir a él solo. De suerte que a todas respondió, no con razones y discursos,
que estos los suele el demonio fácilmente contaminar, sino con el "escrito está". Como si dijera:
en lo que está escrito, en lo que la fe
enseña, en lo que Dios ha mandado y declarado su voluntad, no tienes
que cansarte. Y así es de mucho provecho tener cada uno según su necesidad algunos
lugares de la Sagrada Escritura, para arrojárselos como saetas al demonio, y
lanzarle de nosotros.
Finalmente la
práctica de aprovecharnos del escudo de la fe
no es solo mirar las Palabras escritas, sino también si alguno se
sintiere tocado de alguna tentación, ponga los ojos de la fe en la Palabra viva encarnada puesta en
la cruz, mirando vivamente aquella lastimosa figura que el Señor tiene,
haciendo cuenta que está delante de sí, y que le tiene presente. Y mirando
aquel inocentísimo cuerpo de la manera que allí está, todo ensangrentado y
descoyuntado, el rostro escupido y afeado, la cabeza atravesada con espinas,
las espaldas rasgadas con azotes, y los ojos oscurecidos con la presencia de la
muerte. Y después que así lo hubieres mirado, acuérdate
de lo que la fe enseña, que todo
aquesto padece aquel Señor para satisfacer por tus pecados, y considerando esto, di: Señor mío, que padecéis
Vos tan extraños tormentos para pagar por mis pecados, ¿cómo tengo yo de tener
atrevimiento para pecar, y para renovar llagas cuyo remedio tan caro costó? No permitáis,
Señor, tal cosa, sino antes se abra la tierra y me
trague, que yo tal cosa ose cometer. Ayudadme, Señor mío y Redentor mío, y no
permitáis que esa sangre preciosa haya sido derramada en balde por mí, y que se
pierda lo que Vos con tan caro precio comprasteis. Este es un remedio general
para todos los acometimientos de nuestro adversario. Y no menos se hallan
remedios particulares en Cristo crucificado para las tentaciones particulares;
porque para la ambición, ¿qué mayor remedio que ver el desprecio que Cristo
hizo de las honras crucificado entre dos ladrones? Para la avaricia, la
largueza con que derramó cuanta sangre tenia, para remedio de nuestras
necesidades. Para los deleites, los inmensos dolores que aquel inocentísimo
Cordero padeció para pagar por los que nosotros habíamos tomado en las
criaturas. Y así discurriendo no habrá vicio particular para cuyo remedio no
hallemos particular medicina en la vida y pasión de Cristo.
CAPÍTULO XVII
Como el varón espiritual ha de procurar caminar con fe viva y desunida de consolaciones, gustos y sentimientos espirituales
Los que desean
aprovechar en el camino de la oración, no solo se han de aprovechar de la fe viva como habemos
declarado, sino también han de caminar por la fe
desnuda, no de obras, que esto sería un grande error y desaliño, sino
de consuelos, gastos, experiencias sensibles y revelaciones, como ahora con el
favor del Señor declararemos; pues para entender esta desnudez de la fe, habemos de saber
que tiene Dios para los suyos dos maneras de medios, que después de su gracia,
que es lo principal, le sirven de ayuda de costa para cumplir sus mandamientos,
y de arrimo y consuelo para perseverar en el camino de la virtud. El uno es la visitación
y consolación divina, cuando el Señor infunde al alma una alegría, gozo y
esfuerzo espiritual, con la cual se siente el alma muy alentada para el camino de
la virtud. Esta sentía David, cuando decía (Psalm. CXVIII): Caminé, no como quiera, sino corriendo
por el camino de tus mandamientos, después que, con la devoción, ensanchaste y dilataste mi corazón. Y esta dilatación y ensanchamiento
de corazón, y agilidad y prontitud del
alma para cumplir la voluntad divina, la causa Dios en el alma de muchas
maneras. Unas veces infundiendo suavidad y deleite; otras gozo y contento;
otras una manera de fragancia y olor suavísimo, que parece se percibe con el
sentido exterior del olfato, y con otras maneras de sentimientos y
comunicaciones que Dios hace en los sentidos exteriores o interiores, en las
cuales entran también particulares luces, inteligencias, visiones y
revelaciones, con las cuales consuela y alienta Dios a los suyos, y como que
los entretiene dándoles algunas migajas de aquella abundantísima mesa de la
bienaventuranza. Todas estas comunicaciones llaman los doctores místicos con el
nombre general de consolaciones, sentimientos, revelaciones, visiones o devociones
sensibles. Porque por medio de cualquiera de estas comunicaciones percibe el
alma y siente por experiencia de lo que en ella pasa al
mismo Dios. Y experimentando estos afectos gusta su suavidad, experimenta su
bondad y providencia, percibe su presencia, y toca como con la mano el arrimo
que tiene en Dios para lodos sus trabajos y tentaciones.
El segundo medio
que Dios ha dejado en su Iglesia para consolación y refugio de los suyos es su Palabra,
que es la que nuestra fe y Escritura Sagrada
nos enseña, la cual nos muestra claramente el camino del cielo, y los medios
que habemos de abrazar para alcanzarle, como son: el creer firmemente lo que
Dios tiene revelado a su Iglesia, y el obrar y cumplir sus mandamientos; y como
el camino del cielo es cruz y trabajos,
tribulaciones y tentaciones, y que los que pelearen varonilmente le alcanzarán.
Dícenos también cómo Dios está presto y aparejado para ayudarnos, así para
resistir a todo el mundo e infierno, como para obrar verdad y justicia; y que
nunca este Señor deja a nadie, sin que primero él le deje, y que a nadie ha
faltado que haya confiado en su misericordia. Y así muchas veces clama esta Palabra
Divina, y nos da voces que esperemos y pongamos toda nuestra confianza en solo
Dios; que no desmayemos en la tribulación, que resistamos a la tentación,
ayudándonos de los medios que la misma Sagrada Escritura enseña, y que así
saldremos victoriosos y triunfadores.
Pues el consuelo
que los justos y varones perfectos tienen en esta peregrinación, es tomar por
arrimo este báculo de la fe, arrimándose y
poniendo toda su esperanza unas en la Palabra Divina que en otros medios y consolaciones,
fundando en aquel fundamento sólido y firme en que se funda toda nuestra
esperanza, conviene a saber, como dice san Pablo (Hebr. X): Fidelísimo es el que prometió, en que es Dios fiel y que no puede
dejar de ser cierta su Palabra, ni de cumplir lo que ha prometido a los que
cumplieren sus mandamientos. Casi todo el fin de la Sagrada Escritura, como
enseña el mismo Apóstol (Rom. xv),
es amonestarnos al cumplimiento perfecto de la ley de Dios, a tener paciencia,
consuelo y esperanza en las mismas Escrituras y Palabra de Dios, la cual nos
muestra a tener paciencia en nuestros trabajos y tribulaciones, sabiendo, como
la misma fe dice, que Dios las envía
para nuestro bien y su gloria. Y atener consuelo en las adversidades, oprobios
y deshonras, mirando a Jesucristo nuestro capitán y nuestro maestro, y otros
Santos tan deshonrados y abatidos por
el mundo. También nos enseña a tener esperanza en Dios, fiando más en su
Palabra que en revelaciones,
visiones y en nuestras experiencias y gustos, creyendo que mientras no le ofendiéremos
con culpas graves, no se apartará de nosotros: y finalmente para concluir este
punto, del cual se podrían escribir muchos libros, lo que principalmente la Palabra
Divina nos enseña es, que el testimonio de la buena conciencia , y la sustancia
y punto de la perfección cristiana, no está en sentimientos y experiencias,
visiones o revelaciones, sino en obrar justicia y verdad, lo cual dijo David en
una Palabra (Ps. CXVIII): Los
testimonios, Señor, de que Vos estáis en el alma, como declara san Buenaventura, son la justicia y
cumplimiento de vuestra ley, y verdad sólida de fe y de vuestra Palabra. Y esta es la que con justo título se puede llamar devoción esencial.
En esta fe y Palabra Divina
han estribado los Santos, porque si bien miramos, casi
todo el Testamento Viejo está lleno de plegarias y oraciones que hacían los
santos, poniendo a Dios delante unas veces sus Palabras y promesas, otras
acordándose en sus trabajos y tribulaciones de la Palabra de Dios, con que
tantas veces ha prometido que no desamparará a los que le llamaren en el tiempo
de la tribulación y trabajo. Y así decía David (Psalm. CXVIII): Acordaos,
Señor, de vuestra Palabra, en la cual tengo fundada mi esperanza. Porque de
verdad digo, que esta es la que me da consuelo en mi humillación y trabajo, y
ella es la que me da vida. Y
en otra parte dice: La verdad de Dios, esto es su Palabra, es un
grande escudo para el justo, con
el cual no teme los miedos de la noche, ni la saeta arrojada de día, ni hace
caso de las asechanzas secretas, ni de los encuentros y batallas manifiestas,
antes bien derribará millares de enemigos que le acometen por una y otra parte.
Esto es lo que
Cristo quiso significar cuando dijo (Joan,
XX): Bienaventurados los que sin ver creyeron. Adónde por aquella Palabra ver, no
solo se entiende la vista corporal, sino también las
operaciones de los demás sentidos, como más claramente declaramos en el primer libro,
capítulo II. De suerte que para que la fe
sea pura, ha de estar desnuda de todos estos sentimientos y gustos, a lo
menos en cuanto es de parte de la misma fe.
Y por esta causa reprende Cristo nuestro Redentor a santo Tomás,
notándolo de hombre de poca fe, porque para creer se había remitido a la prueba y experiencia de los
sentidos: y a la Magdalena por esta misma razón, después de haber resucitado,
no permite que le toque. Y no carece de misterio que Cristo no se deje tocar de
la Magdalena, y a santo Tomás y a los demás discípulos les ofrezca su cuerpo y
carne santísima que le toquen. La razón es, como algunos doctores advierten (Tolet. In Joan. ann. 13), porque la Magdalena estaba sólida y
firme en la fe, y creía la resurrección de Cristo antes que la viese, por las Palabras
que el ángel le había dicho en el monumento, y por esta causa Cristo, como poco
necesitada de confirmarse en la fe, la prohíbe que le toque, porque la verdadera fe no tiene necesidad
de experiencias. Pero como santo Tomás y los demás discípulos no habían creído
aun viéndole, a los unos dice: Palpad y ved. Y a santo Tomás le dice: Pon tus dedos aquí, y mira mis
manos, y a larga la tuya y ponla en mi costado. Porque no creían, y así
para que crean les deja tocar y da experiencia de su carne, y les enseña que
son bienaventurados aquellos que no buscan experiencias para creer, sino que
solo estriban en la fe desnuda de
sentimientos, y en la Palabra de Dios. Y así san Bernardo hablando de la Magdalena (Serm. XXVIII in Cant.) prueba: Que la fineza de la fe no se
ha de buscar en la experiencia de los sentidos. El mismo san
Bernardo dice (Serm. IV omnium
sanctorum), hablando
a este propósito: No me toques con la, experiencia
de sentimientos de gloria y de gustos hasta que me veas
cara a cara en la gloria. Y este
consejo, dice san Bernardo, parece que había oído la Esposa, cuando decía: Huye amado mío,
que en esta peregrinación bastante saber de ti lo
que la fe me enseña, sin
querer gustar ni experimentar con los sentidos. Allá, allá nos gozaremos en la gloria; y por ventura es lo que en
otra parte dijo el Esposo: Aparta tus ojos que me distraen (Cant. V). Porque en estas cosas de
la fe no hay cosa que más
dañe que querer experiencia de los sentidos. Y por eso dice Cristo a santo
Tomás: Bienaventurados los que no vieron y creyeron.
Estos dos arrimos
que el hombre tiene en esta vida, el uno de la divina consolación y visitación,
el otro de la fe y palabra divina,
difieren entre sí. Primeramente que el de la divina consolación refocila perceptiblemente a todo el hombre
interior y exterior, y es como si un hombre estuviese tullido de sus miembros,
y le untasen con alguna pomada tan
confortativa y saludable, que sintiese luego consolidarse la flaqueza de ellos
y fortalecerse, de suerte que se hallase con muy buena disposición para andar y
correr: así es esta unción y rocío celestial, que alienta y conforta al alma
para bien obrar. El segundo arrimo es más espiritual, pero no menos eficaz,
aunque no es tan sensible; porque por las venas de la fe viva derrama Dios
secretamente la virtud y eficacia de su Palabra, con la cual es fortalecida el
alma para el cumplimiento de su divina voluntad.
Por esto dijo san
Pablo (Hebr. IV), que la Palabra de Dios era
viva
y eficaz, porque es poderosa, mediante la virtud de Dios que en ella está
encerrada, a dar vida y sustento al alma. Y así podemos decir que las almas que
son visitadas y consoladas por el
Señor con la primera manera de consolación, son como los árboles que crecen con
el agua y rocío del cielo, el cual lo uno es muy sensible, y si el árbol
tuviera sentido no pudiera dudar de que era regado, ni menos pudiera dejar de
percibir el regalo y beneficio del agua; lo otro, cuando así son los árboles
regados, siente todo el árbol el agua, porque todo él, desde las más altas ramas
hasta las raíces, le toca y baña. Pero los que tienen librado su arrimo y
consuelo en la Palabra Divina, son semejantes a los árboles que están plantado junto
a las corrientes de las aguas, los cuales, secretamente y casi sin que el árbol
lo sienta, por medio de las raíces escondidas en la tierra van participando la
humedad y virtud del agua, que les sirve de sustento. De donde se sigue también
otra diferencia, que el arrimo de devoción es a tiempos y no continuo, ni común
ni general a todos; en fin, como agua del cielo, y como dijo el Profeta David (Psalm. LXVII): lluvia voluntaria, que la da Dios a quién quiere, y cómo quiere, y cuándo quiere.
Pero el de la Palabra Divina es general a todos, sin exceptuar a ninguno. Venid
todos los sedientos a las aguas: a
todos convida Dios y en todo tiempo, porque no hay ninguno a quien esté
la puerta cerrada. Y por esta causa comparó el Espíritu Santo al varón perfecto
que tiene por oficio meditar las divinas Escrituras y ley del Señor, y tiene
puesto su arrimo en la Palabra Divina, creyéndola y obrándola, al árbol que
está plantado cerca de las corrientes de las aguas. Este primer salmo de David
todo está lleno de frutos que se consiguen a los que de día y de noche meditan
en la ley del Señor, y la toman por espejo de su vida. Y el principal es, que
así como el que va por este camino se sustenta de la Palabra Divina, que es lo
que dijo Habacuc (c. II): Que
el justo se mantiene de la fe, en el sentido que vamos hablando; así también está siempre verde y con
hoja. Y por este verdor se denota la devoción esencial, que es una prontitud
continua, no fundada en consuelos, sino en lo que la fe enseña de lo que debemos
hacer para cumplir en todo la voluntad de Dios, y este es el primer
fruto. El segundo, quedará fruto a su tiempo, esto es, que al tiempo del bien
obrar o de la tentación o tribulación no faltará en el cumplimiento de lo que
Dios quiere, porque como no espera que sople el viento de la devoción ni que
caiga el rocío del cielo, el cual puede faltar muchas veces, no tiene
impedimento para dar su fruto sazonado, pues para esto tiene a la raíz el
sustento y labor que es necesaria en la Palabra Divina. El tercero, que todas
sus obras serán prosperas y se le harán bien, como sean sin provecho suyo, que es la felicidad
que tienen los que aman a Dios, que todo se les convierte en bien: porque de
las tentaciones sacan corona, de la cruz paciencia, de las tribulaciones gracia
y mérito, de la prosperidad temor, de la adversidad esperanza; y no es de
maravillar, pues en la Palabra Divina tienen en todo tiempo escudo para su
defensa, espada y cuchillo de dos filos para ofender al enemigo, luz para no
errar, ayuda para caminar, y esfuerzo para perseverar hasta el fin. Y de esta
manera suplen con la virtud de la divina Palabra, arrimándose a ella y
esperando en Dios, que es lo que ella enseña; y no faltando en los medios
necesarios que les muestra, lo que obra en otros la devoción sensible; pero en
los que caminan por fe desnuda, es con
mucha más ventaja de merecimiento y corona, como habemos visto.
Este caminar desnudamente
sin el arrimo de las consolaciones y sentimientos divinos, apoyándose en lo que la fe enseña, llaman los
doctores místicos, caminar por fe.
Y no se entiende que uno haya de menospreciar las visitaciones
divinas, y ayudas que Dios por otra parte le envía, sino que de tal manera las
ha de tomar y recibir, que no ha de hacer pie en esto, ni estribar en ellas. Y
así solo quieren decir que se ha de desnudar, cuanto a él tocare, de no desear,
ni procurar, ni menos apropiar estos dones, cuando el Señor se los comunique,
sino tomarlos solo a uso,
que es para lo que Dios los da, estando con gran resignación, para que el Señor
los quite y tome cuando él fuere servido. Y asimismo que esté pronto a carecer
de ellos por el tiempo que fuere su santísima voluntad, poniendo más los ojos
en el Autor de los dones y de su Palabra que en los mismos dones: y que entienda
juntamente, que este juro[24] es
al quitar, que cuando menos se piense, se hallará sin nada, y que así supuesto
que la vida es larga, es necesario que haga alforja de virtudes, mortificación
de penitencia, y todo lo demás que la fe nos enseña ; para que cuando le
faltare la devoción, no se halle las manos vacías; más que necio e ignorante
sería un hombre pobre, que dejase
de trabajar y tomar oficio, fiado
de que algunas veces le suele enviar un señor algunos relieves de su mesa ;
pues no considera que la vida es larga, y que esta no es renta cierta, y que el
comer es forzoso cada día, y esta ayuda de costa no es cotidiana, y que mañana
mudará de parecer, y en lugar de la comida que le enviaba, enviará alguna
pesadumbre y trabajo.
También enseña este camino de fe a no estar atados,
ni atenidos a particulares ejercicios por devotos que sean, como de confesar,
comulgar, leer buenos libros, ayunar y otros semejantes, creyendo que de tal
manera está allí su aprovechamiento, que en faltando alguno de estos por alguna
justa causa, no haya de pasar adelante en el servicio de Nuestro Señor. Porque
aunque todo esto es bonísimo y admirable medio, pero la fe nos enseña a poner
tan desnudamente estos medios que entendemos, que si alguna vez estos faltan,
por no poder usar de ellos, que no son solos estos los que nos han de perfeccionar,
porque sobre todo es el fiar de Dios, y el cumplir su santísima voluntad. Y que
en el cumplimiento de esta está nuestra santificación, y que siendo voluntad
suya que cesen, como no sea por culpa nuestra, que él es poderoso para suplir
por esta parte los efectos que estos hacían.
Finalmente la fe nos enseña a caminar con gran
pobreza y desnudez interior de saber, gozar, gustar; esto es, de luces, conocimientos,
sentimientos, poniendo solo el blanco en el cumplimiento de la voluntad de Dios
y de sus mandamientos. Los que van por este camino no tienen necesidad de
visiones ni revelaciones: porque su camino es sobro toda revelación particular,
porque está fundado en la Sagrada Escritura, que es revelación cierta e
infalible del mismo Dios. Y así no van asidos ni a instintos, revelaciones o
sentimientos, porque el camino de la fe es sobre todo esto. También la fe nos vacía
de consuelos, porque ella nos enseña que está más en la cruz y tribulación el camino
del cielo, que en gustos y sentimientos. Ella nos desnuda de luces y
particulares noticias de Dios, enseñándonos cómo Dios es sobre todo aquello que
conocemos y gustamos. Y por eso es camino provechosísimo; porque como habemos
dicho, tiene por oficio principal desnudar al alma de dos cosas. La primera, de
no ir buscando gustos ni consuelos en este camino espiritual, sino buscar
desnudamente a Jesucristo, y el hacer su voluntad. La segunda, no desear
particulares revelaciones ni conocimientos de Dios, sino contentarse y fundarse
en el que la fe nos enseña, que es un conocimiento certísimo e infalible de
Dios. Pero esta desnudez no es tanto para principiantes, sino para almas que
han llegado ya al camino do la vía unitiva. Estas tales caminan con un paso
ligero, y granjean heroicas virtudes y muchos grados de gracia, y a la misma proporción
de sempiterna gloria.
LAUS DEO
[1] Los
cinco sentidos interiores según los escolásticos, son: el sentido común que
recibe y distingue las sensaciones complejas, la fantasía que forma las especies
sensibles (ideas materiales), la estimativa que percibe lo no sensible en
lo sensible, la memoria propia de la estimativa, y la imaginación que
combina nuevos compuestos mediante los materiales de la fantasía. El autor no
habla aquí de ninguno de estos sentidos; sino de otros metafóricos que remedan
a los cinco sentidos corporales, y los llama interiores porque los pone en el
alma y no en el cuerpo, que es donde residen los sentidos propios, tanto los
exteriores como los interiores.
[2] Cuanto
una cosa es menos compuesta menos partes tiene, y por lo tanto menos
afirmaciones pueden hacerse de ella y mas negaciones. Ahora bien, siendo Dios
simplicísimo, solo podemos afirmar de Él que Es: y ese es sin término, límite
ni modificación, constituye la mayor ciencia: la revelación añade las verdades trino
y encarnado, y cuando tratamos de decir algo mas, procedemos por
negación diciendo Dios no es, y aquí añadimos cuanto significa
limitación.
[4] Aunque
las obras que se atribuyen a san Dionisio no sean suyas, han disfrutado siempre
y disfrutarán de grande autoridad por su antigüedad y exactitud.
[5] La
física moderna llama materia a lo extenso: luego divide la materia en cuerpos,
que son impenetrables, y agentes que son extensos pero penetrables,
y entre estos coloca al calórico. Aquí se ve que ya los escolásticos
preludiaron esta clasificación.
[6]
Difícil sería hallar comparación más graciosa y expresiva.
[7] Hay
hábitos adquiridos con la repetición de los actos como suelen serlo las
virtudes morales; y los hay infusos: estos se subdividen en naturales
como el talento, y sobrenaturales como las virtudes teologales, fe, esperanza
y caridad.
[8] Véase
con que sencillez y cuán sin aparato presenta el autor la sublime prueba de la propagación del Evangelio.
[9] Brunet
en el Paralelo de las Religiones ha demostrado que el símbolo católico
es el más corto y menos misterioso que hay.
[11] Dice tan
alto (es decir de
naturaleza tan elevada), no tan extenso ni tan profundo. Así lo explica el mismo autor y de este
modo su proposición es exacta.
[12] De dos
modos, entre varios, puede una cosa hallarse en otra: primero, puede hallarse
en sí misma, como el calor está
en el fuego; segundo, puede hallarse en virtud,
como el pecado está en la ocasión.
[13] A
pesar de las gravísimas discusiones que había entonces en España sobre la
lectura de las sagradas Escrituras, el autor declara su opinión de un modo
terminante. Es evidente que quiere esta lectura con sujeción a las reglas
trazadas por el concilio de Trento, pero aun así y todo, es notable su
resolución.
[14] Con la
doctrina de la materia y
la forma tomadas ya en sentido propio, ya en
figurado, infundían los escolásticos gran claridad a sus escritos. A una cosa
ya constituida con su ser, v. g. a la pintura puede añadírsele una
forma secundaria, v. g. el brillo con el barniz: en este caso, la pintura es formada. De aquí proceden las
palabras reformar o formar segunda
vez: informar o poner en la mente de
alguno la forma de un nuevo conocimiento: deformar
o quitar la forma: conformar o adquirir o dar formas parecidas, etc.
[15] Los que traducen ens y esse de
un mismo modo como lo ha hecho el que (algo osadamente) ha traducido la Suma de
santo Tomás al francés, yerran lastimosamente: ens significa ente y por eso es sustantivo, esse significa la actualidad del ente y por eso se pone en infinitivo, porque es ente
en acción o en ocio. A esta
doctrina se refiere el autor, y de la misma proceden actuar, actuaciones, etc.
[16] Difícil será hallar en ningún teólogo explicación
más bella y clara del principio de la justificación según el texto del
Concilio, fidem ex auditu concipientes, etc.
[17] Estar en hábito
o estar en acto son dos
modos muy distintos de estar. La paciencia en el justo feliz estará en hábito, como quien dice vestido de ella
como con traje de hijo; mas en la adversidad la misma paciencia que le era
habitual pasa a ser actual, porque
se sirve positivamente de ella y la aplica para amortiguar los golpea del
infortunio.
[18] Reparen esta
doctrina los muchos católicos que tienen tendencias racionalistas. Dicen
algunos yo soy católico por convicción: este modo de hablar puede fácilmente incluir error: bendígalos
el Señor y deles su fe,
que los iluminará mil veces más que esos raciocinios a que suelen
referirse y de los cuales no carece
Satanás, y no le valen.
[19] Una cosa es obrar por hábito y otra obrar actuando:
el que al tocar las horas está acostumbrado a rezar el Ave María, obra por hábito y puede hacer aquel rezo
distraído pensando en otra cosa; pero el que hace lo propio con positiva
atención actual, este tal actúa su rezo.
[20] Desde que los filósofos modernos se han dedicado
solo al estudio del alma y a las ideas innatas omitiendo el especialísimo
estudio que hacían los escolásticos del cuerpo y de las íntimas relaciones de
este con el alma, es muy difícil explicar las tentaciones animales que tienen
su asiento en la parte inferior: a estos estudios comunes entonces se refiere
el autor.
[21] La fe de los
que se hallan en pecado mortal se llama informe
o muerta porque en ellos no está animada por la caridad: la fe de los
que están en gracia de Dios se llama fe viva o informada porque
la caridad le da vida; pero todavía esta fe viva puede ser más avivada o actuada como
hemos dicho en la nota anterior.
[22] Al decir el autor que las palabras del Evangelio se
han de tomar a la letra sin glosa, no
excluye, como se desprende en otros pasajes del texto, las interpretaciones
legítimas que a veces son necesarias, sino tan solo las glosas de las pasiones
por medio de las cuales se tuerce el sentido genuino de la revelación.
[23] En la época del autor dominaba el sistema do Tolomeo
conforme al cual todos los planetas y los astros giren alrededor de los ejes de
la tierra.
[24] Juro al quitar. Juro es el derecho de percibir una pensión o la
renta de un censo. Hay juros o censos perpetuos
que no pueden redimirse, y juros o censos al quitar que puede redimir el tenedor, no el imponente.
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